lunes, 29 de noviembre de 2010

Un hombre honrado

Un hombre honrado

 
El Gordo Castellanos se limpió los mocos que hacía días venían alérgicamente interreumpíedole su ya interrumpida respiración asmática y se debatió entre ir en busca de un bocadillo o permanecer un tiempo más recostado como un lobo marino en plena digestión sobre su catre. Oyó que la puerta principal de la pensión, esa sucia, ruidosa, asquerosa y cómoda pensión en la que el Gordo Castellanos vivía hacía unos buenos trece años, se abría y se cerraba inmediatamente. Saltó rápidamente del aposento, como si una víbora lo hubiese mordido en un pierna y se deslizó con toda la delicadeza que su osamenta le permitía hasta la ventana de su cuarto.
Por favor, por favor, Dios. Dame sólo diez o quince minutos, nada más te pido, por favor. Sólo unos minutos, una porción mínima de este día, como en aquéllos tiempos... bellos tiempos míos... Ahí te veo, mamá, alejándote con tu auto por las calles de tierra medio embarradas. Sí, ha llovido toda la noche, y ya es mediodía y aún la lluvia cae sin detenerse. Pareciera que estuviera lloviendo hace meses. Gracias mamá. Todas las tardes una o dos horas en soledad, gracias por ese regalo. Por albergarme y darme de comer y darme un poco de soledad cada día. Mamá, siempre tan atenta. Me pregunto que habré hecho yo por vos, para que seas tan considerada conmigo. Benditas horas mías, amada soledad.
Volvió el Gordo de su pequeño viaje memorioso. Pidió a Dios y a su madre; que en paz descanses, madre. Vieja puta, vieja de mierda, y siempre tan buena conmigo. Pidió que desde el cielo le concediera la gracia de quedarse un momento solo en la pensión, diez, o quince minutos, no más. Miró por las rendijas del ajetreado postigo verde y gris, y sobre las baldosas de la vereda vió los borcegos enormes de Mario Brizuela, el peruano, chapoteando mientras se alejaba. Hoy llueve también. Siempre llueve. El peruano era el único que a esas horas, recién empezada la tarde, se mantenía en la pensión. Inamovible frente al televisor, que desde la esquina superior derecha de la única pared que no tenía manchas de humedad, custodiaba durante todo el día a quien pasara por el comedor común. Peruano de mierda. ¿Que no tenés nada qué hacer? Parecía que esa tarde si, y el Gordo al darse cuenta lanzó un aullido agudísimo que calló inmediatamente, y contuvo su alegría tapándose la boca con ambas manos, acto este, que hizo que los mocos le saltaran por la nariz y algunas lágrimas por los ojos. Se pellizcó para comprobar si estaba soñando, aún en cuclillas frente al alféizar de la ventana. No estaba soñando. ¡Oh, madre! ¡Gracias! ¡Dios, Dios! "No usarás en vano el nombre de Dios", oyó el Gordo desde las profundidades de su cavernosa mente, pidió perdón y se persignó conciensudamente, una, dos, tres veces.
Con esfuerzos sobre humanos y tremebunda palpitación cardíaca, corrió de nuevo hasta su cama y se calzó las pantuflas equivocando los pies. Maldijo la pérdida de tiempo que tan estúpido error le había hecho cometer y volvió a taparse la bocaza, temeroso de que sus gritos pudieran perturbar quién sabe a quién. Se calmó al recodar que estaba solo. ¡Solo! ¡Si, señor! Entre el colchón y los tirantes del catre, encontró la llave de la puerta de la habitación y la abrió con profundo sosiego. Nadie, en ningún lado.
Sólo el ruido de las pantuflas rozando el piso cuadriculado blanco y negro del larguísimo corredor que separaba la habitación del comedor, enmascaraba la furia con la que el agua golpeaba el viejo techo. Siempre llueve. Acá al menos, no hay barro. Un relámpago pintó de blanco fluorescente todo el pasillo, y el subsiguiente trueno estremeció las paredes del edificio y las del estómago del Gordo, que aceleró el paso, mezcla de miedo y ansiedad.
Larguísimo pasillo. Mirtha, ¿por qué me has mudado tan lejos del comedor? Si cada mes te lo he pagado en tiempo y forma. Todo me ha quedado tan lejos ahora. Comedor, baño, cocina. Y en cambio al peruano asqueroso ése, lo has puesto tan cerca. El peruano vive en suite. Sólo un año acá, ¡menos!, y el peruano vive en suite. Cumpliré catorce yo por mi parte, y me has sacado territorio en vez de agradecerme mi infaltable compañía y mi paga, siempre a tiempo. ¿Qué? ¿Se lo ha ganado por trabajador? Mirtha, sabés muy bien que no es mi culpa no trabajar. ¿Por qué habría de hacerlo si de pensiones puedo vivir hasta que me muera? Oh, madre, querida, querida madre. Has rasgado por mi tu piel y has muerto entregando la vida por tu hijo, y me has dejado un buen sueldo de pensión. Antes lo entendías, Mirtha. Hasta contenta te ponías. Y ahora el peruano... envidioso peruano que de vender drogas subsiste. ¿Acaso es más noble para vos, Mirtha, un simple perro vendedor de cocaína, que un honrado hijo que se ha ganado el derecho a su sueldo simplemente por su enorme capacidad de amar? No. Yo no quería vista a la calle. ¿Para qué, Mirtha? Eso fue hace tiempo, cuando en la calle daba gusto reposar la mirada para entretenerse con cualquier nimiedad que sucediera. Ya los travestis y las putas no trabajan frente a esa ventana, somo sucedía hace unos tres o cuatro años. Ya no hay nada que pueda seducirme del espacio exterior. Estúpido yo que no me he atrevido a hablarte con firmeza. Estúpido, tímido, respetuoso, José Castellanos.
Se dió un palmetazo en la frente y limpió sus mocos con el dorso del codo. Otro relámpago mostró al Gordo sus pocas prendas tendidas en el cordal del patio interno, empapándose de ácida lluvia industrial. No le dió importancia, se ocuparía luego de eso, sino lo hacía Mirtha antes, siempre tan atenta. Con alegría observó, al final del corredor, el fugaz resplandor de los utensillos plateados de cocina que sobre la mesada de granito reflejaron la luz de la tormenta en todas las direcciones. Nadie en el comedor. Nadie, en ningún lado. ¡Gracias, gracias! Dejó las pantuflas chorreantes de agua en el marco de la puerta que separaba el patio de la cocina, y atravesó ésta rumbo a su destino. Tanto tiempo había pasado desde la última vez que había logrado estar en soledad frente al televisor... Ni en las largas madrugadas de invierno, en las que antaño la pensión se vaciaba, y hasta las cucarachas corrían desesperadas a sus habitaciones, había podido tener unos minutos en soledad. El Gordo Castellanos, célebre inquilino. Hombre correcto, hombre cumplidor, hombre de confianza. "José es un hombre bueno, callado, reservado y tímido pero muy honrado", explicaba Mirtha a un jóven que un tiempo antes había estado de paso durante un corto período por aquel tugurio. "Es mi inquilino más antiguo, hace muchos años que vive aquí. Es un hombre de confianza para mí." Y el Gordo recordaba ahora esas palabras, que de soslayo había oído mientras preparaba unos mates, y recordaba cuán orgulloso se había sentido de sí mismo, y de su casera. Recordaba cuánto había tenido que esforzarse para lograr contener las lágrimas ante aquellas sedosas palabras repletas de cariño. Lo recordaba ahora, mientras su gordo dedo gordo se preparaba para apretar el botón rojo del control remoto, y lo recordaba cada noche, cuando con la nariz hundida en la almoahada se preguntaba qué clase de hombre era; "Soy un hombre honrado."
Viejo televisor, viejos recuerdos. Oh, madre. Oh, Mirtha.
El viejo televisor disparó su imagen al encenderse y se fundió con un nuevo relámpago que irrumpió por la ventana. Ni el estruendoso sonido del trueno, ni los gritos de unos gatos que se peleaban en el techo bajo la lluvia, pudieron perturbar a José Castellanos, cuya sonrisa iluminaba todo el comedor con la potencia lumínica de diez rayos juntos. Los ojos entrecerrados por la fuerza opresora de sus cachetes impulsados hacia los invisibles pómulos. Un hilo de baba bajando por la barbilla desde la comisura izquierda de sus labios. Una mezcla entre llanto y risa. Un leve temblequeo recorriendo todo su enorme cuerpo laxo fofólico. El Gordo Castellanos, preso de la felicidad, sonó sus mocos con un repasador que estaba sobre la mesa. Viejo televisor, que tanto tardás en encenderte. Y la tardanza eterna se convirtió pronto es un partido de fútbol. Fútbol de mierda. Peruano de mierda. Mirtha de mierda. Mamá, vieja de mierda.
Se deslizó entre los ciento veintiún canales que la televisión por cable le ofrecía a Mirtha, para que ella se los ofreciera a sus inquilinos, para que cada uno de ellos no sintiera dolor alguno en pagar veinte pesos más por el servicio. Pensión de calidad. Pensión cinco estrellas, decía Mirtha. Al pasar por un canal de noticias las veinticuatro horas, observó que eran las tres de la tarde, y en su mente, arremolinada cada vez más por la tremenda emoción, sentidos entremezclados, entreverados unos con otros, ningún dato apareció que pudiera servirle para encontrar lo que buscaba. Una ráfaga de viento cerró la pesada puerta de metal de la cocina, haciendo que ésta se golpeara con mucha fuerza, provocando un ruido descomunal, más aún que los potentes truenos que rugían en el cielo intermitentemente. El miedo casi hace que se caiga de la silla. Miró sobre su hombro y comprobó que nadie había en la puerta, y tuvo que concentrarse fervientemente para poder detener el temblor de cada uno de sus gelatinosos músculos. Pensó que estaba perdiendo demasiado tiempo, y que de un momento a otro podía aparecer alguien. Con presteza comenzó a desabrocharse la bragueta del ajustado pantalón, botón por botón, y luego de zafar los dedos que se le habían enredado entre los vellos electrizados de su bajo vientre y los ojales de la bragueta, localizó el diminuto miembro. Su excitación era inconmensurable, pero su pito no estaba enterado de aquéllo. Tomó aquel pedacito flácido de carne y comenzó a agitarlo a un lado y otro, mientras continuaba naufragando entre los vacíos canales de la televisión.
Soy un hombre honrado, soy un hombre honrado... ¡Sos un gordo puto! ¡Chupabolas!... ¡Sos tan bueno, hijo!... ¿Qué tal, José? ¿Durmió bien anoche? ¿Escuchó el escándolo que armaron los travestis y la policía?... ¡Eh, Castellanos, agarrámela con la mano!... Uno me recuerda un poco a usted, ja ja. No lo tome a mal, José, pero podría ser su hermano disfrazado de mujer. ¿Lo conoce? Creo que se hace llamar Fantasy. ¡Es grandote! ja ja.... ¿Cómo te fue en la escuela hoy, mi amor?... ¡Eh, Castellanos, gordo puto!... ¡Cómo no te a va ir espléndido, si sos tan bueno, hijo!... Castellanos, sos un fracasado, che. No te queda otra. ¿Lograste algo alguna vez?... Fantasy quiso entrar acá a refugiarse y la policía lo agarró justo... ¡qué escándalo, Dios mio!... ¡No usarás en vano el nombre de Dios!
Los pensamientos desfilaban en su cabeza como los canales en el televisor. Se detuvo en un programa de espectáculos, cuya conductora le había gustado desde muy chico. Ya estaba vieja y excesivamente operada, estirada desde la frente a los talones su piel, y su actitud era grotesca y aburrida. Pero para Castellanos, nada había envejecido. Su amor se mantenía imperecedero, perdurable e inmenso, no así su miembro, cada vez más retraído. En medio de la desesperación, dejó el control remoto a un lado y con la mano ahora liberada, se introdujo en el laberíntico camino que desembocaba en su esfinter anal. Primero un dedo, luego dos. Agitaba ambas manos con fuerza ciclópea, y treinta segundos más tarde, entre alaridos y bramidos de dolor y alegría, esparcía el viscoso líquido por su cuello con furia. Rumió de placer, envuelto entre los aromas de su sexo y su transpiración. Olió su propio aliento y eyaculó un poco más. Retorciéndose sobre la silla, tomó un pedazo de pan y lo humedeció con el jugo de sus secreciones, metiéndoselo de inmediato en la boca. ¡Oh Mirtha! ¡Oh, madre! ¡Oh, Fantasy! Gritaba con la boca llena de pan mojado y pegajoso, tragándolo casi sin masticarlo, junto a las lágrimas que, como la lluvia, caían borboteando desde sus minúsculos ojos.
Descendió del éxtasis, se limpió con el repasador las axilas, la panza, el cuello, las ingles y volvió a sonarse los insoportables mocos. Puso el partido de fútbol que había encontrado al encender el televisor y lo apagó. Se dirigió muy lentamente hacia su habitación, con el cerebro en blanco, calmo y sereno. Mirtha entraba por la puerta principal.
- ¿Cómo le va, José?
- Muy bien, Mirtha. ¿Y a usted?
- Muy bien, José, gracias. ¿Ha dormido bien anoche?
- Si, Mirtha, muy bien. La habitación es muy tranquila, y puedo tomar un poco de aire por la ventana si me dan ganas.
- Me alegra mucho, José. Usted es un buen hombre, y se la merece. A Dios gracias ya no están los travestis y las prostitutas. Ahora es una habitación silenciosa y acogedora.
- Si, a Dios gracias no están más. Gracias, Mirtha.
- De nada, querido, avíseme si necesita algo, ¿eh? Ya sabe que puedo ser su amiga, su hermana o su madre, si lo desea.
- Si, no se preocupe, Mirtha, muchas gracias. Dios la bendiga.
Se metió en la habitación desorientado y confuso por el cruce repentino con su casera. Cerró la puerta tras de sí, y luego de ponerle llave, guardó ésta entre el tirante del catre y el colchón. Tirado panza arriba, con la mirada fija en el techo, se preguntó qué clase de hombre era. Soy un hombre honrado, un hombre bueno y considerado; concluyó mientras sentía llenarse su corazón por la satisfacción de haber logrado un objetivo ese día, y al ritmo de la lluvia que comenzaba lentamente a menguar, cerró los ojos y concilió el sueño con placidez, persignándose antes, una vez más.

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