jueves, 8 de marzo de 2012

29 de febrero

29 de febrero

El aire todo estaba impregnado de mi abuela. Bueno, no literalmente de mi abuela, en cuyo aroma actual preferiría no pensar. Yo he escuchado por ahí que cuando uno se vuelve viejo, es como si se hiciera otra vez un bebé, como si la vida fuera un círculo o algo así. Tal vez por eso mi abuela decidió, a esta altura de su vida, volver a usar pañales. Pero ese mediodía que yo estoy recordando ahora, no olía a pañal.
Siempre tuve una memoria numérica casi infalible. Algunos me han llamado un poco en chiste, un poco enserio, "Pato, el memorioso", en honor al pobre Funes, que tan jóven era ya tan viejo, y se ve que fue niño, adulto y geronte todo a la vez. Funes olía a tabaco, chicle de frutilla, chocolatada, cerveza y feria americana. Todo a la vez. Pero el aire de ese mediodía olía a salsa bolognesa y harina. Era 29 de febrero, y desde las casas vecinas llegaba ese perfume a ñoquis que me teletransportaba a cuando tenía seis o siete años y me metía en la cocina de la nona a robarle unos ñoquis crudos, porque yo tenía hambre todo el tiempo, era como un animalito, y no podía esperar a que se terminara la salsa. La vida es demasiado lenta a los seis años y los ñoquis tardan demasiado tiempo en estar listos. Ahora tengo veinticuatro. Los ñoquis se hacen demasiado rápido, y no puedo ni tomar dos mates que ya tengo que andar buscando el colador.
Como decía, ahora tengo veinticuatro, y cada 10 de septiembre a la una del mediodía, un año más. Pero ese mediodía era 29 de febrero y yo no sabía cuántos años tenía. Con tanto olor a mi abuela por ahí dando vueltas, casi me meto en una casa de prepo a robarme un ñoqui de la mesada, lo que habría sido un gran error ya que no estaba la abuela cocinando, sinó un señor enorme peludo con pinta de mounstruo y cara de perro guardián; y menos mal que me cazaste del brazo fuerte y después de correr un poco y escondernos atrás de un árbol me dijiste: - ¿qué hacés? ¿estás loco, che? - y yo no pude responderte nada, pero sé que te clave mi par de ojos en ese par tuyo que yo desconocía, pero de algún lado me sonaban, tan bonitos, como marrones pero más oscuros que los míos que según me han dicho, son miel.
Y ahí me acuerdo que me contaste que el mastodonte peludo se llamaba Roberto Casartelli, y que era mejor no andar metiéndosele en la cocina porque uno no sabía bien qué podía llegar a pasar. Que el tipo tenía fama de ser medio malvado y que esos ñoquis que vendía, los hacía con dedos como estos: y me mostraste tu mano por primera vez y yo no pude creer que fuera tan chiquita, porque vos tenías la voz tan grave y firme que yo pensaba que eras una mujer de manos grandes y dedos fuertes. Si incluso todavía sentía como un dolor en el brazo del tirón que me habías pegado para rescatarme del tal Roberto.
- Además, no es muy lógico andar metiéndote en cocinas ajenas buscando comida - agregaste después de un momento de silencio largo, durante el cual yo iba de tus ojos a tu manos, de tus ojos a tus manos.
Hasta que pude hablar.
- Es que creí que eran los ñoquis de mi abuela.
- Es que huele a ñoquis por todos lados, Pato, a mi también me hacen acordar a algo, algo que no se bien qué es.
Y yo no se por qué, pero consideré natural el hecho de que supieras mi nombre y preferí no preguntar nada al respecto. Es más, creo que había olvidado ese detalle hasta ahora. Y cuando me preguntaste si no quería ir a comer un arroz con tomates cherri, berenjena y puerro a tu casa, te dije que si instantáneamente, que tanto olor a ñoqui me había dado hambre, pero yo no sabía si quería comer pastas, y que el arroz había empezado a gustarme y ahora era mi comida preferida. Y sonreíste grande y yo no pude dejar de mirarte la boca y de pronto sentí mis mejillas hirviendo de calor.
Fuimos a tu casa medio de la mano, medio de los ojos, y cuando llegamos me mostraste tu pieza que estaba desordenada pero no tanto como la mía y sentada en el suelo sobre tus piernas cruzadas me cantaste una canción que habías hecho. Yo pensé que tal vez podría mostrarte una mía, pero me dio vergüenza y cuando agarré la guitarra sentí como que era la primera vez que agarraba una, así que la dejé sobre una silla y me senté en tu cama a esperar que volvieras de no se dónde. Tal vez habías ido al baño, o tal vez, cierto, habías puesto el arroz a hervir.
Se ve que tardaste bastante, porque cuando volviste yo estaba medio dormido sobre tu cama desecha, y es que había un sol de media tarde que se colaba por la persiana, de esos que le dan sueño a uno, y sin decirme nada te acostaste a lado mío y me acariciaste la nuca de una forma que me dió escalosfrío, y me diste un beso en la boca. Y yo que nunca le había dado un beso a nadie sentí como chocaban tus dientes contra los míos y me quedé duro y entreabrí los ojos para ver si encontraba los tuyos, pero los tenías tan apretados que se te hacían unas arruguitas en los costados parecidas a unas que se me hacen a mi cuando algo me da mucha risa. Porque yo me río con los ojos, la boca se me queda toda dura como de piedra y después la gente anda diciendo que yo soy un chico muy serio.
De a ratos aprendimos a no chocarnos los dientes. Ya no tenía ni un poquito de hambre y sentí que me había quedado mudo para siempre y que no había otra cosa que hacer que dejar que tu lengua se entrelazara con la mía. Y yo me imaginaba que era como que bailaban, como vos, que cuando nos despertamos enredados a la mañana siguiente me dijiste que lo que más te gustaba era bailar, y yo quería verte, pero no me mostraste ni un pasito porque estabas muy apurada y tenías que irte a hacer un trámite que si o si había que hacer hoy, 1 de marzo.
Del olor a ñoquis con bolognesa ya no quedaba nada, y cuando me levanté fui hasta la cocina y vi que el arroz se te había olvidado en la cacerola con la hornalla apagada.

No hay comentarios: