miércoles, 12 de febrero de 2014

Corrientes

Hay algo de la muerte que me excita. No en sentido sexual, necrofílico. Una excitación plena, que no se concentra en un punto definido ni del cuerpo ni de la psiquis. Es la excitación de vivir la vida con fruición, sabiendo que a cada momento muere un yo anterior al cual me es cada vez más fácil faltarle el respeto. No hay mayor carga que la del pasado mordiéndome la espalda, agarrándome con toda su fuerza, diciéndome al oído cuánto me ama, cuánto lo amo yo a él, y cuán necesarios somos el uno para el otro. Ancla absurda, dolor de plomo que no se esfuma, como si todo sucumbiera al tiempo, menos lo que fuimos. Soy su instrumento, un títere muerto que en sus manos hábiles parece vivo, independiente y lleno de voluntad, pero todo eso es mentira. Una marioneta que responde a sus deseos, nada más, nada menos. Toda la fuerza vital gastada en hacer convivir en un cuerpo presente, las estructuras falaces que la mente conforma para mantenerme coherente. Pero no hay mayor incoherencia que tratar de meter el mar dentro de un vaso de vidrio. No hay mayor ilusión que creer que el mar es maleable, adaptable, reductible y geometricable. Los deseos actuales son restringidos por el miedo a perder la identidad, una identidad que nada trae de satisfactorio, pero que busca inmortalizarse como si fuera la cosa más importante del universo. El miedo a la muerte carcome toda la existencia. El miedo a que desaparezca el cuerpo, se traslada a cada acto banal y todo accionar es condicionado. El tironeo me desmembra. Hacer convivir la construcción de la identidad con las necesidades actuales es mi agonía. Lo que muere no puede ni debe ser salvado. La muerte debe trabajar con espacio, tranquilidad y confianza.
Tal vez por todo eso le dije que prefería que nos juntáramos en el cementerio, símbolo por excelencia de la inexistencia, símbolo de que nada en este mundo permanece y que aún siendo el lugar más tranquilo y más bello de todo Buenos Aires, está siempre deshabitado. Si íbamos a reunirnos en algún lado, éste debía ser el más próximo a un punto alejado de la tierra, de la mundanidad, del tiempo. Debía cumplir con nuestras necesidades. Teníamos que vernos sin el pasado condenatorio. Del otro lado del río. Si íbamos a juntarnos en algún lugar, debía ser en uno en donde pudiéramos sentir la muerte propia, para que lo que pasara a partir de ahí, fuera sincero, libre, descontaminado, y para que lo que debía quedar en el cementerio, quedara allí, descansando en paz, como una crisálida abandonada para siempre.
Nos encontramos en Lacroze y Corrientes algo después de las tres de la tarde y entramos. Recorrimos el barrio de bóvedas, las casas hermosas en donde viven los muertos que han tenido casas hermosas también en vida. Hasta ahí ha llegado su ansia de permanencia. El cementerio también revela quiénes han poseído más, quiénes menos. El número de flores por tumba no responde a esta característica. Algunas bóvedas sólo han recibido la visita de saqueadores nocturnos o de perros callejeros. Las tumbas ordinarias, por el contrario, no son atractivas en ese sentido. Inmunes al vandalismo, sólo sufren algún ataque climático esporádico. Vimos trabajar a unos carpinteros poco dotados, reconstruyendo algunas cruces derruidas bajo el sol de la tarde de fines de noviembre. Recordé que había llovido torrencialmente dos días atrás y me acordé de aquella historia que se cuenta del cementerio del barrio Mutén, en Neuquén, cuya tierra arcillosa es fácilmente arrasada por el agua. Una lluvia fuerte y concentrada, poco común en la zona, sacó a la superficie féretros y cadáveres por igual. Éstos bajaban muy campantes por la empinada Combate de San Lorenzo, rumbo a alguna zona más baja de la ciudad, que es el mismísimo río Limay. Imaginé el arsenal de carpinteros, canteros, ingenieros, paisajistas y sacerdotes que debían juntarse para reconstruir el cementerio de los muertos y la integridad de los muertos vivos y recordé que necesitaba encontrar un trabajo pronto. Construir ataúdes o ser sepulturero fueron actividades que pasaron por mi mente alguna vez, y que resurgieron al visitar el cementerio, pero el trabajo físico nunca fue de mi preferencia. Cierto es que no hay mejor clientela que los cadáveres, que se amontonan unos sobre otros sin parar.
Recorrimos las galerías de nichos. Ese punto del cementerio, entre todos los puntos, me resultó el más aislado del mundo. El edificio se desenvuelve laberínticamente, y si uno no le presta atención a la nomenclatura de cada zona, detallada en las paredes, es probable que salga por un lugar por el cual no entró. Son tres pisos altos, construidos bajo el nivel de la tierra, conformados por varios pasillos y con paredes repletas de nichos, cada uno de ellos con el mismo Jesús de metal crucificado en el centro de cada cajón de piedra. Su análogo arquitectónico en la vida, es el de un conjunto de edificios de clase media. A esta zona van a parar los cadáveres de la gente que vivió en los edificios de Barrio Norte o en los de Almagro o en monoblocks que no son como los de Dock Sud. En la zona descubierta del cementerio, también están las paredes llenas de nichos, pero éstos no reciben la atención que reciben los de la zona cubierta. Es la zona de las villas y los barrios bajos, en donde las tumbas de los muertos sufren la humedad, el viento, la lluvia inclemente y la desatención del personal encargado del cuidado, tal como le ocurre a su análogo vivo. Las paredes se ven sucias y las flores se secan más rápido.
Así como me distraigo y me dejo perder dentro de un barrio de monoblocks, me dejé distraer y me perdí en la galería de nichos. Recorrí y observé lo más que pude. Hay tanta información que desterrarla podría llevar la vida entera. Ya decodificarla conlleva un esfuerzo importante, un esfuerzo que mi mente no es capaz de realizar. ¿Qué significan las flores de plástico, las cartas que nadie lee? ¿Qué significa el tango que impregna el lugar, saliendo de las radios de los cuartos de limpieza? ¿Qué significo yo cantando (Música del Japón / avaramente / de la clepsidra se desprenden gotas / de eterna miel o de invisible oro / que en el tiempo describen una trama) por los pasillos, los damascos de los árboles del patio que está en el subsuelo inferior, los sonidos de los autos armonizando una melodía idílica? Reconozco el canto suave de los pasos de Irene. ¿Desde cuando lo reconozco? Trato de evitarla, de caminar por galerías distintas. Me gusta oírla, saber que está ahí y que a la vez no. Me gusta pensar que estamos tan juntos como separados, que eso ha sido así y así será siempre. Sé que todavía estamos de este lado del río, bordeando la orilla de una punta a la otra. Que del lado de enfrente parece verse el paraíso, y que a su vez, el paraíso es, como todo, impermanente y que no dista mucho del averno. Escuchar el agua salpicar contra el cuerpo de Irene, métrica, acompasadamente, me hace darme cuenta de que así se percibe el tiempo acá adentro. No hay, bajo la sombra de los techos húmedos que cubren las paredes de nichos, ningún otro indicador de que el tiempo transcurra. Las flores de plástico no se marchitan, las letras de las cartas no se borran, Jesús no resucita.
Me detuve ante un nicho que tenía una foto familiar y una carta con forma de señalador de libro, escrita con computadora y plastificada. La foto nucleaba alrededor de un hombre viejo, una familia grande. El hombre en cuestión se llamaba Tito, y en la carta se expresaban sus dotes de trabajador incansable, de bajo perfil, cuya única motivación era lograr el bienestar de los suyos. Él, estaba silenciosamente orgulloso de que sus hijas y sus nietos hubieran podido ir a la universidad gracias a su trabajo y su altruismo innato. Él, había superado el peso de llegar a un continente desconocido y meter las manos en el cemento y en el agua sucia del puerto. Él lo había hecho todo por los suyos. Los suyos, en agradecimiento, habían contratado a una mujer para que escribiera la suerte de epitafio. Nada había escrito sobre sus noches paseando por los cabarets de Balvanera, sobre sus borracheras interminables, sobre el desencanto que la vida le producía, sobre sus amantes, sobre su afición por hacer explotar sapos con sal y humo. Tito era un héroe y todos necesitamos serlo. Imaginé que podría dedicarme a eso: escribir textos formulares que describieran a las personas como los héroes que no fueron. Me dedicaría a llamar por teléfono a todas las familias de los muertos que yacen en los nichos. Ofrecería mi servicio de escritor, y por una pequeña suma extra, pasaría una vez por mes a dejar flores y mensajes personales. Si pagan mensualmente para mantener a sus muertos ahí, seguramente querrán enviar flores y cartas, yo podría hacer el trabajo, los muertos se sentirían más acompañados y los vivos mejores personas.
Irene me puso las manos sobre los hombros. Tenía las piernas mojadas hasta las rodillas. Vi que yo tenía las mías en las mismas condiciones. Decidimos subir, sin decidirlo, hacia la zona descubierta. Una caravana escoltaba el andar tranquilo de un auto fúnebre. Irene nunca había visto un entierro, así que la insté a que asistiera al primero de su vida. Llegamos hasta la capilla en donde se realizaría la misa y nos sentamos enfrente, en un banco bajo el sol. Ella intentó entrar pero la intimidad de la situación la devolvió a mi lado. Pensé que el gesto triste que cargaba en la cara, era el mismo que cargaba yo, aunque estábamos bien, con el sol como único indicador del mundo exterior. Hace tiempo ya que disfruto estar bajo el sol, que disfruto ese calor, pensé. Que ella declarara el mismo disfrute, como si adivinara lo que yo pensaba, me acarició el pecho. No hay para mi mayor sensación de enamoramiento que aquel que se origina como fruto de la conexión mental, aún con cosas tan insignificantes. La súbita sensación, aunque ilusoria, de no estar completamente solo.
Con la misma determinación con la que hacíamos todo, nos alejamos de la capilla en busca de un claro de césped que estuviera bajo el sol y lejos de las lápidas. En la galería veintiséis, o en la veintisiete, cerca de uno de los asentamientos, encontramos una zona arbolada, donde el pasto aún estaba húmedo. Necesitábamos fumar, porque para poder embarrarnos distraerse era fundamental, así que agarré mi bicicleta y fui en busca de cigarrillos. Salí por el portón de Guzmán y Triunvirato y compré un Phillip Morris en un kiosco de la estación de tren. Volviendo al cementerio decidí comprar también unas flores para celebrar la muerte del pasado. Gasté mis últimos diez pesos en un ramito de jazmines cortados antes de tiempo y volví lentamente, primero por el barrio de bóvedas, bordeando luego las paredes de nichos. Irene estaba acostada sobre una manta con los ojos cerrados y el agua hasta la cintura, pero nadie quería hablar de la inundación. El agua tomaría sus propias decisiones, empaparía a quien quisiera empapar y ninguno de los dos iba a poder a hacer nada para evitarlo. Habíamos llegado hasta ahí caminando por el medio del río. Éste, seguía su curso propio, incansable, irreverente, y no nos fue posible volvernos hacia atrás e ir hasta la orilla, aunque creo que los intentos que garabateamos fueron simulacros torpes y que mojarse estaba bien y era gratificante, y que meter la cabeza bajo el agua era lo que deseábamos. Meter la cabeza y todo el cuerpo y nadar hasta ningún lugar. Nadar hasta desaparecer.
Me senté a su lado, como si no me hubiera ido nunca, sabiendo que en realidad era así, que no había llegado, que no me había ido y vuelto, que no estaba ahí, ni yo, ni ella, ni el eucalyptus que nos refrescaba, ni el pájaro azul tornasolado que cambiaba de lugar imperceptiblemente, cuadro por cuadro. Sentí el poder de Irene. Acostada con los ojos cerrados era capaz de destruir el mundo en el que estábamos y construir uno de inmediato en el que yo no estuviera, o estuviera decapitado. Me moví con cautela, aunque deseando, casi en el fondo, que me destruyera.
Me señaló la estupidez de las hormigas. Quien la nota con tanta claridad, percibe la de los humanos con mayor exactitud. La nuestra, es tanto más evidente que la de cualquier otro ser vivo. Observó que una venía de lejos cargando un pastito gigante que bien podría haber encontrado cerca de la boca de su hormiguero. En vano traté de defender la conducta del insecto. En ese entonces no sabía que más adelante me vería defendiendo la conducta y la inmensidad de los felinos frente a la insalvable superioridad de los dragones, con la misma falta de talento y poder persuasivo que me coronó en La Chacarita. Es que a mi, ahora lo se, no me importaban ni las hormigas, ni los gatos, ni los tigres, ni los dragones. Irene destruye el mundo que me rodea y me habla de los muertos que mueren sólo para volver a morir. Para ella, aunque no lo sepa, los muertos que yacen en los nichos vuelven a morir y a morir de nuevo sin parar. Incluso creo que piensa que no renacen jamás. Que se hunden en el abismo interminablemente y caen en el precipicio de Hades, y nunca tocan el suelo. Lo supe allí, mientras yo silenciosamente contemplaba el ramo de jazmines que acababa de comprar y abría una flor cerrada. Fui separando pétalo por pétalo con extrema delicadeza hasta que la flor se abrió y perfumó el lugar. La hormiga estaba a mitad de camino. Irene tenía la mirada perdida sobre mi hombro. Yo miraba el suelo.
Mi muerte le produjo un desconcierto infantil. Cuando me preguntó cuál era mi mito preferido no supe responder, pero inmediatamente pensé en Asterión. Como con el sol, se adelantó. Dijo Asterión como quien dice cielo, como quien dice que disfruta el calor del sol. Me supe enamorado. Enamorado de la destrucción de mí mismo. Entregado al poder profundo de un alma vieja y sabia disfrazada de una mujer hermosa. Porque yo, aunque también la mirara por sobre el hombro, nos sabía hermosos, eternos.
Hay un beso que hace explotar todos los besos, que elimina los goces del pasado. Cuando sentí su lengua sobre la mía, sabía que estaba entregando el corazón por completo. Sentí, en cada arremolinamiento del cuerpo, como mis órganos iban siendo, poco a poco, suyos. El agua nos tapaba casi por completo. Intenté salir a respirar. No vi ni una orilla, ni una piedra, ni una hormiga, ni un jazmín. Me hundí con toda la lentitud de la que era capaz en ese momento. Todavía me busco en el cordón de la Avenida Guzmán. No estoy ahí. No estoy en ningún lugar. El agua cubre el lugar, pero nadie lo nota.
En El Cano y Forest le dije que de ahí en adelante deberíamos ver qué había quedado dentro del cementerio y qué afuera, pero sabiendo que yo ya no existía, que Irene había destruido todo lo que yo conocía, que el Patricio Banegas que me había acompañado, en apariencia, toda la vida, estaba disuelto para siempre, y que tenía su propio nicho en La Chacarita. Si algo de aquél había quedado, ella lo devoró en esa esquina. Yo se lo entregué con el placer que brinda el servicio perfecto, ese que se otorga y recibe de inmediato, cara oculta del amor.
Un Jesús de bronce, unas flores de plástico, un epitafio tonto decoran mi espacio. Irene me visita de vez en cuando. De reojo vislumbro su nombre bajo el Cristo de bronce de un nicho aledaño. Las nubes ensombrecen el hormiguero entregadas al mismo compás que antes. Las flores siguen cerradas casi por completo. Alguien tararea una melodía hermosa, alguien saca una foto perfecta. Bajo la sombra de un eucalyptus, dos cuerpos delimitan el espacio de Asterión. En El Cano y Forest, el universo colapsa y renace.
Hay algo de la muerte que me excita. No en sentido sexual, necrofílico. Una excitación plena, que no se concentra en un punto definido ni del cuerpo ni de la psiquis. Es la excitación de vivir la vida con fruición, sabiendo que a cada momento muere un yo anterior al cual me es cada vez más fácil faltarle el respeto. No hay mayor carga que la del pasado mordiéndome la espalda, agarrándome con toda su fuerza, diciéndome al oído cuánto me ama, cuánto lo amo yo a él, y cuán necesarios somos el uno para el otro. Ancla absurda, dolor de plomo que no se esfuma, como si todo sucumbiera al tiempo, menos lo que fuimos.

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