martes, 3 de febrero de 2015

Parténope

Parténope

Lo primero que le pregunté fue qué hacía ahí. Pensé en decirle también que recordaba haberla visto el año anterior, y también el anterior, pero tuve miedo de que me tomara por un psicópata, aunque era obvio, al menos para mí, que ella también me recordaba. Me dijo que le gustaba Saer y que a veces sentía que necesitaba conectarse con él de alguna manera que fuera casi física. Que sentarse a la orilla del Paraná, en ese rellano medio escondido, medio paraíso, era la única forma que encontraba. Le pregunté, con cierta intención maliciosa, si llevaba un osito de peluche en su mochila y se sacaba fotos con él, y me dijo para mi sorpresa, que había leído Modo linterna después de haber comenzado con sus visitas periódicas, y que debía haber mucha gente en el mundo tratando de encontrarse con Saer. Se sorprendió de que yo hubiera leído el cuento también.
Nos quedamos en silencio. ¿Tendría algo que ver Saer con ese sauce que estaba viendo yo ahora? Las hojas se movían chispeantes y por momentos el sol las hacía parecer plateadas. Una rama vieja se desprendió y cayó sobre el río. El sonido sordo del agua golpeada llenó el lugar. Cuatro, o cinco o diez ondas de desplegaron hasta deshacerse en la orilla.
-Pensé que venías por el barco – le dije.
-¿Vos venís por el barco?
-No sé.
Tenía la voz hermosa. No recuerdo su cara, es como si no se la hubiera visto nunca. Trato de concentrarme y dibujar en la mente sus facciones, pero se me vuelve imposible, inabarcable. Tampoco recuerdo sus ojos. Sólo sé que tenía las pestañas larguísimas. Cuando le rocé la mano, fue como tocar la arena caliente.
Vos venís por el barco. Vos venís por el barco. Vos venís por el barco. ¿Yo iba por el barco? Cómo saberlo. Que el lugar fuera casi inhóspito y que frente a mis ojos hubiese un barco abandonado en medio del río, me parecía, por lo menos, romántico. Pero no sabía qué era exactamente lo que me motivaba a ir tan seguido. Temí, por un segundo, que fuera ella.
-Acá no viene nunca nadie. Ni por el barco ni por nada – dijo.
-¿Cómo sabés?
-Te das cuenta. Olé.
Cerré los ojos. Traté de oler lo que ella olía, no estando nada seguro de a qué se refería. Entre el perfume de los pastos y los juncos mojados, se mezcló el del durazno, y debo reconocer que sentí el olor de la ausencia de algo, algo vital. Eso, claro estaba para mí, era lo que ella olía. Me sentí electrizado al verla de reojo respirar profundo y ver claramente que lo que se metía por su nariz era exactamente lo mismo que se metía por la mía. Un perfume liviano, suave. Todo el paisaje, todos los sauces, los ceibos, las espadañas y los frutales. Ahora pienso si no será ese el mismísimo olor que se huele al morir.
-Vamos al barco. ¿Sabés nadar?
-Sí, sé. – Contesté con más seguridad de la que disponía realmente, y le pregunté si ella ya había ido antes alguna vez nadando hasta ahí.
No me contestó. Me pareció que ella nadaba en ese río hacía tres mil años, que estaba hecha de la misma agua, de la misma arena. Medí la distancia que había desde la orilla hasta el barco. No parecía tanta y la corriente era tranquila. Deduje que no iba a tener ningún problema para llegar. Pensé por un segundo en los yacarés y las yararás y terminé súbitamente con el pensamiento cuando levanté la cabeza y ella, habiendo dejado su ropa tirada en la orilla, comenzaba a meterse en el río. Me saqué la mía y la seguí.
El agua, contrario a lo que había imaginado, me resultó extrañamente pesada. Pensé que la costumbre de nadar en el Limay, me estaba jugando en contra, que el Paraná tal vez fuera más barroso y denso. Me costaba patalear y bracear. Ella me sacó diez metros de distancia en algunos segundos, pero no aceleré. Nadar en el río es disolverse. El sonido lejano del agua que envuelve, la caricia constante.
Paré un segundo y me mantuve flotando. Vi que ella ya estaba llegando al barco. La vi trepar por el francobordo como un insecto que se pega a las paredes desafiando la gravedad. Ya en la cubierta, se puso un vestido sobre el cuerpo todavía mojado y se calzó. Sin mirar ni una sola vez hacia atrás, entró en el barco. Las luces del lugar se prendieron. Vi pasar su cabeza por la ventanilla de un camarote, y vi pasar también las de otras mujeres. Ninguna de ellas pareció percatarse de mi presencia. Comencé a nadar nuevamente hacia el barco, ahora con más fuerza.
Esta mañana me dijeron que los remolinos son traicioneros y qué los yacarés están atentos. Que tuve suerte de que un baqueano de los que conocen el río por dentro y por fuera pasara por la zona justo en ese momento. En el cambio de guardia, oí como un médico le contaba a su reemplazante, más joven, mi situación. Lo previno sobre la historia del barco y de la mujer, y le recomendó que me siguiera la corriente, que probablemente fuera producto del trauma, de la asfixia.


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