domingo, 20 de enero de 2013

Dios te está buscando

“Dios te está buscando, hombre, hacéme caso. Estáte atento. Jesús te está buscando”, me dijo cuando me despedía de él un hombre que prácticamente me había salvado la vida, o al menos una buena cantidad de días. Lo primero que experimenté al escuchar tales palabras fue una confusión inmensa. “¿Dios me está buscando, o Jesús? ¿O los dos? ¿O son el mismo?”. Lo segundo que experimenté fue una especie de orgullo: “¿Dios? ¿A mi?”. No puedo ocultarlo, me sentí halagado en un primer momento. Pero de inmediato me sobrevino un miedo asfixiante. ¿Para qué me busca? Y pronto descreí de todo. ¿Por qué Dios habría de buscarme? ¿No es uno fácil de encontrar para él?
Claro estaba, Dios no me estaba buscando, ni la policía ni nadie. Ni siquiera mi madre. Yo no hacía nada para que alguien desperdiciara su tiempo en tratar de encontrarme. No era lo suficientemente bueno para que el Señor tratara de contactarse conmigo como para pedirme un consejo, ni lo suficientemente malo para que la policía me detuviera por averiguación de antecedentes. No cabe duda, yo no era nadie. No despuntaba por ningún motivo. Seguramente, el Gran Creador encontró en el lavabo una mañana rondando las once, su vómito de la noche anterior y sólo por el hecho de distraerse con algún divertimento hasta que se le disipara la resaca sin tener que recurrir a una cerveza mañanera, separó del montón, las partes que aún pudieran servir para darle forma a esto que soy. Eso siempre y cuando fuera algo. Últimamente, o hacía un tiempo ya, que no encontraba ninguna evidencia más allá de las plantas de mis pies, que me diera la seguridad de estar vivo. Las mujeres no me miraban, los hombres no me miraban. Y a aquel que intente sugerir que nadie es observado, le digo que miente automáticamente. Yo los miraba, a todos. A los más que pudiera. Esperaba respuesta en sus pupilas como el perro que se te acerca con timidez en la estación de tren esperando recibir una caricia en el lomo o una palmadita en la cabeza, seguramente para cerciorarse también de que aún no murió, o lo que es más terrible; cerciorarse de que nació alguna vez.
En fin, se ve que Dios me buscaba, se ve que yo no lo creía, y que además me comandaba una inseguridad de aquellas por esos tiempos. Justo cuando más necesitaba de mi entereza mental, terminaba perdido sin remedio, enredado en los cuestionamientos más trillados y a esta altura más absurdos. Justo cuando necesitaba de dicha entereza para ejecutar el baile del ave del paraíso ante la mujer de la que estaba enamorado. Pero qué baile podía hacer, preguntándome como un idiota, si lo que ocurría estaba realmente ocurriendo.
Me posé en la rama de un árbol a escucharnos charlar. Tomábamos mates y reíamos con suma tranquilidad. ¿Cómo puede ser que no esté sentado ahí, conmigo, dentro de mi, mirándola a los ojos en vez de verle los omóplatos desde esta posición y de ver mi cara tan cansadora y cansada desplegando sus estúpidos gestos?
Pero ahí estaba. Comencé a buscar consuelos temporarios. Era eso o tirarme del árbol y suicidar esa ínfima partecita de mí que aleteaba torpemente. Yo seré los restos del vómito de Dios, o de Jesús, o de Erik Satie; una especie de Crush Dummy que mantiene sus miembros peligrosamente adheridos con algún cemento conformado por jugos gástricos e hidratos de carbono todavía en etapa de digestión. Un rejunte de frases apócrifas que descansan en los muros de las civilizaciones más lejanas; pero no ando citando a Julio Cortázar en su magnífico papel de Horacio Oliveira, digno de un Óscar a personaje protagónico dentro de la literatura, para dejar en claro no sólo mi falta de aptitud para retratar en palabras lo que se me cruza por la mente, sino mi descaro por hurtar sentimientos ajenos y volverlos propios. Perdonen muchachos. Perdone Julia, esa Julia que a la merca la denominaba “Julito” y decía: “Yo sin Julito no salgo”. Y cuando apareció Julito y Julito no hacía más efecto que el de hacerle sentir a uno que había desperdiciado una buena cantidad de dinero y de atención me decía: “¿No estás contento porque apareció Julito?”. A lo que yo respondía: “Este Julito no pega, más bien estoy triste.” Y ella: “No importa si no pega, lo importante es que haya aparecido. La satisfacción de haberla encontrado, conseguido.” Claro, la muchacha, un tiempo antes, dentro de su disfraz de ropa negra y sus lentes de marco grueso de igual color citaba con Rayuela entre las manos “Don´t make me a mask” y repetía: “Don´t make me a mask” y con voz lúgubre y profunda agregaba: “Dylan Thomas.” Y todos callábamos más bien por vergüenza ajena que por la profundidad de su voz. Y ella aprovechaba el silencio general para hablar sobre su boda con otra muchacha que iba a ser onda maya. Había que ir vestido del signo del calendario maya que a cada uno le había tocado de acuerdo a su fecha de nacimiento y sentarse en círculo, y algo de unas velas que nada tenían que ver con la escena de “El cuerpo del delito” en la que Madonna le tira cera caliente a su abogado en el torso y luego más abajo, y luego más abajo aún.
“Dylan Thomas”, agregó. Decir las cosas dos veces, la segunda siempre con una voz más de ultratumba, se ve que le daba sensación de profundidad. Para mi era igual a que dijera: “Me gustan las aceitunas…Me-gus-tan-las-a-cei.tu-nas” y después un levecito suspiro para simular los tres puntos suspensivos con los que se sugiere de forma escrita, ese modo de hablar, de terminar las frases que deben quedar en la memoria.
Para suerte de muchos, ella no era la única. El universo estaba repleto de Horacios Oliveira de segunda mano. Horacio Oliveira, el superhéroe de los intelectuales. Horacio Oliveira, el tipo que todos los imbéciles querían ser, y que los imbéciles más precavidos querían parecer. Desfilaban por las calles gritando frases en un francés poco explorado y llamando a sus mujeres, o mejor dicho a todas las mujeres “Maga”, para volver a sus casas y encerrarse en su cuarto a masturbarse pensando en esa que más les había gustado el día de hoy, y a la cual le habían mandado interminables párrafos calcados de su novela favorita. Aunque seguramente mandaban “sus” textos a más de una, como quien tira un anzuelo al mar y pide para sus adentros “que alguno pique, por favor que alguno pique”.
Yo me mantenía en mi rama, muy intranquilo a esta altura del partido, pero leve y volátil como un pajarito insignificante para la mayoría, desarmable como un Crush Dummy e inexistente como un Horacio Oliveira.

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-Frente al espejo, como vos sugeriste ¿Cómo podés permitir que te chupe la lengua? Perdón, pregunta esencial para lo que estoy escribiendo, no puedo evitar hacértela.
-Supongo que empieza por haber permitido que me chupes los sesos, o el cráneo – me contestó después de lo que había sido un largo pero cómodo silencio.
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Bajé del árbol y continué hablándole compulsivamente, todavía sin lograr concentrarme demasiado en lo que estaba diciendo, prestándole a atención nada más que a su pestañeo irregular. Primero se le cerraba un ojo, el derecho, luego, con un defasaje casi imperceptible, se le cerraba el otro y sus pestañas me rozaban los labios con cada movimiento. Yo me mantenía hablando maquinalmente y con algunos de mis dedos acariciaba su boca porque mis pestañas no son tan largas. Era como dibujársela. La noche se había puesto tan cerrada que verle la cara era imposible… ¡Alto! ¿Dibujarle la boca? ¿Lo dije o sólo lo pensé? ¡Puta! ¡Me cago en Oliveira

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