viernes, 8 de abril de 2011

Reflexión sobre la vanidad

Reflexión sobre la vanidad del músico y la pasividad del espectador.

Me he plantado en contra de los aplausos, las alabanzas, y todo ese rejunte de porquería mentirosa, desde hace no se ya cuánto tiempo. Me acuerdo que cuando lo descubrí, algo extraño sentí, como un nudo desatándose; esa sensación que imagino todas las personas deben haber sentido alguna vez aunque sea, esa sensación que sale a flote cuando la mentira se abre en dos, su corteza cae al suelo, muerta, y del centro sale expulsado ese perfume magnífico que dilata todo lo existente volviéndolo luminoso y vital, y te hace pensar: "si, creo que he descubierto una verdad". Generalmente el perfume vuela, desaparece, se escapa, se desintegra en algún momento, con uno mismo vivo o muerto, no importa tal cosa, eso pasa. Llueve luego sobre la corteza de la antigua mentira, sobre su crisálida orgánica en descomposición para darle vida a un nuevo y esplendoroso ser: una nueva mentira que crecerá y dará vida a los humanos de turno durante equis cantidad de tiempo; y nosotros le daremos ofrendas y cantaremos canciones, y bailaremos a su alrededor, hasta que ésta vuelva a morir, y el ciclo recomienze, por lo visto hasta la época, interminablemente.
Aún me dura la sensación de verdad aparecida algún tiempo atrás ante la incomodidad, en primer término, y luego futilidad del reconocimiento ajeno hacia mi música. "¿No te reconforta el hecho de que alguien te felicite después de un concierto?". No me interesa. ¿Motivos? Diez millones. Veamos algunos.
Confiar en el gusto de alguien que no sea uno mismo, tiene infinitudes de posibles percances, siendo bondadoso y no contando el primer gran escollo que enrealidad vuelve ya obsoleto el resto del análisis: alguien que felicita al músico por creer que fue éste quien le hizo oir la música que oyó, es alguien que no tiene conciencia de su verdadero lugar con respecto a la música, y por lo tanto, no oyó como es debido, y por lo tanto, su opinión no tiene sustento. No es al músico (compositor, intérprete, lo que sea) a quien hay que felicitar cuando la música que oímos nos resulta espectacular, sublime, emocionante, sinó a nosotros mismos, que la hemos oído y le hemos dado forma. Pero este análisis es leve a mi forma de ver, ya que por más pseudocientífico que pueda resultar, la responsabilidad de la belleza de la música, depende de la música misma. Así es. Uno no es más que un servidor de ella, que obra cual dios sobre nosotros.
Nosotros como trabajadores de la música, no tenemos otra cosa que hacer que bajar al mundo físico los sonidos que están sonando en un espacio aéreo (por llamarlo de algún modo) común. Que lo haga uno u otro individuo dependerá de sus capacidades para retener esos sonidos y pasarlos al papel, o al instrumento, o a la computadora, o al soporte que desee utilizar. Tener más o menos capacidades para hacerlo, o sea, haber conseguido esas capacidades, fruto de, en la mayoría de los casos, una ardua vida de estudio y profesionalización, no merece ninguna felicitación extra; sinó, desde ese punto de vista, deberíamos ir aplaudiéndonos los unos a los otros por las calles. Invito que esto suceda, pero mientras no ocurra, no le encuentro el sentido a un reconocimiento particular hacia los artistas.
Me pregunto por qué ocurrirá. Debe haber distintos motivos. El primero, y más general, debe estar referido a la necesidad de situarse bajo algún ente superior. En el caso de los espectadores desinvolucrados, ese ente no es más que otro simple humano tan idéntico a cualquier otro. En mi caso, dicho ente es, como dije, la música misma. Si el hecho de estar constantemente necesitados de alabar a algo o alguien es un problema, por el momento no tengo nada particular para decir al respecto.
Coyunturalmente, es distinto el tipo de reconocimiento que los fanáticos devotos brindan a sus ídolos dependiendo del ámbito musical en el que esten involucrados. En el caso de la música popular de baja calidad (podría enumerar muchísimos ejemplos, pero voy a intentar evitarlo) lo que sucede es particularmente desagradable. Es una de las expresiones más exacerbadas del mercado y la moda. Que los Rolling Stones llenen estadios en todo el mundo y sean tratados como dioses humanos, sean remunerados económicamente de forma exageradísima y lleven adelante una vida aparentemente demasiado sencilla, me parece una de las mayores injusticias producidas sobre la tierra. ¡¿Qué es lo que hace que a la gente le gusten los Rolling Stones?! ¡¿Alguien puede explicármelo?!
Yo creo que no puedo entenderlo. Lo que vislumbro, es que el amor que sus fanáticos entregan no está destinado a la música misma ni en un cero coma uno porciento, sinó simplemente a los artistas. Imaginemos que unos tipos que no son los Stones, suben al escenario y hacen sonar la música tal como la pensaron Jagger, Richards, o quien sea que sea el encargado de bajar esa música tan cercana a la tierra, a la tierra misma. ¡La gente les tiraría cosas! ¿Por qué? ¿Acaso no suena la misma música? ¿Es el show propio de Mick Jagger lo que quieren? Pensemos entonces en un excelente imitador de todos los movimientos y variaciones en la ejecución que tiene Jagger en su repertorio. Imaginemos un tipo muy parecido a Jagger bailando y cantando igual. ¿Gustaría? No. Todos quieren al verdadero Jagger ahí. ¿Por qué? No se. Jagger es el dios. En este punto, la música orquestal, de cámara, ensamble, etcétera; me parece más sincera, ya que da lo mismo quien sea el segundo violinista de la fila, y con menos diferencias, no importa demasiado qué orquesta toque La Mer, mientras lo haga bien. Aquí la música prepondera por sobre los intérpretes, aunque no aún sobre el compositor.
Y los estúpidos snobs a quienes detesto por sobre todas las cosas, aunque a veces me caen muy simpáticos, se vuelcan hacia dos posibles extremos: los que sólo pueden oir a Mozart y Beethoven, y los que quieren destruir todo aquello que tiene más de cinco años de vida. Este es su escueto rango de análisis. Son fanáticos de una postura ante los nombres que hacen a la música, no hacia la música misma. A veces pienso que si uno metiera en un teatro a todos esos tipos que van a oir un concierto sólo para poder comentar al día siguiente: "Oh, anoche fui a un concierto, Carlos", y les dijeran que se va a tocar alguna sinfonía muy venerada de Mozart, pero enrealidad se tocara, por ejemplo, una obra de Varese, saldrían del teatro diciendo: "Oh, Mozart es muy bueno" "Si, esta obra ha sido muy veneredada en 1790, y sigue siéndolo, qué orgullo poder asistir, doscientos años más tarde, a una ejecución en vivo" "Oh si, claro". Si. Nunca se darían cuenta de que sencillamente, esa música no sólo no era de Mozart, sinó que no era de esa época. Pero en fin, somos una máquina de repetir que no genera sus propios gustos ni sus propias ideas, y esto ocurre lamentablemente en todos los campos que requieren nuestro análisis.
Entonces, volviendo al punto: ¿Qué motivo hay, más allá de la asquerosa vanidad que tenemos pegada a nuestra espalda peluda de mamíferos inseguros espiritualmente, para ponernos contentos ante una felicitación por la música que hacemos? No veo ninguna.
Los malditos ególatras que somos los músicos, o, mejor dicho, los trabajadores de la música; cuando creemos que nuestra función en la tierra tiene algún sentido mayor que el de un oso koala, nos regocijamos ante las palabras de cualquier espectador que se acerque y nos felicite por lo bien que tocamos, o lo linda que fue la música, o, dios mio, juro que esto ocurre también: lo bien que nos movemos en el escenario. Y nosotros nos comemos todo ese puré de papas. Y cuando viene algún otro, y por no querer o no poder contener su sinceridad, o por querer herir adrede, o porque quiere sobresalir por sobre la mayoría, que suele felicitar y aplaudir sin criterio alguno, nos dice que nuestra música es una porquería, pueden suceder al menos dos cosas negativas en nosotros: que nuestro amor propio esté tan bajo y este individuo nos genere rechazo y nos den ganas de golpearlo, lo que algunos podrían incluso llegar a hacer, por considerarlo irrespetuoso, irreverente, y falto de buen gusto; o que nuestro amor propio esté igualmente bajo, y en vez de eso cambiemos radicalmente nuestro estilo musical, y en vez de bajar la música que nos es encomendada, comenzemos a copiarnos de la música que le es encomendada a algún otro y recalemos en ese tan típico lugar denominado plagio. Recomiendo eliminar el amor propio, para que este no tenga niveles. Repito: no somos los músicos los que hacemos la música, es ella quien nos hace a nosotros. Ni las ofensas ni los halagos deberían modificar nuestra obra o nuestra conciencia. Trabajamos para la música a cambio de ningún bien, y a través de ella para la sociedad, a cambio de dinero.
Entonces, ¿para qué tocamos en vivo? Por la música misma. Es su desición, su mandato, no el nuestro. Nuestra obligación como representantes en la tierra de la música que nos ha tocado traer al mundo, es hacerla sonar, para que no sólo nosotros mismos, sinó la mayor cantidad de gente posible, la escuche, la reconstruya, la disfrute, la deteste, baile con ella o se suicide.

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