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jueves, 10 de marzo de 2016

Reflexión en la bici Nº3. El engaño.

Reflexión en la bici Nº3. El engaño.

El engaño cobró mayor notoriedad a partir de los doce, o capaz que desde un poco antes. La reacción se empezó a manifestar como un grito interno que iba subiendo por adentro como una calentura y casi me hacía llorar. Esa sensación nunca desapareció y recién mientras la recordaba la sentí y la puedo sentir cada vez que quiera. Parece que ahí se establece la diferencia entre esos recuerdos que son reales y esos que son un invento, inocente, humano invento, para justificar la identidad actual. Parece que lo real no puede desaparecer, que está ligado a la parte de uno mismo que nunca se modifica y que está tan resguardada e inaccesible, y que por lo tanto bien le cabría la categoría de vivencia y no la de recuerdo. Tal vez el recuerdo, por su propia condición de no estar en el presente, pierda también toda capacidad de ser real y lo único en lo que vale poner atención es en la vivencia. Eso te pone en un estado animal o hasta vegetal. Me gusta cómo demandan las plantas: se empiezan a morir. Así piden agua. Sus estados físico y emocional son un mismo estado. Su pasado se ve ahora, no es una construcción. Por eso cuidar una planta no es tan fácil. Porque los humanos no les podemos mentir como nos mentimos entre nosotros. No le podés hacer creer que la regaste y que es una tontería que se esté muriendo así. Con las plantas y los animales sólo existe el amor-acción, no el amor-chamuyo. En cambio entre las personas nos vamos haciendo creer que nuestro estado actual es equivocado ya que en el pasado tal cosa. Vamos quedando absolutamente presos de lo que creemos que fuimos, ignorando que la única opción del ser es la actual. Esta actitud queda muy clara en el campo de la belleza y la estética corporal y la juventud y toda esa porquería que como sociedad tontita que somos, valoramos mucho. Ahí se ve claramente, pero no deja de ser una representación bruta de un estado muy delicado del cuerpo emocional en el que el valor de la imagen amenaza la integridad de la esencia a niveles más íntimos. La mentira del decir ser. Vamos muriendo haciéndonos creer que nos regamos. Creo que este es el descubrimiento que se da en la pubertad y que te hace darte cuenta de que la vida también es un poco una mierda. Es verdad que las ganas de coger y de no saber cómo ni cuándo ni dónde ni mucho menos con quién, te van desorientando mucho, pero me parece que esto está sobrestimado por tantos años de freudfilia. Me parece que lo que un guacho o una guacha de trece, o doce, u once, no importa, empieza a notar y a sentir, es esa exigencia tan dañina de la sociedad: la consecuencia. Salir de la niñez es un poco eso, y en este mundo hiperpsicoanalizado y categorizado y valorado y organizado a partir de la consecución de objetivos, salir de la niñez es como perder la humanidad. Entonces pensaba hoy que toda la locura de la pubertad que explota en la adolescencia, está falsamente atribuida al llamado despertar sexual, que por cierto, es una estupidez también, ya que no hay un despertar sexual sino que el coger está presente en cualquier niño más incluso que en algunos adultos. Personalmente, recuerdo mis primeras excitaciones a los cuatro años. Lo que no recuerdo de los cuatro años es la sensación de deber ser, que sí recuerdo de los doce. Y también recuerdo que los adultos atribuyeran mi melancolía muchas veces manifestada como violencia, a razones sexuales, hormonales, etcétera y que eso me hiciera enojar más. Porque no hay que estudiar un carajo para entender que un pibe empieza a sufrir el día en que le dijeron que ya no puede jugar más y que ahora debe tomar determinaciones considerando las repercusiones futuras que sus acciones actuales van a condicionar. Nuestra sociedad le empieza a exigir esa noción que es tan corta, tan poco inclusiva y comprensiva de todo el complejo de nuestro ser, más o menos a los humanitos de doce. Me acuerdo fijo que tuve que tomar la decisión de dejar de ver dibujitos y de dejar de jugar con los playmobil. No era que ya no me divirtieran, era que ya no estaba en edad. Y nadie me dijo que no estaba en edad, es que son requerimientos del colectivo. Es un tejido complejo que se va desarrollando en todos los ámbitos a la vez. Vas dejando de tener edad para ciertas cosas, casualmente muy divertidas, y vas teniendo edad para otras, casualmente mucho más aburridas y funcionales a los intereses de ciertos sectores de la sociedad. Hoy tengo veintiocho y hay decisiones o elecciones que me cuesta contemplar por no estar en edad. Siento la misma tristeza, el mismo encierro que a los doce. Las mismas ganas de jugar y de dedicarme a actividades puramente de fantasía. Quiero decir, no se trata de ser un inservible, no es esto una apología del me chupa todo un huevo, sino todo lo contrario. Alguien puede elegir convertirse en ingeniero o laburar en una fábrica desde la concepción del juego, el problema es que decidimos fundamentalmente desde dos plataformas: el dinero por un lado, y el cómo nos vemos, por otro. Tenemos un mundo lleno de gente haciendo cosas que no les gustan por guita. Y tenemos un mundo lleno de gente haciendo cosas que no disfrutan para verse copados. Y tenemos un discurso que es naturalmente aceptado, y que los que quedaron como buenos de la película utilizan constantemente aparentemente sin pensar: tenemos que defender los derechos de los trabajadores. Y así el mundo parece dividirse entre los explotadores y los que defienden los derechos de los trabajadores. Yo creo que el principal derecho de un trabajador debería ser elegir si quiere trabajar de eso o no. Vengo pensando que “defender los derechos de los trabajadores” es una de las hipocresías más forras de nuestra historia capitalista. ¿A qué trabajadores apuntan los defensores de los derechos de los trabajadores? Defender los derechos de los trabajadores que trabajan para mí, que pude elegir trabajar de lo que quise, leo en la consigna. Yo por mi parte abogo por poner una bomba en el sistema laboral actual. No puedo entender por qué regalamos nuestra vida produciendo objetos que nunca podremos tener y que encima, en caso de conseguirlos, no nos servirían para un carajo, ya que muy bien vivimos sin ellos. O por qué regalamos nuestra vida produciendo una educación inicial, primaria y secundaria tan en función de los intereses del capitalismo. Sé que esto lo sabemos todos, y no entiendo por qué así y todo esto no se pone en discusión con más normalidad y sin embargo, “defender los derechos de los trabajadores” y trabajar de algo que no me gusta trabajar o ir a la escuela, portan la bandera de la honorabilidad. Y entonces recuerdo a Simón Radowitsky o a Severino Di Giovanni y me reconfortan y me dejan respirar y entiendo todo. Y vuelvo de un soplo a los diez, edad en la que le preguntaba a mi vieja o a otros adultos por qué trabajaban de algo que les hacía putear tanto, ser tan poco felices, y me decían que lo iba a entender cuando fuera grande, que a veces había que hacer determinadas cosas aunque no te gustaran. Y ahora soy grande y sigo sin entender, es más, entiendo menos. Lo único que entiendo es que una fuerza colectiva nos está re cagando y haciendo confundir. Nos siento presos de nuestras falsas necesidades materiales y psicológicas nadando en el lago caliente de la paja mental. Y me da bronca que me hayan mentido y me hayan hecho creer que la angustia que sentía a los doce se debía a una sexualidad que estaba empezando a expresarse sin cauce, y que me hicieran ver “¿Qué me está pasando?” cuando el problema era otro: me estoy dando cuenta de que me están cagando, me estoy dando cuenta de que me quieren sacar mi vida y ponerla al servicio de la sociedad de consumo, ¡déjenme seguir viendo dibujitos, manga de mierdas! ¡Déjenme seguir escribiendo cuentos y haciendo dibujos y déjenme en verdadera paz! Ese grito interno me sigue quemando, y juro que me dedico cien por ciento a encontrarle una solución a esto. Porque también recuerdo que no fue algo personal, individual, sino que nos pasó a todos los niños más o menos a la misma edad, y porque nos sigue pasando de grandes, y porque me mata cada vez que alguien manifiesta a los cincuenta años su arrepentimiento por haber regalado su vida. Me vuelve loco que sea normal la añoranza imposible de volver a nacer. 

domingo, 28 de febrero de 2016

Reflexión en la bici Nº2. El lado libriano de la cuestión.

Reflexión en la bici Nº 2. El lado libriano de la cuestión.


El lado libriano de la cuestión. La otra persona es lo más importante de todo el mundo. El viaje que fue de algo menos de 1000 km, se dividió en dos partes de igual longitud: la primera, acompañado, la segunda solo. Los trayectos Bahía Blanca – Viedma y Bariloche – San Martín de los Andes, y sus respectivos trenes intermedios, los hicimos con la chica que me gusta. Una belleza. Ella es quien me enseñó a andar en bici porque si bien yo había fantaseado mucho tiempo con hacer un viaje nunca lo había logrado materializar ya que continuamente iba presentándome a mí mismo distintas excusas que me permitieran justificar de alguna forma menos vergonzosa lo que realmente me ocurría: estaba cagado, asustado. Pero si bien íntimamente sabía que esa era la razón por la cual no me decidía a arrancar, prefería decir, por ejemplo, que iba aprovechar el verano para estar cerca de mi familia. Los días con la familia, como en general sucede, no pasaban de dos o tres lindos y frescos e inmediatamente se convertía todo en un muerto que andar cargando y se ponía todo aburrido y asfixiante. También recuerdo haber utilizado la excusa de que prefería utilizar el verano para laburar y juntar mucha plata. Nunca pude llevar adelante esa idea. Es interesante ver como el camino de la excusa se construye a sí mismo excusa tras excusa, porque, para justificar la no realización de una actividad, se utiliza una excusa que a la vez tampoco podrá ser llevada a cabo, razón por la cual, se utilizará otra excusa que continuará la cadena hacia el infinito. Toda esa baba espesa genera una pegajosidad que no te permite moverte. Quieto e inmóvil en medio de una estructura enredada de excusas y fantasías podés ver como desde no tan lejos viene allegándose un monstruo asqueroso y con ganas de comerte, que inventaste vos pero que pensás que es la angustia. Todo es auto boicot, que viene del exceso de querer ser y de la incomodidad con la propia vida que en realidad no es la vida, sino una proyección mental de ésta. Porque el cuadro termina dando un tipo sentado planificando una serie de proyectos que aparentemente nunca se pondrán en marcha y sólo sirven para justificar la no realización de proyectos anteriores que sirven para poder seguir sentado en esa silla a la que lentamente se le va saliendo el tapizado, mes a mes, pero así y todo es el lugar más seguro del mundo. Entonces, lo primero que me interesa destacar, es que aquí la otra persona es la que funciona como fusible en el sistema y hace reventar todo. Obviamente a nuestro cerebro súper egocéntrico que es incapaz de reconocerse como parte integral de un sistema mayor, le cuesta muchísimo reconocer que los que creemos que son nuestros propios logros son en realidad logros de otra persona. Cuando volví a Neuquén después del viaje y alguna gente me felicitaba por la proeza de la bicicleteada yo pensaba dos cosas en simultáneo: primero, no es nada del otro mundo, es andar en bici nomás; segundo el mérito de la determinación de hacerlo, no fue mío, no es mi logro, alguien me desenchufó. Entonces pensaba que así como hay una cadena interminable de excusas, hay una cadena interminable de falsas creencias acerca de los logros. Hay una admiración desmedida hacia algunas personas que representan muy bien los arquetipos de aquel que consigue cosas. El chupaculismo que va determinando que hay mejores y peores, ejemplos a seguir y gente que no vale. Por qué es tan difícil hacer carne que no existe ningún movimiento particular que no sea propiedad del colectivo, expresión de éste. Según unas cosas que leí hace poco, en su génesis en Grecia, el símbolo era un elemento que servía para ilustrar que una parte era un fragmento ciego de la totalidad, y que era posible reunirse con la otra parte para reconstruir dicha totalidad. La modernidad dinamitó estos conceptos e inventó al sujeto centro del mundo, y determinó que el sujeto era la totalidad, y lo que lo rodeaba, accesorios de los que podía apropiarse si era lo suficientemente astuto. Después vinieron los posmodernos y dijeron que todo estaba cagado y que ni siquiera valía la pena preguntarse por estas cosas y agregaron que el sujeto y su identidad habían muerto, ignorando que en realidad, nunca habían nacido, sino que eran un invento reciente y puramente burgués. Yo veo acá dos extremos: la persona como centro del universo, omnipotente y egoísta; la persona como ameba del universo, que como no existe y no tiene peso directamente se entrega al devenir convirtiéndose en un parásito; impotente y egoísta. Son dos extremos bastante parecidos. De esta vorágine se desprende otro de los paradigmas de estos últimos tiempos: el otro como un ser prescindible, intercambiable, desechable; que aparece como una lucecita superficial de la más superficial de las concepciones del amor. El otro como alguien que lejos de ayudarme a encontrarme conmigo mismo, es un otro que me viene a romper las pelotas o los ovarios y a quien es mejor marcarle cierta distancia. Pero yo creo que pasamos por alto el hecho de que cómo concebimos a ese otro tiene mucho que ver con cómo nos concebimos a nosotros mismos, porque bueno, nosotros somos el otro de algún alguien. De ahí la belleza y la certeza de frases como “lo que das te lo das, lo que no das te lo sacás”, “la patria es el otro” “ama al prójimo más que ti mismo” o la canción de Drexler acerca de que nada se pierde y todo se transforma. Siento que hay mucha sabiduría en esa concepción del mundo. Ese otro se manifiesta de varias maneras, pero principalmente dos: el otro colectivo, y el otro individuo. El otro colectivo está ligado a la noción de sistema cómo versión de la totalidad, mientras que el otro individuo está ligado a la noción de dúo, pero también como versión de la totalidad. El resultado es que concebirnos como individuos únicos y solitarios es otra distorsión. La soledad no existe como tal, profundamente, sino que es una expresión superficial de la acción, o sea, una manera de pasar el tiempo. En la primera parte del viaje me imaginaba por momentos cómo iba a ser la segunda. Pensaba que iba a poder pedalear diez horas por día a mucha velocidad porque iba a quedar solo e iba a poder poner en práctica toda mi resistencia física sin tener que tener en cuenta la resistencia física del otro. Cada vez que parábamos, cada una hora aproximadamente, hablábamos acerca de cómo nos sentíamos, si había algún dolor, algún cansancio excesivo. Comíamos alguna fruta, alguna nuez, hacíamos chistes, tomábamos agua, medíamos cuánto nos faltaba. Con viento en contra nos ayudábamos alternándonos como los pájaros. Una vez paramos a tomar mate porque no se podía avanzar nada. Cada parada es una muestra clara de que parece que vas sólo, pero en realidad estás yendo con alguien que está haciendo lo mismo que vos, y los encuentros funcionan como un abrazo y además como un termómetro. Es el otro quién te determina, quien te muestra tus límites actuales y tus posibilidades potenciales. En la segunda parte me aburrí bastante, ya que el sentido se redujo sólo a la resistencia física y mental, y salió del plano la posibilidad de intercambiar la experiencia vivida en común. Dejé de disfrutar tanto del camino para obligarme a llegar lo antes posible a destino. El cuerpo se la bancó bárbaro porque se banca cualquier cosa, pero se me apareció claramente que el verdadero sentido de este viaje tenía que ver con aprender a concebir a la otra persona, con aprender a disolverme y a compartir. Que el logro no tenía que ver con hacer muchos kilómetros en bici, sino que tenía que ver con entregarme por completo. Vengo pensando seriamente en que todo el viaje fue una muestra concentrada acerca de las cosas más interesantes y relevantes de la vida, un baño de lucidez. Me tiene harto la cultura de la individualización en todas sus facetas, disfrazada de progresismo y auto sostenimiento. No me banco más el discurso simplista y adolescente de nacimos solos y morimos solos. Ese paradigma nada inocente que se esfuerza en hacernos pensar que siempre andaremos solos, aunque estemos acompañados y que somos completos teniéndonos a nosotros mismos. Es justamente todo lo contrario: siempre estaremos acompañados aunque nos creamos solos y nunca estaremos completos sino incluimos al otro en nuestro mundito. El estado natural de lo vivo es la comunidad. Podemos luchar, cantar y escribir contra ese estado. Toda esa lucha aniñada se jugará en el plano mental, que es una porción muy chiquita de la realidad. Me parece que el verdadero esfuerzo está en construir incluyendo conscientemente al otro, y dejar de negarlo por ese miedo tarado a amar que nos ha dejado la adolescencia colectiva. 

miércoles, 17 de febrero de 2016

Reflexión en la bici Nº1. El comienzo.

Reflexión en la bici Nº1. El comienzo.

Hace más o menos un mes que terminé mi primer viaje largo en bicicleta. Me quedó muy latente un momento en el que recurrentemente vuelvo a pensar. No me acuerdo exactamente si fue en el trayecto Bahía Blanca – Viedma, o si fue después de La Rinconada en la Ruta 40, en una parte alta y llana. El punto es que a medida que iba andando, unos pájaros, muchísimos pájaros, salían volando y gritando al costado de la ruta. Yo empecé a gritar como ellos, pero en un acto involuntario; digamos, de pronto estaba emitiendo sonidos de ave y así me encontré, muy contento y riéndome. Y entonces seguí imitando a cada pájaro que me cruzaba y también dejé de decirles “hola” a las vacas para empezar a saludarlas con mugidos. Y recordé que cuando tenía pocos años y apenas manejaba el castellano, con los animales me comunicaba así y andábamos bárbaro. De inmediato reconocí que esta no era una particularidad mía, sino que la mayoría de los niños andan al principio comunicándose con las vacas a los mugidos, con los perros a los ladridos, con los pájaros a los gritos, y que cada pájaro tiene su grito y que los nenes se esfuerzan por imitarlos. Eso me llevó a volver a pensar en algo que recuerdo haber aprendido a los quince años porque un tipo que quiero mucho me lo dijo: “en la comunicación es importante a veces tratar de hablar como habla el otro”. Para quien esté familiarizado con la astrología, será grato saber que este tipo es de Piscis y tiene a Mercurio en el mismo signo. Entonces, cuando dejé de gritar porque la ruta se puso silenciosa de nuevo, seguí recordando y entendí que a medida que fui aprendiendo a hablar empecé a hablarles a los animales en castellano y que nunca me entendieron ni una palabra. Y se me aparecieron muchas imágenes de gente, y de mí mismo, retando al perro o al gato y diciéndole cosas cómo “¿No entendés lo que te digo?” o “¡Ya te lo dije mil veces!” y bueno demás frases por el estilo. Ya sé que estas son simples expresiones, y la comunicación aquí tiene más que nada el objetivo de la descarga y de que el perro entienda los gestos y el tono, y no las palabras. Pero esto no es menor: la comunicación tiene el objetivo final y oculto de someter el entendimiento del otro al propio. El tema es que empecé a pensar que hacíamos lo mismo en la comunicación con otras personas. Que todos estamos ciegamente y sordamente hablando nuestro idioma sin contemplar nunca el idioma que el otro habla, y que así andamos, hablando cada vez más, enroscando cada vez más los discursos y alejándonos así de la comprensión. Pensé en el hecho de escribir una palabra en la corteza de un árbol. ¿Qué es eso sino es someter a otro a nuestra forma de comunicación? Pero no sólo sucede en la charla con los demás seres vivos, sino también con nosotros mismos, hacia dentro. El nenito capaz de comunicarse con todo lo que está vivo por carecer de prejuicios ahora es un cosito todo cubierto de capas y más capas de agregados ficticios y se llama adulto. El capitalismo muestra una de sus tantas facetas de mierda al inculcarnos desde guachines que estamos incompletos y que aún no somos. Que podremos ser sólo si nos esforzamos. El éxito, concebido como la consecución de objetos materiales u objetos simbólicos, se presenta como la zanahoria capitalista. Vamos dejando de hablar el idioma de lo que está vivo para empezar a hablar y pensar un idioma mecánico y tecnocrático que tiene como objetivo la utilización de los recursos sólo para provecho personal, la dominación de lo que nos rodea, y eso incluye también a las otras personas. Medimos nuestra felicidad a partir de autos vendidos durante tal año, de la guita puesta en tal cosa, de la cantidad de amantes que hemos tenido. Nuestro sistema económico y político actual es causa y consecuencia de la idea de que teniendo cosas, títulos, honores, etcéteras, seremos merecedores de haber nacido, y que si no tenemos nada de eso, sino logramos adquirir el objeto que creemos que deseamos, o si no tenemos éxito social en nuestra actividad laboral, o si pasamos un tiempo prolongado sin coger, somos unos giles. Y de a poco nos vamos convirtiendo en imagen. Nuestro cuerpo empieza a ser una bola de imágenes. Arriba de la foto de ayer está la de hoy, y luego la de mañana, y así. Engordamos de imagen, pero esa grasa nunca nos pertenece. Y aquel pibito que fuimos termina asfixiado debajo del collage. La sensación de vacío que produce la distancia, la brecha enorme que se forma entre lo que uno es, y la capa superior de lo que creemos que somos, genera la sensación de vacío. La sensación de vacío genera ganas de llenarse, y para llenarnos, sumamos más imagen, que obviamente, nunca llena nada. Yo vengo pensando que el camino es para el otro lado. Que se trata de deshacerse de todo ese agregado, de ese pastiche de recortes de revista y engrudo. Que debajo de todo eso hay una clara muestra de lo que realmente es uno: la tierra. Nosotros, al igual que todo lo vivo, somos la tierra. Intuyo que sólo podremos conectarnos intensamente con ella cuando recordemos cómo se habla su idioma. Que la tierra tiene como único objeto el equilibrio y su auto sostenimiento y no necesita del éxito capitalista del individuo, necesita y aboga por el éxito del sistema total. Intuyo que ese éxito trae consigo la muerte del conflicto existencial que tenemos las personas. En fin, me viene pareciendo que aprender a hablar el idioma del otro, es la manera más adecuada de aprender a hablar con uno mismo, y esta no es una postura filosófica abstracta, sino una postura clara acerca de que debemos cambiar urgente nuestro sistema de valores y nuestras actitudes cotidianas respecto a la relación con todo aquello que está vivo. Eso creo.

sábado, 12 de diciembre de 2015

La calor

La calor


En mi casa, cuando era chico, siempre se fomentó la ortografía y el buen habla. Éramos bastante pobres, recién ahora puedo ver que lo éramos. Yo en ese momento no me daba mucha cuenta, pero mi vieja creía que éramos de clase media, venida abajo, y que teníamos algo que ver con Mirtha Legrand. Entonces la ortografía y la buena conjugación escrita y oral era la manera que ella encontraba para mantener firme el estandarte de: nosotros tendremos poca plata pero sabemos hablar. Porque según ella la clase baja era tan bruta como la clase alta. Bueno para ser justos toda esta pelotudez medio que se le pasó y ahora puede identificarse con aquello que ella es más verdaderamente. Yo me acuerdo que me avergonzaba de pibe cada vez que mi vieja corregía a alguien. Que eso no se dice así, que eso lleva acento, que hay pobrecito cómo habla, que cómo vas a tener un error de ortografía, y toda esa porquería mientras de fondo en nuestra casa sonaba el programa de mierda de Susana Giménez en el que los lunes había un sketch en cual los protagonistas eran un matrimonio de clase laburante pintados como vagos, grasas y estúpidos. Se reían de nosotros pero no nos dábamos cuenta. Así nos fuimos formando la cabeza en los 90. Nosotros no tendremos plata pero sabemos hablar y tenemos cabeza, no como Susana Giménez que llega a pensar que los dinosaurios podrían mantenerse con vida a fines del siglo XX o como la clase baja, en aquel entonces un ejército de desocupados, que no repara en las reglas que pone la Real Academia Español que por mí, se puede prender fuego con toda su organización gramatical y la verga del mono. Un amigo me decía hace poco que los argentinos hablamos mal. Esa creencia de que el lenguaje es cerrado, concreto y que tiene valoración. De que hay palabras que deben ser evitadas y de que la correcta conjugación permite una mejor expresión y traspaso de ideas, cuando justamente, la mayoría de las veces pasa lo contrario. Por qué no se irán un poco a la mierda me pregunto. El lenguaje siempre debe estar al servicio de nosotros, debe ser flexible y maleable como nosotros y no un dedo marcador. En fin, pensaba en esto la otra vez que hice una canción dedicada al calor en todas sus facetas. Había visto un documental sobre el Amazonas en el cual en una parte, cuenta cómo es la reproducción de la flor del nenúfar gigante. La planta tiene unas flores que se abren de noche por el calor que acumularon en el día. De hecho la flor llega a tener diez grados más que la temperatura de afuera. Una buena fiebre. Son unas flores blancas y muy bonitas. Al ser hembras no pueden producir polen. Lo que tienen es un perfume muy rico y un néctar adentro que vuelve locos a unos escarabajos en particular que se meten a la noche en la flor a comerse ese néctar. Los bichitos se extasían ahí adentro y cuando se hace de día y la flor se cierra porque se puso fría, el escarabajo queda adentro, todo el día comiendo sin parar. Como el escarabajo había estado en una flor del nenúfar macho, tenía polen que venía trayendo de antes, y mientras va comiendo todo el día encerrado en la flor hembra, va descargando ese polen adentro. Y lo que pasa ahora es lo loquísimo. La flor se pone caliente de nuevo porque vuelve a hacerse de noche, pero ahora al abrirse ya no es blanca, sino que es de un rosa azulado. Cambia de color. El escarabajo sale con el polen ahora producido por la flor que se hizo macho y se va a buscar a otra. La flor macho en unos días se muere y la semilla cae y vuelve a empezar el ciclo. Una belleza. Entonces como estamos en diciembre y hace un calor tremendo en La Plata, y a la mañana me despierto con ese calor bastante chivado, y algunas mañanas en particular ese calor está más copado porque es compartido, decidí agasajar a esa condición climática porque tiene un valor increíble en la capacidad sexual y amorosa de los seres vivos. Y entonces me acordé de mi vieja corrigiendo a los pibes de mi barrio que en vez de decir el calor, decían la calor. Traté de pensar y de sentir al calor desde esta nueva óptica y me di cuenta de que no importaba si era el calor o la calor, sino que lo que importa es que es caliente. Repito: Lo importante del calor es que es caliente. Me chupa tres pelotas el artículo adecuado. Y entonces decidí ponerle a la canción “La calor”, que además suena más lindo. En esta cosa que se va tejiendo entre el pensar y el hacer va emergiendo otra cosa más viva: la capacidad de darnos cuenta de que perdemos un montón de tiempo definiendo pelotudeces y tratando de que los otros acaten nuestras definiciones. A veces me parece que somos infumables, no siempre eh.  

martes, 14 de julio de 2015

Confusión

Me puse a tocar y cantar Luz del aire, o Una canastita. El nombre no está claro. En algunos lugares lo llaman de una manera, en otros de otra. Me la puse a tocar porque la escuché y casi me largo a llorar y no entendí por qué. Entonces revisé. Me di cuenta primero de esto, de que no está claro el nombre. Después empecé a revisar la letra. Todo mientras me bañaba, que descubrí que es el único momento del día en el cual pienso. Eso también lo descubrí bañándome, en un baño anterior por cierto, pero cada determinada cantidad de baños lo reconfirmo y un recuerdo muy lejano aparece diciendo: esto ya fue pensado, allá, en un baño lejano. Entonces repasando la letra me di cuenta del desorden que hasta ese momento no había notado. Dice así: Yo soy como la chicharra/y una canastita llenita de flores/corta vida y larga fama/conservala siempre vidita que son mis amores/A las orilla de un hombre/y una canastita llenita de flores/estaba sentado un río/conservala siempre vidita que son mis amores/afilaba su caballo/y una canastita llenita de flores/y daba agua a su cuchillo/conservala siempre vidita que son mis amores. Una tremenda belleza. Una belleza toda mezclada. Pura confusión. Confusión de título, confusión del orden de las cosas. Confusión del caballo y del hombre y del río y del cuchillo. O confundido yo todo el tiempo menos ahora que puedo cantar la canción entendiéndola como es: múltiple. Y repasé, también en el baño en cuestión, que todo esto empezó una semana atrás con Higuaín errando el penal contra Chile. Algo raro pasó. Una parte de mi lo festejó. Es como si se me hubiera contagiado el festejo del público de la tele, porque en el estadio la mayoría eran chilenos, ni es necesario aclararlo, entonces se escuchaban festejar.  Y después lo metió el Alexis, y encima picándola. Y fue todo festejo pero yo sabía que estaba mal festejar. Entonces me pareció adecuado acotar que el General San Martín estaría contento de todas formas y que estaba bien si ganaba Chile. Pero lo que me aturde es el por qué. Por qué hubo en mí, durante un partido de fútbol, un principio de confusión que se extiende hasta hoy, pasando por la canasta llena de flores, y que encima, se enfatiza. Por qué cambió el sentido de todas las cosas de golpe. Es cierto que Messi se lleva su parte porque yo lo veo a Messi y si eso no es el amor, no sé qué es. Pero vi tantos partidos de Messi, y siempre me conmueve, pero esto era distinto. Pura confusión. Entonces me di cuenta de que podían pasar dos cosas: o me acababa de enamorar, o acababa de abrirse un espacio adentro para eso, que es lo mismo. Porque era, es, no sé, esa confusión, la que hace aparecer la belleza de las cosas, que es lo mismo que hace el enamoramiento, de lo que sea. No hay otra forma de que emerja la belleza. Y con tanta confusión va pasando eso: el hombre tiene orillas, el cuchillo bebe agua, el río se sienta y al caballo se lo afila. Todo se pone mucho más hermoso. Confuso, pero no menos real. ¿No? Un río sentado. El río está tan sentado. A veces descansa, a veces irrumpe. A veces no hace nada. Esa es la virtud de la enamoración. Cambiar las cosas de lugar. Reventar la rigidez. Y mandar todo a la verga del mono, excepto las flores. Las flores hay que conservarlas como dice la canción. Viva Chile. 

martes, 3 de febrero de 2015

Parténope

Parténope

Lo primero que le pregunté fue qué hacía ahí. Pensé en decirle también que recordaba haberla visto el año anterior, y también el anterior, pero tuve miedo de que me tomara por un psicópata, aunque era obvio, al menos para mí, que ella también me recordaba. Me dijo que le gustaba Saer y que a veces sentía que necesitaba conectarse con él de alguna manera que fuera casi física. Que sentarse a la orilla del Paraná, en ese rellano medio escondido, medio paraíso, era la única forma que encontraba. Le pregunté, con cierta intención maliciosa, si llevaba un osito de peluche en su mochila y se sacaba fotos con él, y me dijo para mi sorpresa, que había leído Modo linterna después de haber comenzado con sus visitas periódicas, y que debía haber mucha gente en el mundo tratando de encontrarse con Saer. Se sorprendió de que yo hubiera leído el cuento también.
Nos quedamos en silencio. ¿Tendría algo que ver Saer con ese sauce que estaba viendo yo ahora? Las hojas se movían chispeantes y por momentos el sol las hacía parecer plateadas. Una rama vieja se desprendió y cayó sobre el río. El sonido sordo del agua golpeada llenó el lugar. Cuatro, o cinco o diez ondas de desplegaron hasta deshacerse en la orilla.
-Pensé que venías por el barco – le dije.
-¿Vos venís por el barco?
-No sé.
Tenía la voz hermosa. No recuerdo su cara, es como si no se la hubiera visto nunca. Trato de concentrarme y dibujar en la mente sus facciones, pero se me vuelve imposible, inabarcable. Tampoco recuerdo sus ojos. Sólo sé que tenía las pestañas larguísimas. Cuando le rocé la mano, fue como tocar la arena caliente.
Vos venís por el barco. Vos venís por el barco. Vos venís por el barco. ¿Yo iba por el barco? Cómo saberlo. Que el lugar fuera casi inhóspito y que frente a mis ojos hubiese un barco abandonado en medio del río, me parecía, por lo menos, romántico. Pero no sabía qué era exactamente lo que me motivaba a ir tan seguido. Temí, por un segundo, que fuera ella.
-Acá no viene nunca nadie. Ni por el barco ni por nada – dijo.
-¿Cómo sabés?
-Te das cuenta. Olé.
Cerré los ojos. Traté de oler lo que ella olía, no estando nada seguro de a qué se refería. Entre el perfume de los pastos y los juncos mojados, se mezcló el del durazno, y debo reconocer que sentí el olor de la ausencia de algo, algo vital. Eso, claro estaba para mí, era lo que ella olía. Me sentí electrizado al verla de reojo respirar profundo y ver claramente que lo que se metía por su nariz era exactamente lo mismo que se metía por la mía. Un perfume liviano, suave. Todo el paisaje, todos los sauces, los ceibos, las espadañas y los frutales. Ahora pienso si no será ese el mismísimo olor que se huele al morir.
-Vamos al barco. ¿Sabés nadar?
-Sí, sé. – Contesté con más seguridad de la que disponía realmente, y le pregunté si ella ya había ido antes alguna vez nadando hasta ahí.
No me contestó. Me pareció que ella nadaba en ese río hacía tres mil años, que estaba hecha de la misma agua, de la misma arena. Medí la distancia que había desde la orilla hasta el barco. No parecía tanta y la corriente era tranquila. Deduje que no iba a tener ningún problema para llegar. Pensé por un segundo en los yacarés y las yararás y terminé súbitamente con el pensamiento cuando levanté la cabeza y ella, habiendo dejado su ropa tirada en la orilla, comenzaba a meterse en el río. Me saqué la mía y la seguí.
El agua, contrario a lo que había imaginado, me resultó extrañamente pesada. Pensé que la costumbre de nadar en el Limay, me estaba jugando en contra, que el Paraná tal vez fuera más barroso y denso. Me costaba patalear y bracear. Ella me sacó diez metros de distancia en algunos segundos, pero no aceleré. Nadar en el río es disolverse. El sonido lejano del agua que envuelve, la caricia constante.
Paré un segundo y me mantuve flotando. Vi que ella ya estaba llegando al barco. La vi trepar por el francobordo como un insecto que se pega a las paredes desafiando la gravedad. Ya en la cubierta, se puso un vestido sobre el cuerpo todavía mojado y se calzó. Sin mirar ni una sola vez hacia atrás, entró en el barco. Las luces del lugar se prendieron. Vi pasar su cabeza por la ventanilla de un camarote, y vi pasar también las de otras mujeres. Ninguna de ellas pareció percatarse de mi presencia. Comencé a nadar nuevamente hacia el barco, ahora con más fuerza.
Esta mañana me dijeron que los remolinos son traicioneros y qué los yacarés están atentos. Que tuve suerte de que un baqueano de los que conocen el río por dentro y por fuera pasara por la zona justo en ese momento. En el cambio de guardia, oí como un médico le contaba a su reemplazante, más joven, mi situación. Lo previno sobre la historia del barco y de la mujer, y le recomendó que me siguiera la corriente, que probablemente fuera producto del trauma, de la asfixia.


lunes, 19 de enero de 2015

Coser

Coser

A una malla que me compré hace muy poco se le desconoció el costado izquierdo, desde la base del bolsillo hasta la costura de lo que supongo se llamará botamanga, al menos así se llama en los pantalones largos. Deambulé circularmente entre algunas ideas: voy a Wall Mart a que me la cambien, la llevo a una costurera, la tiro y consigo otra total están baratas. La solución más lógica y clara, como suele pasarme, se me presentó mucho más tarde que las insensatas, y la idea de coserla yo mismo no se me apareció en la mente hasta anoche. Acabo de terminar de ponerle un parche. De una sábana vieja que está destinada a trapo, saqué una tirita de 8 cm por 1.5 cm que cosí a mano uniendo ambos extremos de la malla. Ahora la prenda, originalmente azul marino, tiene un vigo floral muy bonito. El trabajo me llevó aproximadamente una hora y media, y si bien me gusta como quedó, la belleza se debe a las flores del parche y no a la prolijidad del remiendo. Pensé en mi abuela, cuyo oficio principal, entre varios, era el de costurera. Pensé que el cuerpo de mi madre había sido nutrido gracias a ese oficio y que por lo tanto también el de mis hermanos y el mío, aunque en menor proporción, habían sido alimentados a base de aguja e hilo. El concepto de sustancia me vino a la mente.
Una hora y media es un montón de tiempo. Pensé en las costureras esclavizadas en Floresta. Yo sé que no es un tema que suela aparecer en las charlas de sobremesa, en las de a orillas del río, en las universidades. Básicamente, es un tema que no aparece, yo no se por qué, pero hablamos de otras cosas, no de las costureras de Floresta que laburan diez mil horas por día por dos mangos. También pensé en las de China. En nuestro consumo enfermo y ciego de prendas hechas en base a la explotación y en nuestra constante preocupación por combatir dicha explotación vestidos con las prendas nombradas. Este sí es un tema conocido y super conocido. No quiero ahondar en las contradicciones.
Pero sobre todo creo que pensé en la arrogancia de los artistas y los intelectuales que se creen poseedores exclusivos del acto creativo. En aquellos que abierta o íntimamente se consideran a sí mismos, y únicamente a sí mismos, como transportadores de la materia sensible. En los que ponderan su actividad como una actividad excelsa y creen erróneamente que han sido elegidos para realizar una tarea que nos ha sido vendida desde Europa y a partir del siglo XVII como suprema. Tremendo buzón venimos comiéndonos. Claro que eso es culpa de todos nosotros, que vanagloriamos ciégamente a un guitarrista o incluso a un médico e ignoramos a una costurera con asombrosa facilidad y perezosa costumbre. Pensé en el menosprecio casi inconsciente de los artistas e intelectuales por los trabajos de los demás, aquellos trabajos que aparentemente no se relacionan con la creatividad. Aseguro que haber tenido que resolver los interminables enigmas a los que me enfrenté a la hora de tener que emparchar mi malla, me llevaron a un punto de creatividad muy alto y sobre todo, genuino. Para entender el don creativo de mi abuela, era necesario dejar de rebuscar, y ponerse a coser. La importancia de realizar actividades diversas y desconocidas volvió revelarse. No hay otra forma de ponerse en el lugar del otro. Una hora y media es mucho tiempo. Todo se mueve muy rápido y es difícil abocarse durante un período largo a una sola cosa, a menos que esa cosa sea a lo que uno típicamente se dedica. Una hora y media dedicado a hacer algo que no sabés te revive.
Pensé, y creo que ya no pensé en nada más, en la carga genérica que tiene colectivamente el hecho de coser. Es absolutamente extraño que esté ligado directamente al género femenino. ¿Qué tiene la mujer que no tenga el hombre que la haga más eficaz a la hora de dedicarse a la costura? Existen los sastres, pero estos no trabajan en las fábricas de Floresta y se dedican además al diseño, que por cierto sí está valorado creativamente, aunque mucho menos que la música o el cine. Además, los sastres o los modistas son tratados generalmente de putos, porque por algún extraño error cerebral, identificamos a la homosexualidad masculina y a la feminidad como atributos directamente relacionados. Así, la poca predisposición para revisar términos e ideas arraigadas, hace que en el mismo campo semántico entren la costura, la feminidad y la capacidad de sentir atracción sexual por un hombre. Tres cosas que intuyo nada tienen que ver la una con la otra. Yo mismo he sido tratado de maricón cuando era chico y remendaba mi ropa. Tal vez por eso en algún momento, para evitar que me tilden de puto, dejé de coser.
Algunos libros hablan del tamaño de las manos. Dicen que en los workhouse que fueron raíces de la revolución industrial en Inglaterra, mujeres y niños eran empleados por el tamaño de sus manos. Yo creo, después de haber cosido hoy, que hemos sido engañados. Estos engaños han hecho que el trabajo de coser haya quedado encasillado entonces como una tarea que sólo pueden realizar las mujeres, que es aburrida, monótona y nada creativa. De hecho se utiliza la frase "coser y cantar" para referirse a algo que no demanda ningún tipo de dificultad. Comprobé que todos estos supuestos son falsos. Que una hora y media cosiendo me ha mostrado mucho más que un año pensando en el hecho de coser, y que coser y cantar a la vez es sumamente difícil.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Corrientes

Hay algo de la muerte que me excita. No en sentido sexual, necrofílico. Una excitación plena, que no se concentra en un punto definido ni del cuerpo ni de la psiquis. Es la excitación de vivir la vida con fruición, sabiendo que a cada momento muere un yo anterior al cual me es cada vez más fácil faltarle el respeto. No hay mayor carga que la del pasado mordiéndome la espalda, agarrándome con toda su fuerza, diciéndome al oído cuánto me ama, cuánto lo amo yo a él, y cuán necesarios somos el uno para el otro. Ancla absurda, dolor de plomo que no se esfuma, como si todo sucumbiera al tiempo, menos lo que fuimos. Soy su instrumento, un títere muerto que en sus manos hábiles parece vivo, independiente y lleno de voluntad, pero todo eso es mentira. Una marioneta que responde a sus deseos, nada más, nada menos. Toda la fuerza vital gastada en hacer convivir en un cuerpo presente, las estructuras falaces que la mente conforma para mantenerme coherente. Pero no hay mayor incoherencia que tratar de meter el mar dentro de un vaso de vidrio. No hay mayor ilusión que creer que el mar es maleable, adaptable, reductible y geometricable. Los deseos actuales son restringidos por el miedo a perder la identidad, una identidad que nada trae de satisfactorio, pero que busca inmortalizarse como si fuera la cosa más importante del universo. El miedo a la muerte carcome toda la existencia. El miedo a que desaparezca el cuerpo, se traslada a cada acto banal y todo accionar es condicionado. El tironeo me desmembra. Hacer convivir la construcción de la identidad con las necesidades actuales es mi agonía. Lo que muere no puede ni debe ser salvado. La muerte debe trabajar con espacio, tranquilidad y confianza.
Tal vez por todo eso le dije que prefería que nos juntáramos en el cementerio, símbolo por excelencia de la inexistencia, símbolo de que nada en este mundo permanece y que aún siendo el lugar más tranquilo y más bello de todo Buenos Aires, está siempre deshabitado. Si íbamos a reunirnos en algún lado, éste debía ser el más próximo a un punto alejado de la tierra, de la mundanidad, del tiempo. Debía cumplir con nuestras necesidades. Teníamos que vernos sin el pasado condenatorio. Del otro lado del río. Si íbamos a juntarnos en algún lugar, debía ser en uno en donde pudiéramos sentir la muerte propia, para que lo que pasara a partir de ahí, fuera sincero, libre, descontaminado, y para que lo que debía quedar en el cementerio, quedara allí, descansando en paz, como una crisálida abandonada para siempre.
Nos encontramos en Lacroze y Corrientes algo después de las tres de la tarde y entramos. Recorrimos el barrio de bóvedas, las casas hermosas en donde viven los muertos que han tenido casas hermosas también en vida. Hasta ahí ha llegado su ansia de permanencia. El cementerio también revela quiénes han poseído más, quiénes menos. El número de flores por tumba no responde a esta característica. Algunas bóvedas sólo han recibido la visita de saqueadores nocturnos o de perros callejeros. Las tumbas ordinarias, por el contrario, no son atractivas en ese sentido. Inmunes al vandalismo, sólo sufren algún ataque climático esporádico. Vimos trabajar a unos carpinteros poco dotados, reconstruyendo algunas cruces derruidas bajo el sol de la tarde de fines de noviembre. Recordé que había llovido torrencialmente dos días atrás y me acordé de aquella historia que se cuenta del cementerio del barrio Mutén, en Neuquén, cuya tierra arcillosa es fácilmente arrasada por el agua. Una lluvia fuerte y concentrada, poco común en la zona, sacó a la superficie féretros y cadáveres por igual. Éstos bajaban muy campantes por la empinada Combate de San Lorenzo, rumbo a alguna zona más baja de la ciudad, que es el mismísimo río Limay. Imaginé el arsenal de carpinteros, canteros, ingenieros, paisajistas y sacerdotes que debían juntarse para reconstruir el cementerio de los muertos y la integridad de los muertos vivos y recordé que necesitaba encontrar un trabajo pronto. Construir ataúdes o ser sepulturero fueron actividades que pasaron por mi mente alguna vez, y que resurgieron al visitar el cementerio, pero el trabajo físico nunca fue de mi preferencia. Cierto es que no hay mejor clientela que los cadáveres, que se amontonan unos sobre otros sin parar.
Recorrimos las galerías de nichos. Ese punto del cementerio, entre todos los puntos, me resultó el más aislado del mundo. El edificio se desenvuelve laberínticamente, y si uno no le presta atención a la nomenclatura de cada zona, detallada en las paredes, es probable que salga por un lugar por el cual no entró. Son tres pisos altos, construidos bajo el nivel de la tierra, conformados por varios pasillos y con paredes repletas de nichos, cada uno de ellos con el mismo Jesús de metal crucificado en el centro de cada cajón de piedra. Su análogo arquitectónico en la vida, es el de un conjunto de edificios de clase media. A esta zona van a parar los cadáveres de la gente que vivió en los edificios de Barrio Norte o en los de Almagro o en monoblocks que no son como los de Dock Sud. En la zona descubierta del cementerio, también están las paredes llenas de nichos, pero éstos no reciben la atención que reciben los de la zona cubierta. Es la zona de las villas y los barrios bajos, en donde las tumbas de los muertos sufren la humedad, el viento, la lluvia inclemente y la desatención del personal encargado del cuidado, tal como le ocurre a su análogo vivo. Las paredes se ven sucias y las flores se secan más rápido.
Así como me distraigo y me dejo perder dentro de un barrio de monoblocks, me dejé distraer y me perdí en la galería de nichos. Recorrí y observé lo más que pude. Hay tanta información que desterrarla podría llevar la vida entera. Ya decodificarla conlleva un esfuerzo importante, un esfuerzo que mi mente no es capaz de realizar. ¿Qué significan las flores de plástico, las cartas que nadie lee? ¿Qué significa el tango que impregna el lugar, saliendo de las radios de los cuartos de limpieza? ¿Qué significo yo cantando (Música del Japón / avaramente / de la clepsidra se desprenden gotas / de eterna miel o de invisible oro / que en el tiempo describen una trama) por los pasillos, los damascos de los árboles del patio que está en el subsuelo inferior, los sonidos de los autos armonizando una melodía idílica? Reconozco el canto suave de los pasos de Irene. ¿Desde cuando lo reconozco? Trato de evitarla, de caminar por galerías distintas. Me gusta oírla, saber que está ahí y que a la vez no. Me gusta pensar que estamos tan juntos como separados, que eso ha sido así y así será siempre. Sé que todavía estamos de este lado del río, bordeando la orilla de una punta a la otra. Que del lado de enfrente parece verse el paraíso, y que a su vez, el paraíso es, como todo, impermanente y que no dista mucho del averno. Escuchar el agua salpicar contra el cuerpo de Irene, métrica, acompasadamente, me hace darme cuenta de que así se percibe el tiempo acá adentro. No hay, bajo la sombra de los techos húmedos que cubren las paredes de nichos, ningún otro indicador de que el tiempo transcurra. Las flores de plástico no se marchitan, las letras de las cartas no se borran, Jesús no resucita.
Me detuve ante un nicho que tenía una foto familiar y una carta con forma de señalador de libro, escrita con computadora y plastificada. La foto nucleaba alrededor de un hombre viejo, una familia grande. El hombre en cuestión se llamaba Tito, y en la carta se expresaban sus dotes de trabajador incansable, de bajo perfil, cuya única motivación era lograr el bienestar de los suyos. Él, estaba silenciosamente orgulloso de que sus hijas y sus nietos hubieran podido ir a la universidad gracias a su trabajo y su altruismo innato. Él, había superado el peso de llegar a un continente desconocido y meter las manos en el cemento y en el agua sucia del puerto. Él lo había hecho todo por los suyos. Los suyos, en agradecimiento, habían contratado a una mujer para que escribiera la suerte de epitafio. Nada había escrito sobre sus noches paseando por los cabarets de Balvanera, sobre sus borracheras interminables, sobre el desencanto que la vida le producía, sobre sus amantes, sobre su afición por hacer explotar sapos con sal y humo. Tito era un héroe y todos necesitamos serlo. Imaginé que podría dedicarme a eso: escribir textos formulares que describieran a las personas como los héroes que no fueron. Me dedicaría a llamar por teléfono a todas las familias de los muertos que yacen en los nichos. Ofrecería mi servicio de escritor, y por una pequeña suma extra, pasaría una vez por mes a dejar flores y mensajes personales. Si pagan mensualmente para mantener a sus muertos ahí, seguramente querrán enviar flores y cartas, yo podría hacer el trabajo, los muertos se sentirían más acompañados y los vivos mejores personas.
Irene me puso las manos sobre los hombros. Tenía las piernas mojadas hasta las rodillas. Vi que yo tenía las mías en las mismas condiciones. Decidimos subir, sin decidirlo, hacia la zona descubierta. Una caravana escoltaba el andar tranquilo de un auto fúnebre. Irene nunca había visto un entierro, así que la insté a que asistiera al primero de su vida. Llegamos hasta la capilla en donde se realizaría la misa y nos sentamos enfrente, en un banco bajo el sol. Ella intentó entrar pero la intimidad de la situación la devolvió a mi lado. Pensé que el gesto triste que cargaba en la cara, era el mismo que cargaba yo, aunque estábamos bien, con el sol como único indicador del mundo exterior. Hace tiempo ya que disfruto estar bajo el sol, que disfruto ese calor, pensé. Que ella declarara el mismo disfrute, como si adivinara lo que yo pensaba, me acarició el pecho. No hay para mi mayor sensación de enamoramiento que aquel que se origina como fruto de la conexión mental, aún con cosas tan insignificantes. La súbita sensación, aunque ilusoria, de no estar completamente solo.
Con la misma determinación con la que hacíamos todo, nos alejamos de la capilla en busca de un claro de césped que estuviera bajo el sol y lejos de las lápidas. En la galería veintiséis, o en la veintisiete, cerca de uno de los asentamientos, encontramos una zona arbolada, donde el pasto aún estaba húmedo. Necesitábamos fumar, porque para poder embarrarnos distraerse era fundamental, así que agarré mi bicicleta y fui en busca de cigarrillos. Salí por el portón de Guzmán y Triunvirato y compré un Phillip Morris en un kiosco de la estación de tren. Volviendo al cementerio decidí comprar también unas flores para celebrar la muerte del pasado. Gasté mis últimos diez pesos en un ramito de jazmines cortados antes de tiempo y volví lentamente, primero por el barrio de bóvedas, bordeando luego las paredes de nichos. Irene estaba acostada sobre una manta con los ojos cerrados y el agua hasta la cintura, pero nadie quería hablar de la inundación. El agua tomaría sus propias decisiones, empaparía a quien quisiera empapar y ninguno de los dos iba a poder a hacer nada para evitarlo. Habíamos llegado hasta ahí caminando por el medio del río. Éste, seguía su curso propio, incansable, irreverente, y no nos fue posible volvernos hacia atrás e ir hasta la orilla, aunque creo que los intentos que garabateamos fueron simulacros torpes y que mojarse estaba bien y era gratificante, y que meter la cabeza bajo el agua era lo que deseábamos. Meter la cabeza y todo el cuerpo y nadar hasta ningún lugar. Nadar hasta desaparecer.
Me senté a su lado, como si no me hubiera ido nunca, sabiendo que en realidad era así, que no había llegado, que no me había ido y vuelto, que no estaba ahí, ni yo, ni ella, ni el eucalyptus que nos refrescaba, ni el pájaro azul tornasolado que cambiaba de lugar imperceptiblemente, cuadro por cuadro. Sentí el poder de Irene. Acostada con los ojos cerrados era capaz de destruir el mundo en el que estábamos y construir uno de inmediato en el que yo no estuviera, o estuviera decapitado. Me moví con cautela, aunque deseando, casi en el fondo, que me destruyera.
Me señaló la estupidez de las hormigas. Quien la nota con tanta claridad, percibe la de los humanos con mayor exactitud. La nuestra, es tanto más evidente que la de cualquier otro ser vivo. Observó que una venía de lejos cargando un pastito gigante que bien podría haber encontrado cerca de la boca de su hormiguero. En vano traté de defender la conducta del insecto. En ese entonces no sabía que más adelante me vería defendiendo la conducta y la inmensidad de los felinos frente a la insalvable superioridad de los dragones, con la misma falta de talento y poder persuasivo que me coronó en La Chacarita. Es que a mi, ahora lo se, no me importaban ni las hormigas, ni los gatos, ni los tigres, ni los dragones. Irene destruye el mundo que me rodea y me habla de los muertos que mueren sólo para volver a morir. Para ella, aunque no lo sepa, los muertos que yacen en los nichos vuelven a morir y a morir de nuevo sin parar. Incluso creo que piensa que no renacen jamás. Que se hunden en el abismo interminablemente y caen en el precipicio de Hades, y nunca tocan el suelo. Lo supe allí, mientras yo silenciosamente contemplaba el ramo de jazmines que acababa de comprar y abría una flor cerrada. Fui separando pétalo por pétalo con extrema delicadeza hasta que la flor se abrió y perfumó el lugar. La hormiga estaba a mitad de camino. Irene tenía la mirada perdida sobre mi hombro. Yo miraba el suelo.
Mi muerte le produjo un desconcierto infantil. Cuando me preguntó cuál era mi mito preferido no supe responder, pero inmediatamente pensé en Asterión. Como con el sol, se adelantó. Dijo Asterión como quien dice cielo, como quien dice que disfruta el calor del sol. Me supe enamorado. Enamorado de la destrucción de mí mismo. Entregado al poder profundo de un alma vieja y sabia disfrazada de una mujer hermosa. Porque yo, aunque también la mirara por sobre el hombro, nos sabía hermosos, eternos.
Hay un beso que hace explotar todos los besos, que elimina los goces del pasado. Cuando sentí su lengua sobre la mía, sabía que estaba entregando el corazón por completo. Sentí, en cada arremolinamiento del cuerpo, como mis órganos iban siendo, poco a poco, suyos. El agua nos tapaba casi por completo. Intenté salir a respirar. No vi ni una orilla, ni una piedra, ni una hormiga, ni un jazmín. Me hundí con toda la lentitud de la que era capaz en ese momento. Todavía me busco en el cordón de la Avenida Guzmán. No estoy ahí. No estoy en ningún lugar. El agua cubre el lugar, pero nadie lo nota.
En El Cano y Forest le dije que de ahí en adelante deberíamos ver qué había quedado dentro del cementerio y qué afuera, pero sabiendo que yo ya no existía, que Irene había destruido todo lo que yo conocía, que el Patricio Banegas que me había acompañado, en apariencia, toda la vida, estaba disuelto para siempre, y que tenía su propio nicho en La Chacarita. Si algo de aquél había quedado, ella lo devoró en esa esquina. Yo se lo entregué con el placer que brinda el servicio perfecto, ese que se otorga y recibe de inmediato, cara oculta del amor.
Un Jesús de bronce, unas flores de plástico, un epitafio tonto decoran mi espacio. Irene me visita de vez en cuando. De reojo vislumbro su nombre bajo el Cristo de bronce de un nicho aledaño. Las nubes ensombrecen el hormiguero entregadas al mismo compás que antes. Las flores siguen cerradas casi por completo. Alguien tararea una melodía hermosa, alguien saca una foto perfecta. Bajo la sombra de un eucalyptus, dos cuerpos delimitan el espacio de Asterión. En El Cano y Forest, el universo colapsa y renace.
Hay algo de la muerte que me excita. No en sentido sexual, necrofílico. Una excitación plena, que no se concentra en un punto definido ni del cuerpo ni de la psiquis. Es la excitación de vivir la vida con fruición, sabiendo que a cada momento muere un yo anterior al cual me es cada vez más fácil faltarle el respeto. No hay mayor carga que la del pasado mordiéndome la espalda, agarrándome con toda su fuerza, diciéndome al oído cuánto me ama, cuánto lo amo yo a él, y cuán necesarios somos el uno para el otro. Ancla absurda, dolor de plomo que no se esfuma, como si todo sucumbiera al tiempo, menos lo que fuimos.

jueves, 12 de septiembre de 2013

La lluvia circular

La lluvia circular





Me había olvidado de la belleza de la lluvia. Sumergirte en lo mundano puede hacerte perder, desorientarte. El campo de visión se recorta y se disuelve la conexión con la belleza. Ésta yace dentro del propio ojo, pero a veces, casi todas las veces, la coyuntura produce ceguera. Los períodos son evidentemente cíclicos, en mi, y en cada una de las personas, pero temo, más por respeto que por miedo pueril, que haya un punto final, desde el cual ya no sea posible mirar nada más, en ninguna dirección.

Había olvidado lo que era empaparme en el medio de la noche y había olvidado también el resplandor lunar del asfalto brillante. La propia carne está hecha de cemento, pero uno elige, o cree elegir, que esto que está alrededor es ajeno. Los pájaros se ven bien en los árboles y las vacas muy monas en el prado. Parecen lo mismo. Nosotros estamos bien en el cemento, pero lo odiamos. También nos comemos la misma carne de la que estamos hechos, y todo se desenvuelve tan normalmente que nada de lo que suceda importa algo.

Es en la calle y bajo la lluvia, el lugar y la condición perfecta para ver disolverse todo lo que juntamos como hormigas para darle existencia a ese collage deprimente del cual terminamos muy orgullosos, tanto que le ponemos nuestro nombre. Ésto soy yo. Esta cacofonía insulsa de rejunte de diarios viejos, ideas ajenas, fotos de familiares borrachos, violadores, delirantes místicos, recalcitrantes onanistas, brujas octópodas dramáticas y manipuladoras, jefes fracasados. Ésto soy yo, y estoy orgulloso. Orgulloso de ser una repetición y un dicurso delineado. Orgulloso de llorar cuando todos lloran, de reir cuando todos ríen, de protestar cuando todos protestan, de morir cuando todos mueren. Estoy orgulloso de ésto hasta que se larga a llover y en la calle quedan unos pocos. Y corren y saltan los desde cordones de la vereda hasta la mitad de la calle eludiendo los charcos con gracia. Chapotean y cantan. La lluvia incita al baile. Es sólo el comienzo, un vislumbre de lo que será la revolución de la existencia, condensada en cinco segundos, en dos décimas de segundo. Un pantallazo, un vaso de agua fresca, una correntada de viento en medio de la cara. Es Dios haciéndote respiración boca a boca. Dios hay días que te ama, aunque los más, te olvide.

Y en la calle todo se vacía. Los lugares vacíos me fascinan. Las obras en construcción, las casas abandonadas, los locales prendidos fuego. Una especie de espíritu apocalíptico me comanda, me conduce hacia adelante como poseído, pero poseído por mi mismo yo-hecho-agua. Soy el apocalípsis y el génesis. Durante cinco segundos, durante dos décimas de segundo, que son la eternidad. Es el esplendor de la muerte el que me guía. La muerte brilla por sí sola y reúne ella sola toda la belleza. Es la misma que se disfraza de invierno y gesta en sus entrañas una primavera gorda y pinchuda que te sonríe desde su cuna de flores y pieles desnudas. Es tan obvio el ciclo, que como todo lo obvio, optamos por obviarlo. Yo voy siempre hacia adelante, decimos. Somos burros belicosos y parlanchines.

Por costumbre y amor al oficio, por ser descendiente directo de la repetición, tengo una hoja mojada y una lapicera en el bolsillo y me meto en un bar. Un lugar conocido, que es como un álbum de fotos o una biografía de facebook que reune la historia decrépita de la imagen humana y la mezcla con el perfume del amor. Pienso un rato en la mujer que me hizo conocer el lugar y consigo sentarme en la mesa en la que nos sentamos la primera vez que fuimos, junto a la ventana. El mozo de siempre se acerca serio, con esa cara de tipo de mierda que carga, pero siempre tan servicial. Por costumbre y amor al oficio le pido un whisky y por amor al queso, un sandwich. En el bar me siento libre. El asfalto sigue brillando a través de la ventana. A mi alrededor, la clientela ronda los sesenta años y ya posee un envidiable porcentaje de alcohol en sangre. De todas formas no quiero emborracharme, es sólo que desde afuera las fiestas se ven más divertidas que participando de ellas. Aunque en realidad, si hay algo que desearía sería bailar. Bailar toda la noche sobre el piso y sobre las mesas. Descalzo alrededor de un fuego tribal o con zapatos lustrados en medio de una milonga de barrio. Pienso un poco en la mujer con la que me gusta bailar y emborracharme. Pienso en el baile milimétrico, engranado, de su mente y la mía y en el baile físico, el del cuerpo, y en el caminar incansable que nos unió alguna vez. La veo sentada frente a mi explicándose, explicándome. La veo pasar por la ventana, bordeando los charcos de agua. Me embobo lentamente, me amilano, y lentamente siento empastarce mi sistema neuronal. Empiezo a dudar de si la ví alguna vez, de si alguna vez caminamos por la calle hablando del mundo. No sé tampoco si alguna vez nos besamos, si alguna vez me dijo algo hermoso. El whisky llega justo a tiempo y me devuelve al estado mágico de la disolución, me mete dentro de un diamante familiar, impenetrable, a través del cual me gusta ver.

Acá en el bar uno puede pensar y expresarse con claridad. En el departamento, incluso coronado por la más pura soledad, no es lo mismo. La carencia de espejos obstruye un pensamiento más límpido. Estar rodeado de gente hablando es como estar en soledad en medio de un jardín de ciruelos perfumados. Se puede pensar y comer con desenvolvimiento. Los lugares comunes son denigrados por el mismo tipo de cerebro que desdeña la suerte, que es atribuída por éste a los mediocres. Ese cerebro débil, que no es capaz de producir absolutamente nada más que ideas lógicas sobre artefactos concretos. Pero los lugares comunes son, como la suerte, arquetípicos. El legado de Júpiter, a través de los tiempos. Un bar de viejos emplazado en una esquina oscura de la ciudad, es un bar de cualquier ciudad, de cualquier planeta, de cualquier tiempo. En el beben a la par Dylan Thomas, Homero Simpson y Mostaza Merlo. Es una fuente de inspiración inagotable. La meca del pensamiento, el templo del espíritu hambriento. El departamento es bueno, sobre todo si es ajeno y uno lo está cuidando, pero la falta de espejos te conduce a la pereza, y la pereza te hace anhelar la costumbre. En la casa uno quiere una comida típica, sexo típico, o al menos internet. Es como dispararse en la cabeza cuatro tiros con una escopeta doble cañón. Todo se reconstruye. El espíritu vuelve a esconderse en los intestinos y la personalidad se conforma de nuevo tan rápidamente que si no estuviéramos tan acostumbrados explotaríamos a causa del cambio de presión. Ya tenés un candidato político a quien entregarle tu tiempo, tu confianza, tu fanatismo idiota, ya podés gritar los goles de Independiente, si es que logra meter alguno, ya podés volver a extrañar lo que decís que amás. Ya podés irte a dormir.

En el bar, en una noche de lluvia de finales de invierno, te das cuenta de que no te tenés más que a vos mismo, y que ni siquiera es tan fácil tenerse a uno mismo. De que todo lo que pensás que sos, no sos. La disolución. Éxito. El Rey se acerca su templo. Es propicio cruzar las grandes aguas. Es propicia la perseverancia. Vivir en disolución quiero. Sentirme en mi casa en cualquier lado. El bar es un riñón de la calle, el bar es el mundo, es un útero cobijante y amoroso. La calle es el mundo. Con sus muertos rondando por todos lados, sus fantasmas benévolos, sus caballos alados, su azaroso orden cósmico que me enriquece, me llena los bolsillos hasta que rebalsan. Algunos pocos se agachan a recoger lo caído. La mayoría tiene la mirada clavada en un horizonte nasal. El bar, la calle y el cementerio de La Chacarita son el mundo. El barrio cubista del cementerio, constituído por mil casitas de mil muertos. Las tumbas que alojan muertes tempranas, las cruces asimétricas de madera podrida, los precipicios de cemento, las pequeñas iglesias vascas, las judías. Los forros usados, las botellas de vino, el olor a ceniza. El cementerio está más vivo que la calle a las cinco de la tarde. Pasear en bicicleta por ahí, es la disolución. Sentir el júbilo de no ser nada, llueva o no.

Fojar el terreno yermo del no ser, encontrarlo y darle forma. Los lugares existentes, hasta los bares y los cementerios, te incitan a ser alguien, a conducirte, a vestirte y a hablar con determinada gracia, tanto hacia adentro como hacia afuera. Si en dichos lugares además hay personas, la exigencia puede ser intolerable. El doble filo del espejo. Si uno logra desindentificarse, no hay molestia. Siempre está la máscara, más o menos perfecta, más o menos al alcance de la mano, que te salva. El báculo mágico o el bastón cachiporreidótico, dependerá de la imaginación y la fuerza y la destreza de la forja del arma. La gracia de la máscara, la sutileza de la lengua, el calor de las caricias, el tintineo de las sienes, la velocidad del paso, la suavidad de la mirada.

Cada vez que camino se abre un abismo. Es excitante y tenebroso. La excitación de desconocer, lo tenebroso de encontrar lo dejado atrás, otra vez, y otra vez. Lo espeluznamente de caminar hacia adelante fundiéndote con cada vos mismo que se te cruza por el camino, y como la imagen de un espejo te posée, te penetra y te hace suyo. Lo excitante de estar despierto para eludir esa imagen. Gambetear como en el potrero, con habilidad deslumbrante y estética fina o a los ponchazos y a pura sangre, pero gambetear al fin. La imagen de yo mismo me interpela y pretende construirme, estancarme, detenerme y aniquilarme. No la quiero. Amo la vida pero no me gusta del todo como está dispuesta, al menos en su puesta escénica superficial. El aburrimiento la decora, le da forma y se la termina comiendo. Le tememos más a la muerte física que al aburrimiento, pero es éste el verdadero vestuario de la muerte. Su burdo maquillaje. La sangre debe hervir, aunque sé que mi voluntad no es mía, que yo soy el designio de algo mayor, un soldado descerebrado con un corazón potente sirviéndole a no se quién. Vivir tratando de descifrar qué se quiere de mi, y quién lo quiere, es vivir en el centro de las cosas, en el corazón de la tierra, en la ladera del abismo. Dios es una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. Pienso que soy el descerebrado tratando de destruirse a si mismo. Estoy tratando de destruir con un martillito de bondi a esa gárgola que contiene el jugo y la pulpa de un fruto dulce. La piel de la estatua es dura y parece impenetrable. Da la sensación de ser infinita. Destruirla es como intentar hacer un pozo eterno en la arena cálida. Un pozo que se llena y se rellena y se recontrallena a si mismo, constantemente. He soñado que mis extremidades eran cortadas y se regeneraban solas, sin parar. La mano cortada daba paso a un muñón del cual salían deditos que pronto eran mis dedos, igual de finos, igual de largos que antes. Una cómoda pesadilla.

Tras la ventana del bar el asfalto sigue brillando. La calle es el abismo. En la esquina se disuelven el tiempo y el espacio, si existieron acaso alguna vez. No hay signo que designe el presente. No existe año ni lugar. Son todas las ciudades, todos los tiempos, condensados en una intersección. Aca desfila la eternidad y se vive la inmortalidad. La sensación de la infinitud del tiempo es tan fuerte, que cualquier tipo de fin se vuelve irrisorio. Es el ciclo, el amo y señor de la disposición de los eventos. No moriré nunca, lo sé. Lo que no sé es si habré nacido aún. Al costado de mi mesa pasa Dios caminando con dos mujeres, cada una a un lado. Los tres están borrachos, y todo es tan normal. Hablan insensateces. Vienen del sexo o van hacia él. La insesatez de la charla lo demuestra. Sólo el sexo, o el amor que también es asunto de los dioses, puede justificarla. Del otro lado del cristal un tipo acuchilla a otro por venganza, éste muere lentamente desangrado, a mi me queda whisky en el vaso y medio sandwich en el plato. Lo veo desangrarse, y veo a la policía limpiar las manchas de la vereda y pronto pasan otros tipos caminando. Acá no ha pasado nada. Escucho a alguien llorar su muerte. El llanto me resulta conocido, pero no recuerdo haberlo escuchado nunca. Pronto cesa. Todo es normal, demasiado normal. Todo esto fue vivido, pasado y olvidado. Volverá a ocurrir. ¿Hay alguna forma más vívida de percibir la libertad? ¡Pero si ni siquiera mi voluntad, tesoro y orgullo de los hombres volutivos, es mía! Nada puede volverme más libre, más volátil, màs diáfano.

No elegí la carne ni el cemento. No elegí los bares ni la calle, ni tampoco elegí la naturaleza. No elegí nacer, ni sé siquiera si lo hice alguna vez, pero curiosamente tampoco elegiría morir. No me elegí a mi mismo. Por qué me muevo, es tan misterioso como el por qué vuelan las abejas, ladran los perros, rugen los truenos, explotan las estrellas.

Termino mi segundo whisky y mi segundo sandwich. No me quedan más cigarrillos. Pago la cuenta y me abrigo. Afuera todavía llueve, y seguirá lloviendo mañana. Guardo el manuscrito, aún mojado en el bolsillo de mi chaleco. Una vez, en Mar del Plata, hace tres o cuatro años, me cortaron el cuello y la oreja con un vidrio, sin ningún motivo, por puro arte del azar. Puedo afirmar que el dolor no existe y que la sangre es caliente y espesa. Recuerdo vívidamente ese acontecimiento azaroso mientras estoy parado en la esquina del bar, esta vez del lado de afuera. Mastico la bronca de no haber podido vengarme y me suenan las muelas. Cierro los ojos y levanto la cabeza para sentir la lluvia en la cara y en la cicatriz. La calle es un abismo, excitante y tenebroso. La fría hoja de acero de un cuchillo largo entrando por mi estómago hace que me desplome. No abro los ojos. No hay sopresa. No hay ánimo de defensa. Son cinco segundos, dos décimas de segundo, la eternidad toda. El dolor no existe, la muerte tampoco. Todo sucede a través de una ventana. La historia la escribiré después, si es que aún no ha sido escrita. Dejo de masticar la bronca. La venganza está cumplida, y creo, aunque no hay mayor incertidumbre, mayor motivo de desvelo, que está cumplida en el cuerpo correcto.

viernes, 26 de julio de 2013

Refugio

Algunas personas tardan sesenta segundos, otras tardan algunos días, pero tarde o temprano, ignorando algunas tristes excepciones, todos terminamos naciendo. El llanto sordo que peló mi abuelo al ser dado a luz, fue exactamente igual de largo, de profundo, de estridente y penetrante, que los gritos y los insultos que lanzó al cielo cuando al llegar a su casa, luego del trabajo, vió que ésta estaba completamente prendida fuego. El viejo, aprovechando que se le habían quemado los documentos, aprovechó y hasta el apellido se cambió. Dicen que decía a todo el mundo: "cuando un hombre pierde su casa, pierde también su nombre".
Todo sabemos, a esta altura del desarrollo de las terapias piscoanalíticas, que de nuestro árbol genealógico cuelgan las respuestas a nuestros actos como cuelgan las moras en febrero, ahí, bien cerca de la mano. Por lo tanto, a nadie debería soprender que cuando mi bisabuela paterna escuchó dentro de su corazón el grito desesperado de su hijo y vio en el cielo las llamas reflejadas en los ojos de su primogénito, recordó de inmediato el berrinche que había hecho su marido al ver como se alejaba del barco, la costa sevillana, que nunca más volvería a ver.
La cadena hacia atrás es interminable. Pero hacia adelante no falta tanto. Mi propio padre, asustado ante la idea de salir del útero, confundió a mi abuela haciéndole creer que sus ganas no eran de parir sinó de cagar, y la vieja, que vale aclarar pecaba de cierta ignorancia y no sabía que estaba embarazada de mellizos, lo parió en el mismísimo inodoro. Cuenta la leyenda que mi viejo se pasaba horas en el baño a lo largo de toda su vida. Nadie sabía lo que hacía, pero el tipo ahí estaba. De hecho, es curioso que mientras yo nacía, en escasos dos minutitos, el hacía su caca en el baño del hospital, en largo trabajo de media hora. Para mi, fue la forma más sincera de acompañar a su compañera. ¡Paramos juntos, amor mío!.
Yo nací rápido y dicen que no lloré. De chiquitito me cambiaron de ciudad, y entre los tres y los doce años debo haberme mudado alrededor de diez veces. Tampoco lloré esos desarraigos. Cuando en la adolescencia me establecí en una casa, decidí irme de a vivir a lo de un amigo, y entre los diesciocho y la actualidad, (tengo veinticinco) me debo haber mudado otras diez veces. Todo esto sin lágrima derramada. Sin embargo, he llorado al terminar un libro porque se terminaba la historia. Lo juro. Me pasó con Los hermanos Karamazov.
Mi experiencia genealógica me dice que el refugio coloquial y relativo es generacional, que trasciende una idea fija. Puede ser una casa, la piel, un amor, un hábito. Mi clan soportó la expulsión del útero, la pérdida de una casa, que lo saquen del inodoro, el final inexorable de un libro. Todos fueron lugares de paz y plenitud. Por oposición: la destrucción de estos lugares generó la máxima pena en cada uno de nosotros. Lo extraño es lo imposible que resulta librarse de la necesidad de refugiarse, aún sabiendo que todo lugar que uno habita está destinado a la destrucción y a la desaparición. Pero es que tal vez éstos sitios no sean nada más y nada menos que la extensión de nosotros mismos. La materialización de lo que intuímos que somos. El refugio más rústico del espíritu, hecho del espíritu mismo.

lunes, 11 de marzo de 2013

Los pájaros

Los pájaros


La conocí en la escuela. Teníamos entonces once o doce años. Desde siempre sentí gusto por juntarme con mujeres más que con hombres, aún hoy, no puedo decir por qué motivo, aunque siempre me debatí entre distintas posibles hipótesis. La sensibilidad, fue la que mayor peso tuvo, pero hoy ya me parece un error. Es decir, una salida fácil. Ya no se bien qué es lo que diferencia a las mujeres de los hombres, pero no creo que sea la sensibilidad. De más grande le atribuí a ellas una conexión mayor con la naturaleza. Con la luna, con los ciclos, con el agua. Pero a medida que fui conociendo esos símbolos, me di cuenta de que también estaban relacionados conmigo, tanto, que eran yo mismo, y por lo tanto, lo eran todo. No puedo, a la vez, dejar de tener una mirada polar de las cosas, una visión dual. Alguna vez leí, que era esta mirada la que nos posibilitaba movernos. Izquierda, derecha, izquierda, derecha. Centro. Movimiento. Equilibrar para desiquilibrar para volver a equilibrar. Tesis, antítesis, síntesis. Es la forma de avanzar. Hombre, mujer, es una dualidad tan superficialmente simple, que resulta a veces el ejemplo más mundano para ejecutar el movimiento. Sin embargo, no me parece exagerado considerar éste, un combustible demasiado tosco. Ella, más allá, o tal vez no, de su condición de mujer, fue en aquel momento, la síntesis de todo lo que para mi valía la pena.
Entró en el curso en sexto grado, y como suele pasar, no se integró inmediatamente. Su condición tímida y retraída, la hacía pasar desapercibida, a pesar de ser la nueva compañera. La traté, cuando tuve oportunidad, cordialmente, pero sin inmiscuirme demasiado, pues yo era también bastante tímido. Más nos unió el colectivo. Ambos tomábamos el 12, que daba una vuelta entera a la ciudad yendo desde el centro, en donde quedaba mi escuela, hasta el extremo este, y luego, por fin, hacia el oeste, pero muy lentamente. El viaje duraba más de una hora, lo que era absurdo, ya que mi casa estaba a cuarenta cuadras de la escuela. Claro que en ese momento, para mi, era una distancia mentalmente inabarcable.
Pasó mucho tiempo, imposible saber cuánto, para que comenzáramos a sentarnos uno al lado del otro. Y más tiempo aún, para que comenzáramos a hablar. Casi ni nos mirábamos, pero me sentía bien con su compañía silenciosa, y creo que a ella también le gustaba la mía. Jugábamos un partido de ajedrez. Las piezas eran las manos, los párpados, la respiración. Ella bajaba en Moritán y República de Italia, yo una parada después, en Castelli. Y comenzaba a extrañarla apenas nos separábamos. Pensaba en ella todo el tiempo, toda la tarde y salía a caminar por el barrio para tratar de cruzármela casualmente, pero nunca ocurrió. A la mañana nos encontrábamos en la escuela, y ninguno se le acercaba al otro. Mis amigos no tardaron en transformarla en blanco de burla, claro que nunca frente a ella, pues en el fondo creo que le temían. Fue mucho más tarde cuando comprendí que uno lo teme a lo que no logra comprender. Será por eso que el humano es básicamente, miedo.
Un mediodía de lluvia, sentados en el fondo del colectivo, hablamos por primera vez. Hacía un frío tremendo, de junio neuquino, y ella me dio sus guantes de lana.
- Yo no tengo frío. Tomá.
Me sentí tan conmovido que los acepté, con cierto grado de culpa. Aunque no sabía lo que era la culpa, ni sabía lo que era el altruísmo, la primera me parecía tal vez una obligación, el segundo en cambio, me parecía la expresión más hermosa de la especie. Así que me enamoré de Victoria. Pero me enamoré tiernamente, como si fuera una hermana, o un amigo. Yo sé que los niños también se enamoran de mil formas distintas. Todavía me pregunto cómo es que los adultos se adueñan del amor y lo vulgarizan para terminar destruyéndolo.
Fuimos todo el viaje deduciendo palabras con las patentes de los autos. Los dos nos sorpendimos al enterarnos de que jugábamos a eso por separado, y nos preguntamos si todo el mundo lo haría. Recuerdo que ella formaba palabras para mi increíbles, cuyo significado desconocía. Por ejemplo, de la patente ECM, extrajo ecuménico, mientras que yo formé escama. De ella aprendí palabras como hipocondría, algarabía, deforestación, u orgasmo. Era como un diccionario, ya que no sólo conocía las palabras, sinó también lo que querían decir. Yo corroboraba al llegar a mi casa que las palabras existieran. Ella era incapaz de hacer trampa.
Luego comenzamos a juntarnos en una plaza del barrio en la que no había nunca nadie. Las plazas del oeste neuquino, en los años noventa, eran bellísimos terrenos baldíos. Ahora, por la información que me llega, ya no son nada. Si no son hipermercados, son terrenos alambrados bajo propiedad privada. Ahí leíamos cosas. Yo llevaba en general alguna enciclopedia ilustrada o algún libro de astronomía, ella llevaba cuentos fantásticos. Me mostró a Bradbury y a Poe, y a Cortázar y a Hesse. Yo le enseñé a jugar un ajedrez inocente. Ella me enseñó a jugar al tutti-fruti con categorías que yo desconocía. Aves, minerales, escritores. Victoria era mi amiga y mi maestra, mi compañera y mi guía.
Más tarde, conocí su casa, en la que nunca había nadie, porque los padres trabajaban todo el día, y ella era, según decían, lo suficientemente adulta para pasar el día sola. A mi la verdad que me pareciía lo mismo. La casa era hermosa. El jardín tenía flores y plantas, en el patio trasero había un árbol, al parecer un ciruelo que no daba ciruelas. Los ciruelos no tienen porqué dar ciruelas, me explicó. El techo era de tejas rojas y las paredes tenían el ladrillo a la vista. No tenían animales, lo que me sorprendió, ya que que en mi patio que era bastante más chico, vivían dos perras y dos gatos. Me dijo que lo padres no la dejaban tener mascotas, y que era una pena porque a ella le gustaría, aunque sabía que era peligroso.
- ¿Peligroso porque pueden morderte o qué? -le pregunté.
- No, por otra cosa.
- ¿Por qué?
Otro día me contaría, ahora quería que jugáramos a algo o viéramos tele. Yo aprendí a callarme de chico, así que no pregunté más.
Así empezamos a juntarnos también en la escuela. A sentarnos juntos en las clases y a pasear por el patio y los pasillos en los recreos. Mis amigos se sorprendieron al verme con la chica rara. Al principio se burlaron, pero defendí mi amistad con tanto ahínco que hasta ellos lo entendieron y se limitaron a burlarse puertas adentro. Yo era su único amigo, pero nunca me pesó. Ella era por sobre todas las cosas, muy independiente. Me acuerdo que a lo largo de toda mi vida, fui el único amigo de personas que eran realmente insoportables y demandantes, y con ellas sólo construía una amistad cimentada en la lástima y la compasión. Esta amistad, que nunca llegaba a serlo verdaderamente, moría antes de que saliera el sol. Con Victoria no se trataba de nada similar. Ella no tenía amigos por una razón muy sencilla: no quería tenerlos. Si algo me hace sentirme el tipo más afortunado del mundo, aún hoy, es que ella me haya elegido a mi para ser recibidor de sus dotes más hermosos. Me pregunto todavía si no pude haber sido un simple objeto experimental para ella. Si sería nada y más y nada menos que una deidad, un ángel, una alquimista innata.
Una tarde nublada y ventosa de octubre nos encontramos de urgencia en el baldío. Victoria tenía los ojos brillosos y pestañaba llamativamente poco. Un rictus amargo y profundo, y así y todo, un aura serena, brillante, hermosa y penetrante, más que nunca. Yo no hablé y por un largo rato, tampoco lo hizo ella. El viento nos acariciaba la cara y el pelo con violencia patagónica. Estuvimos sentados, uno frente al otro, un buen rato.
- ¿Te da miedo la muerte? - me preguntó sin preámbulo.
- No. ¿A vos?
- No, a mi me parece hermosa. Amo las cosas muertas. No es fácil encontrarlas. Me dan paz.
Y cuando fuimos a su casa, sacó un baúl gigante de abajo de la cama y me mostró su colección de pájaros muertos. Me explicó con pocas palabras cuánto amaba a esos pájaros. Me contó cómo había matado a cada uno de ellos, qué había sentido al hacerlo. Casi llorando me preguntó si para mi estaba mal. Me dijo que por eso me amaba, porque sabía que a mi nunca me parecería mal eso, porque sabía que la entedía y la veía completamente. Y me contó que el día anterior no había tomado la precaución necesaria, que el baúl había quedado asomando un poquito de abajo de la cama, que el padre lo había descubierto esa mañana mientras estábamos en la escuela. Que cuando llegó y fue al baño, uno de los pájaros estaba pegado en el espejo. Me conté que sus padres habían sido terminantes: si volvía a matar a un animal, tendría que pagar de una forma que no me quiso explicar. Me dijo que me fuera antes de que llegaran sus padres y nos abrazamos largamente.
No la vi ni al otro día, ni al siguiente, ni nunca más. Tampoco me animé a tocar su timbre. Ella me enseñó, entre tantas cosas, que a veces es bueno no preguntar ni averiguar, que la información llega sola, que uno sólo debe estar atento, que la muerte es hermosa, que el dolor verdadero es eterno y vital y que un ciruelo, no está obligado a dar ciruelas.

lunes, 18 de febrero de 2013

Nada más que polvo y cenizas

Nada más que polvo y cenizas

He convividido con el dolor desde que tengo memoria, aunque casi no tuve oportunidad de expirementar el físico. Nunca me he enfermado, ni me he roto hueso alguno. Pero el vacío me ha tomado desde siempre, y mi vida entera no ha sido más que el escenario para ese dolor, para que éste se pavoneara sobre ella comiéndosela de a poco, como una bacteria, como un cáncer. Lo intenté todo. He sido un alumno ejemplar en cada área que he abordado. La botánica, las letras, la pintura, la psicología, la teología, las leyes, la economía. En todas y cada una de ellas, he intentado sosegarme. Hice dinero, mucho lo guardé durante años. Un día decidí gastarlo por completo en lujos, mujeres y baratijas, hasta que no me quedó más nada que una casa llena de objetos ilusorios. Al día siguiente, aún lo recuerdo perfectamente, como casi todo, decidí regalar todas las cosas, incluso la casa. Algunas las prendí fuego porque no eran dignas de ser regaladas siquiera. Y he vuelto a hacer miles, una vez más, y en vez de comprar, opté por regalarlo sin más, hasta quedar nuevamente en la nada material. De aquella vez, conservo únicamente una casa ni lo suficientemente humilde, ni lo suficientemente ostentosa. Ya, enrealidad, no puedo verla, sólo la recuerdo. He derrotado a Neptuno, para luego comérmelo entero, y beberlo hasta que no quedó nada de él, e inmediatamente me subordiné a Saturno como su más fiel servidor. Le serví durante muchísimo tiempo, y a él también, he optado por matarlo. A él, mi gran maestro, cuando supe que nada más tenía para enseñarme. Poseí mujeres, en los tiempos en los que se creía en la posesión del ser deseado, y fuí poseído por algunas de ellas. A una la he amado más que a la Luna, más que al Sol. Formé familias numerosas. Tuve al menos veinte hijos. A algunos los quise casi tanto como a ella, por otros sentí asco y repulsión, y opté por abandonarlos sin remordimiento alguno. De lo amado, nada me queda ahora. De todo me he despegado. Hace algunos años, comencé a creer en mis propios sueños, tanto, que muchas veces no sabía si realmente había soñado o la vigilia había adoptado su forma artística. Recuerdo el primero, el más importante por aquel entonces. En aquella época transitaba un momento de baja energía masculina, creativa. Incapaz de generar abosulatamente nada, vagaba desairado Recurrí a la ayuda de psicólogos, astrólogos y chamanes por igual. Tal vez hubo un contacto profundo con alguno de ellos, no podría asegurarlo. Pero el asunto es, que aquella noche mágica, soñé que cortaba mi mano izquierda con un cuchillo, e inmediatamente, explotaba toda mi energía dormida. Cuando desperté, no tuve miedo ni duda alguna, y decidí amputarme la mano. No creo que haya manera de explicar el júbilo que sentí al encontrarme otra vez poseído por mi masculinidad más fiera. El sosiego, como siempre, duró poco, pero debo admitir que jamás me arrepentí de este acto. Sí, lo afirmo, esa fue mi primera gran decisión verdadera. Fue allí cuando logré hacer mi segunda fortuna y cuando concebí la mayor cantidad de hijos. Pero insisto, el dolor no ha mermado ni en un solo instante. Deseé pactar con el Diablo, pero lamentablemente, no he podido cruzarme con él. Hoy, que soy viejo, puedo asegurar que no existe tal cosa. Como tampoco Dios. No hay mayor deidad en el universo que el misterio del cosmos y la penumbra de la mente humana. Algunos afirman que son lo mismo, y que cuando la luz se haga en alguno de los dos, inmediatamente se hará en el otro. Deshacerme de mi segunda fortuna no fue fácil. Antes de regalarla por completo, me encontraba envuelto en el caos de la avaricia. No podía hacer otra cosa que dinero y el vacío se acrecentaba. Pasé meses deseando soñar una revelación, y como la primera vez que había tenido una, también esta vez se me presentó en sueños. Un buitre se comía pies gangrenados, y yo me convertía inmediatamente en un ave. La mañana siguiente, corté mis pies, y me sentí cerca del cielo y las nubes espumosas, y sentí placer, y regalé, pero sinceramente. De la misma forma, corté mi sexo cuando me sentí poseído por la lujuria, y se lo entregué a un perro callejero, tal como se me había mostrado en sueños. De la misma forma, me arranqué los ojos cuando no hacía más que desear la apariencia de tal o cual cosa. Anoche, se me ha mostrado que el pensamiento es vano, y que el cuerpo no es más que un depósito infinito del pasado eterno y vacuo. Un ser andrógino y bello, admirable, hermoso como un jazmín, me cortaba la cabeza con su espada de oro y me prendía fuego, mientras besaba mi frente y mi cuello ensangrentado con el amor más puro que pueda concebirse. Al terminar estas líneas, que no son más que una breve y torpe biografía, cubriré con fuego mi cuerpo mutilado y me cortaré la cabeza con mi mano diestra, que he conservado como un tesoro, que se convertirá como todo, en polvo y cenizas. Ansío fervientemente, que el dolor también se convierta en eso, para que se lo lleve el viento, para que nutra los jardines de los hombres y los haga florecer, enormes y de mil colores.

domingo, 20 de enero de 2013

Dios te está buscando

“Dios te está buscando, hombre, hacéme caso. Estáte atento. Jesús te está buscando”, me dijo cuando me despedía de él un hombre que prácticamente me había salvado la vida, o al menos una buena cantidad de días. Lo primero que experimenté al escuchar tales palabras fue una confusión inmensa. “¿Dios me está buscando, o Jesús? ¿O los dos? ¿O son el mismo?”. Lo segundo que experimenté fue una especie de orgullo: “¿Dios? ¿A mi?”. No puedo ocultarlo, me sentí halagado en un primer momento. Pero de inmediato me sobrevino un miedo asfixiante. ¿Para qué me busca? Y pronto descreí de todo. ¿Por qué Dios habría de buscarme? ¿No es uno fácil de encontrar para él?
Claro estaba, Dios no me estaba buscando, ni la policía ni nadie. Ni siquiera mi madre. Yo no hacía nada para que alguien desperdiciara su tiempo en tratar de encontrarme. No era lo suficientemente bueno para que el Señor tratara de contactarse conmigo como para pedirme un consejo, ni lo suficientemente malo para que la policía me detuviera por averiguación de antecedentes. No cabe duda, yo no era nadie. No despuntaba por ningún motivo. Seguramente, el Gran Creador encontró en el lavabo una mañana rondando las once, su vómito de la noche anterior y sólo por el hecho de distraerse con algún divertimento hasta que se le disipara la resaca sin tener que recurrir a una cerveza mañanera, separó del montón, las partes que aún pudieran servir para darle forma a esto que soy. Eso siempre y cuando fuera algo. Últimamente, o hacía un tiempo ya, que no encontraba ninguna evidencia más allá de las plantas de mis pies, que me diera la seguridad de estar vivo. Las mujeres no me miraban, los hombres no me miraban. Y a aquel que intente sugerir que nadie es observado, le digo que miente automáticamente. Yo los miraba, a todos. A los más que pudiera. Esperaba respuesta en sus pupilas como el perro que se te acerca con timidez en la estación de tren esperando recibir una caricia en el lomo o una palmadita en la cabeza, seguramente para cerciorarse también de que aún no murió, o lo que es más terrible; cerciorarse de que nació alguna vez.
En fin, se ve que Dios me buscaba, se ve que yo no lo creía, y que además me comandaba una inseguridad de aquellas por esos tiempos. Justo cuando más necesitaba de mi entereza mental, terminaba perdido sin remedio, enredado en los cuestionamientos más trillados y a esta altura más absurdos. Justo cuando necesitaba de dicha entereza para ejecutar el baile del ave del paraíso ante la mujer de la que estaba enamorado. Pero qué baile podía hacer, preguntándome como un idiota, si lo que ocurría estaba realmente ocurriendo.
Me posé en la rama de un árbol a escucharnos charlar. Tomábamos mates y reíamos con suma tranquilidad. ¿Cómo puede ser que no esté sentado ahí, conmigo, dentro de mi, mirándola a los ojos en vez de verle los omóplatos desde esta posición y de ver mi cara tan cansadora y cansada desplegando sus estúpidos gestos?
Pero ahí estaba. Comencé a buscar consuelos temporarios. Era eso o tirarme del árbol y suicidar esa ínfima partecita de mí que aleteaba torpemente. Yo seré los restos del vómito de Dios, o de Jesús, o de Erik Satie; una especie de Crush Dummy que mantiene sus miembros peligrosamente adheridos con algún cemento conformado por jugos gástricos e hidratos de carbono todavía en etapa de digestión. Un rejunte de frases apócrifas que descansan en los muros de las civilizaciones más lejanas; pero no ando citando a Julio Cortázar en su magnífico papel de Horacio Oliveira, digno de un Óscar a personaje protagónico dentro de la literatura, para dejar en claro no sólo mi falta de aptitud para retratar en palabras lo que se me cruza por la mente, sino mi descaro por hurtar sentimientos ajenos y volverlos propios. Perdonen muchachos. Perdone Julia, esa Julia que a la merca la denominaba “Julito” y decía: “Yo sin Julito no salgo”. Y cuando apareció Julito y Julito no hacía más efecto que el de hacerle sentir a uno que había desperdiciado una buena cantidad de dinero y de atención me decía: “¿No estás contento porque apareció Julito?”. A lo que yo respondía: “Este Julito no pega, más bien estoy triste.” Y ella: “No importa si no pega, lo importante es que haya aparecido. La satisfacción de haberla encontrado, conseguido.” Claro, la muchacha, un tiempo antes, dentro de su disfraz de ropa negra y sus lentes de marco grueso de igual color citaba con Rayuela entre las manos “Don´t make me a mask” y repetía: “Don´t make me a mask” y con voz lúgubre y profunda agregaba: “Dylan Thomas.” Y todos callábamos más bien por vergüenza ajena que por la profundidad de su voz. Y ella aprovechaba el silencio general para hablar sobre su boda con otra muchacha que iba a ser onda maya. Había que ir vestido del signo del calendario maya que a cada uno le había tocado de acuerdo a su fecha de nacimiento y sentarse en círculo, y algo de unas velas que nada tenían que ver con la escena de “El cuerpo del delito” en la que Madonna le tira cera caliente a su abogado en el torso y luego más abajo, y luego más abajo aún.
“Dylan Thomas”, agregó. Decir las cosas dos veces, la segunda siempre con una voz más de ultratumba, se ve que le daba sensación de profundidad. Para mi era igual a que dijera: “Me gustan las aceitunas…Me-gus-tan-las-a-cei.tu-nas” y después un levecito suspiro para simular los tres puntos suspensivos con los que se sugiere de forma escrita, ese modo de hablar, de terminar las frases que deben quedar en la memoria.
Para suerte de muchos, ella no era la única. El universo estaba repleto de Horacios Oliveira de segunda mano. Horacio Oliveira, el superhéroe de los intelectuales. Horacio Oliveira, el tipo que todos los imbéciles querían ser, y que los imbéciles más precavidos querían parecer. Desfilaban por las calles gritando frases en un francés poco explorado y llamando a sus mujeres, o mejor dicho a todas las mujeres “Maga”, para volver a sus casas y encerrarse en su cuarto a masturbarse pensando en esa que más les había gustado el día de hoy, y a la cual le habían mandado interminables párrafos calcados de su novela favorita. Aunque seguramente mandaban “sus” textos a más de una, como quien tira un anzuelo al mar y pide para sus adentros “que alguno pique, por favor que alguno pique”.
Yo me mantenía en mi rama, muy intranquilo a esta altura del partido, pero leve y volátil como un pajarito insignificante para la mayoría, desarmable como un Crush Dummy e inexistente como un Horacio Oliveira.

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-Frente al espejo, como vos sugeriste ¿Cómo podés permitir que te chupe la lengua? Perdón, pregunta esencial para lo que estoy escribiendo, no puedo evitar hacértela.
-Supongo que empieza por haber permitido que me chupes los sesos, o el cráneo – me contestó después de lo que había sido un largo pero cómodo silencio.
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Bajé del árbol y continué hablándole compulsivamente, todavía sin lograr concentrarme demasiado en lo que estaba diciendo, prestándole a atención nada más que a su pestañeo irregular. Primero se le cerraba un ojo, el derecho, luego, con un defasaje casi imperceptible, se le cerraba el otro y sus pestañas me rozaban los labios con cada movimiento. Yo me mantenía hablando maquinalmente y con algunos de mis dedos acariciaba su boca porque mis pestañas no son tan largas. Era como dibujársela. La noche se había puesto tan cerrada que verle la cara era imposible… ¡Alto! ¿Dibujarle la boca? ¿Lo dije o sólo lo pensé? ¡Puta! ¡Me cago en Oliveira

sábado, 13 de octubre de 2012

Una distracción en el camino

No se me entremezclan los sentidos ni siento perder una mínima porción de esto, que debiera ser nada más y nada menos que el mismísimo yo mismo yo. No desaparece el potrero pijotero, irregular y pedregozo de los once años. Veo luminosos, peliculosos, como si existiesen y no existiesen al mismo tiempo, los arcos chuecos hechos con palos y clavos doblados y oxidados que armamos entre todos, después de la escuela. Y algunos puestos ayer. La pelota yendo de uno a otro. Quieta en la mitad de la cancha. Se fue, no se fue, etcétera. Y los pibes agarrándose a las piñas. Y yo no puedo. Nadie desea pelear conmigo. Falta de capacidad boxística. El temor eterno de la virginidad. No podía pelear. Me hace pensar ahora en que yo no existía. Mi cuerpo se ezfumaba en ese plano y terminaba siendo uno de los hilos de las rastas de lana del lampaso del portero de la escuela, apoyado contra la pared. No pierdo noción de mi nariz aguileña. De las botamangas dobladas hacia afuera. No me hace cosquillas la panza por dentro, ningún bicho aletea y estamos en marzo. No se si es otoño o invierno, pero da igual. Todo se transforma en hielo seco y duerme plácidamente. No reboto contra los techos salientes de los locales y las casas, ni me derrito lento para terminar esparcido sobre el río. Nada me desespera. Deduzco: no estoy, como dirían, embarbascao ni enmariposado. Sólo una cosa me muele el cerebro y los huesos del cráneo transformándome en una gelatina inerte: ese culo. Ese culo digno de fuegos artificiales y de carnavales y guirnaladas fuccia y pitos y bustos de plástico y amontonamiento y polleras suaves desconocidas. Yo desearía darle otra palmada, otra palmadita, aunque sea chiquitita. Pero no puedo tampoco engañar a nadie: no es sólo ese culo, o esa piel que se pone como la de un pollo, ni tampoco esos ojos de pestañas enormes o esa mirada, tan, cómo explicarla...cómo explicarla si ni a ella misma la explica, más bien la esconde cada vez más atrás de lo que ella representa para todos nosotros. O tal vez si. Tal vez toda-esa-cosa, ese runfunfún que dejan salir tus párpados para este lado, para el de afuera, que a veces le hacen a uno transformarse en Superman y otras veces en un sapo muerto, es la total y clara muestra de que sos lo que no sos. Hace rato que estoy seco y verde sorete, como podrido, como parte del riachuelo ese tan asqueroso que pasa por Ringuelet, al que te habría llevado a vivir para que tengamos ocho hijos y unas buenas fiestas y para que cuando cayera la noche, porque ahí como en todos lados cae la noche y uno entonces puede esperar ponerse un poco más cariñoso y no sorprenderse por tanta papurrachada tan típica (y eso que yo te he regalado tanto de mi, casi todo yo, casi que ya no soy), pudiera pasarte mis brazos por detrás y por delante de toda vos, y entonces mirarte con tanto júbilo que la nuca se me pondría como fría y dura y los ojos bien llorosos. Y ahí te diría te amo. A la mañana y a la noche. Maldita chota nostalgia del futuro. Llorar por lo que será. O lo que es peor: llorar por lo que será que nunca será. La nostalgia del futuro inexistente. Y en cambio este presente tan mediocre. Caminando tan rápido hasta tu casa, con la más estúpida de las excusas, como si no supiera yo que vos sabés que todo lo que haga en torno a vos no es más que una excusa para verte. A vos y todo lo que te hace ser vos. "No estoy embarbascao ni enmariposado", coreaban interminablemente tres o cuatro voces dentro de la cabeza de Jerónimo. La frase le retumbaba odiosamente en el coco de un lado a otro, de arriba para abajo, de atrás para adelante, todo el tiempo sin parar, terminaba y empezaba el coro a cantar, una y otra vez, canon, nota contra nota y fugas. Y como ocurre cuando eso ocurre, cuando se rasca la obsesión con las uñas hasta rasgar la propia carne, las palabras comenzaron a carecer de sentido, hasta que lo perdieron definitivamente. No-estoy-embarbascao-ni-enmariposado. No había ningún sentido. Una de las voces, un Jerónimo acaso, intentó contemplar el alrededor, como para verificar que el camino elegido fuera el correcto. Todo parecía indicar que si, aunque el movimiento de las piernas fuera casi automático, involuntario. Como cuando las manos aprenden a hacer algo que el cerebro no tiene idea de como se hace, las piernas llevaban ese desastroso cuerpo jóven en constante envejecimiento hasta un objetivo poco claro. Todo el mundo, por decirlo así, sabía que Julia, la deudora enterna, no tenía guita. Nada de dinero. Lo poco que conseguía, además de lo enviado mensual y religiosamente por su padre, lo sacaba quién sabe de dónde. Algunos papeles mínimos en cortometrajes demasiado unders, o alguna colaboración en la producción artística de obras de teatro y actividades por el estilo le aseguraban el arroz y el alcohol necesarios a los veintidós años. Y tal vez alguna cosa más, con dilatada frecuencia, dependiendo de la necesidad del momento. Pero en ella pensó primero que en nadie, a la hora de tratar de conseguir cuatrocientos pesos para darle a Coca a cambio de la habitación. Aunque estaba claro para él y para todos: sabía que de Julia no conseguiría un peso. Se trataba tan sólo de una excusa vaga, una excusa poco elaborada que seguramente le traería resultados tan vagos como la excusa merecía. Se trataba de una excusa para verla, y para informarle, sutílmente, sutílmente para alguien que tiene el cerebro duro como una piedra, que ahora tenía una habitación con cocina para él solo, que había crecido y se había vuelto repentinamente un hombre, y que en su pieza habría una cama en donde ella también podría dormir, con él, claro, cada vez que lo quisiera. Y también para mostrarle que aún era dueño de su propia boca y de su propio cuerpo, y que éstos dos podrían ser objeto de la lengua de ella y de las manos de ella, manos hermosas de largos dedos, cada vez que lo quisiera. Pero esto que tan claro se ve desde aquí, esta estrategema tan obvia, tanto más oscura e invisible se presentaba para Jerónimo, que en su cabeza no tenía nada más que su propia voz diciendo siempre las mismas palabras y que marchaba como un zombie por la Avenida 1. Sus piernas denotaron la inseguridad que su conciencia parecía intentar evitar y luego de caminar tres larguísimas cuadras se metió en un cyber. Observó en un espejo tras el mostrador que su cara, su no-cara, parecía la de un muerto, y subió al primer piso del local para sentarse en la computadora que lo llevaría un poco por donde necesitaba ir. Un lugar en el que ni sus piernas ni casi todo el resto de su cuerpo tuvieran que hacer algo, aunque al sentarse frente al monitor de una máquina bastante anticuada para la época, comenzó a sentir como le temblaban los los dos miembros inferiores con ritmo salvaje. Acaso esas piernas parecían ser lo único vivo. Tal vez quisieran seguir llevándolo al destino previamente planeado. Tal vez, deseaban más que nadie en el mundo, entrelazarse de nuevo, aunque sea por diez segundos, con las piernas de Julia. Quizás ellas no entendían la orden que un ente en apariencia superior les estaba dando, e intentaban huir de ese sucucho infectado de computadoras y sémenes de todo el barrio. Pero la necesidad de avisarle a Julia que pasaría por su casa; que pasaría con intenciones pacíficas y amistosas, no para verla y desearla con hambre sexual, no para hostigarla con piropos y demandas, no para celarla o averiguar sobre su estado actual, y menos aún, sobre el estado del culo que amaba, se le volvió incontrolable, aún sabiendo que quería encontrarla por todos estos motivos, y que los cuatrocientos pesos no existían. Resulta curioso como es posible no sólo engañar al propio cuerpo, y llevarlo a lugares innecesarios, si no también a la propia mente. Como si hubiese una mente jerárquicamente más importante que toma las desiciones que se le antoja y se rie a costas de nuestra propia falta de voluntad real. La rastreó por Messenger y por Facebook, y en ninguno de estos sitios el personaje virtual de Julia apareció. Personaje con el que ya había tenido serios inconvenientes. La velocidad de la comunicación no es buena compañera de la ansiedad. Por revisar nomás, abrío su correo eléctrónico, sabiendo que no tendría ningún mail importante, y mientras eliminaba cada una de las publicidades, oyó un quiquliqueo acompasado que no provenía de un mouse, y unos gemidos actuados, farsantes, a un volumen bastante bajo. Giró su cabeza lentamente, con cuidado y temor, como si fuera a encontrarse un muerto a sus espaldas, y ante sus ojos apareció un hombre viejo de pequeña estatura, terraza calva y unos cabellos largos dignos de Rapunsel que le nacían en la nuca, entrenido con un video a simple vista nada sensual, en el cual dos bellas jovencitas, una de rasgos asiáticos, realizaban distintas destrezas sexuales en las que participaban como invitados de gala para nada despreciables, nada más y nada menos que imponentes muestras de materia fecal y orinas de sorprendente caudal. Jerónimo contempló absorto el espectáculo que estaba presenciando a mitad de la, a esa altura, soleada y nublada y húmeda tarde platense. Cuando tuvo que elegir qué era lo que le producía mayor extrañeza; si las muchachas finas y grostescas a la vez, pero sin duda definitivamente escatológicas que podía ver a través de la pantalla, o si el energúmeno que se masturbaba con fruición en vivo y en directo, se encontró en un dilema bastante diferente a los dilemas en los que se había encontrado alguna vez. - ¡Ay! - exclamó con acento caribeño una hermosa chica de piel azabache y pequeñas trencitas que estaba sentada en la computadora de al lado del hombre. - ¡¿Qué está haciendo?! - agregó sobresaltada y desconcertada. - Mmmmmm....¿Te gusta, negrita? - contestó el hombre con un tono bastante salivoso - ¡Estaba esperándote a vos también! - ¡Ayyy! ¡Qué asco! salga de aquí! ¡Asqueroso hijo e' puta! ¡Este no es lugar para hacer esas chanchadas! - ¡Mmm! ¡Siii! ¡Enojate que me encanta! - respondió con tono obseno el hombre que la miraba replegado como un golum sobre su bragueta, sin intenciones aparentes de acercársele. La chica miró a Jerónimo suplicándole complicidad, mientras una voz salía de los parlantes de la computadora de ella y esbozaba las palabras: "¡Hola hijita!" - ¡Hola mamá! - le contestó la muchacha morena rápidamente a la mujer que aparecía proyectada desde una cámara web. - ¿Por qué tienes esa carita se susto? ¿Estás bien? - dijo la mamá. - ¡Si, si! Espera un momentico que tengo un problemita por aquí. - ¿Un problem...? - atinó a decir la madre que fue interrumpida antes de terminar la frase. - Señor - dijo Jerónimo tranquilamente pero con un dejo de enfado solemne que sonaba un poco falso - La chica tiene razón, ese video es realmente asqueroso. ¿Cómo puede excitarle eso? - La jóven abrió sus ojos sorprendida y se quedó muda. Evidentemente esperaba otro tipo de intervención. - ¡Es la caca nene! ¡Es la caca! ¡De eso estamos hechos todos, nene! - grtió el hombre apasionadamente, ya desentendido del video, que igualmente, seguía su curso normal. La pequeña asiática, que aparentaba dieciséis años a lo sumo, estaba masticando un pedazo de materia fecal sobre los pechos de su rubia compañera de juegos. El viejo se levantó de su silla y saludó a la madre de la chica por la camarita. - ¡Hola señora! ¡Es la caca, señora! ¡Usted tiene una hija hermosa! ¡Toda hechita de caca, como yo y como usted! - Hija, ¿Qué está ocurriendo? ¿Quién ese hombre? ¿De qué caca habla? - dijo confundida y algo asustada la madre. - De la caca del mundo señora. De eso de lo que estamos hecho todos, ¿comprende?. - Se apresuró el viejo a contestar - Usted, yo, su hija, este afable muchacho que nos acompaña. Todos hechos de excremento. Dígame si no hay mayor belleza que la materia que nos unifica. Dígame si no hay mayor señal de igualdad y amor que la dulce mierda que une las almas y los cuerpos de todos los seres vivos, incluyendo los animales. ¿Y la caca de los árboles y de las plantas? ¡Oh! ¡Bella caca que nos da oxígeno! - dijo el viejo demostrando su cultura general en ciencias biológicas. - Madre, no te asustes - le dijo la hija que no quería preocupar a su madre (¡A tanta distancia!) al ver los ojos medio desorbitados de su progenitora - es simplemente una actuación. Unos jóvenes están filmando un cortometraje, al parecer son estudiantes de cine. Aquí en La Plata hay muchos. - ¡Oh! ¡Qué bello! Por un momento me asusté, mi niña. El texto es al parecer bastante extraño. Pero bueno, yo estoy bastante al tanto de las vanguardias, tu sabes, siempre me he interesado mucho por el arte. - Contestó la señora ya evidentemente descontracturada. - ¡ Qué bueno señora! ¡Me alegra oir esas palabras de un latinoamericano! Tiene razón, es un texto bastante raro. Sí, sí. Es una época extraña por donde se la mire - le dijo Jerónimo a la señora, y agregó: - ¿Desde donde nos está hablando? - ¡Hola! ¡Desde Colombia! Dime, ¿tu también estás en ese cortometraje? - Si - mintió Jerónimo - yo escribí el guión - reforzó la mentira sin siquiera preguntarse porqué. - ¡Mmmm! ¡Caquita! ¡Caquita rica! - gritaba el hombre que bailaba con los pantalones medio bajos alrededor de las computadoras vacías. De a ratos la madre colombiana podía ver al simpático hombrecito aparecer delante de sus ojos. - ¡Oh, qué personaje más simpático! Aunque el texto...bueno...ustedes sabrán. Los temas escatológicos siempre suelen ser un poco difíciles de comprender... - Oh, si, tienes razón madre, pero ahora debo cortar aquí la comunicación porque deben cambiar la escena. En un rato me conectaré de nuevo. - ¡No! ¡No, aún no he terminado! ¡Señora, hechese una caca para mi delante de la cámara, por favor! - dijo el viejo suplicantemente. - ¿Qué? - ¡Cómo se atreve! - dijo la jóven. - Oh, si. Si usted se animara, sería de gran ayuda para nuestra historia - dijo Jerónimo. No publicaremos su cara, ni tampoco su nombre, obviamente. - No lo creo, es una idea muy atrevida, además, dudo que pueda ser adaptada al guión. - Si, lo sé señora. Es casi un pedido impúdico. Sólo puedo decirle que se lo agradeceríamos infinitamente, y después el universo se encargaría de retribuírselo, al menos yo creo en eso. El Universo tiene incontables regalos para todos nosotros. Y con respecto al guión, no habría ningún problema. Estamos practicando una forma bastante libre de escritura y realización. Incluso se nos exige eso en la facultad. Vio cómo es el arte en el siglo veintiuno. - Bueno, no puedo negar que un poco me avergüenza, pero colaborar con el arte siempre es prioridad para mi. Siempre he sido aficionada a la pintura. Soy, además, una gran admiradora de Jackson Pollock y de Picasso y pues claro, de Salvador Dalí. - ¡Mamá! ¡No! ¿Estás demente? - gritó la chica avergonzada, pero ya casi sin fuerzas. - ¡Si! ¡Si! ¡Si! - arengó el viejo in crescendo. - Sería de gran colaboración, señora. Además, ya que menciona a Dalí, bien conocerá usted la afición del gran genio español por la materia fecal, material fundamental de su obra. - dijo Jerónimo completamente sorprendido de si mismo. Otra vez, una mente superior estaba hablando. Sus piernas habían dejado de temblar. - Oh, si, cómo no saberlo. Las inquietudes de Dalí siempre han sido un poco las mías también. ¿Sabes?, siempre he pensado, un poco metafísicamente que Dalí y yo somos ramas de un mismo árbol, como almas gemelas. - Madre...- dijo la jóven ya resignada. - Bien, sería entonces una doble colaboración: con el arte en si mismo, y con su gran ídolo, bueno, y además con nuestro grupo de trabajo. - ¡Y con mi alma y el alma de todos los hombres! - dijo el viejo. - Muy bien....¡Ahí les va entonces! - sentenció la señora desde Colombia que había sido seducida por la mirada dulce de Jerónimo y parecía no tomar en consideración las súplicas cada vez más débiles de su hija. Algunos padres tienen esa costumbre. Comenzó a bajarse los pantalones y la bombacha y pronto estaba su culón colocado frente a la cámara. La hija se había puesto tan blanca, que parecía haber cambiado genéticamente, y sólo atinó a taparse los ojos y quedarse inmóvil. Un largo silencio llenó todo el lugar. Algo tremendo estaba por pasar. Como el último penal que define al campeón en la final del mundial de fútbol. El viejo, que estaba experimentando el mejor momento de su vida, o al menos de su memoria, se puso frente a la computadora expectante y observó absorto. Lentamente, un pequeño soretito comenzó a salir como pidiendo permiso desde las entrañas de la señora y al asomarse por su ano, hizo que Don Escatofilia explotara, y casi literalmente explotara, de placer. - ¡Caaaacaaaaaaaaaa! ¡Cacaaaaaaaaaaaaaaaaa! - gritó el hombre con los ojos llenos de lágrimas, e intentó darle un abrazo fraternal a Jerónimo, pero éste pudo esquivarlo a tiempo, lo que hizo que el viejo terminara abrazándose a mí mismo, trastabilllando y cayendo contra una computadora aparentemente en desuso. Detrás se escucharon los gritos orgásmicos pero exagerados que venían de la asíatica y de la rubia, que estaban bebiendo sus orinas mutuamente en la posición del sesenta y nueve. - ¿Ha salido bien? - preguntó la señora. - Magnífico. Magnífica toma, señora, la felicito. No habrá necesidad de repetirla, afortunadamente - dijo Jerónimo, y al bajar las escaleras del cyber notó la mancha reciente y húmeda esparciéndose por la zona pélvica de los flojos jeans del viejo, que lloraba de emoción y a llanto pelado, revolcándose de fruición por el suelo. Pagó un peso con cincuenta en el mostrador y salió a la calle, totalmente desiquilibrado mentalmente. Sentía que acaba de despertarse de un sueño muy raro, el más extravagante que había soñado jamás. Un zumbido le perforó los oídos. "Deben ser los gritos de los ángeles de la moral", se dijo a sí mismo divertido. Caminó unas pocas cuadras más y llegó a la puerta del edificio de Julia, un poco más descontracturado y con una buena historia para contar. Tocó el timbre después de dudarlo unos momentos y espero a que su antigua princesa bajara a recibirlo.