viernes, 8 de abril de 2011

Rolly, rodeado de estrellas

Roly, rodeado de estrellas


Blandió el cuchillo que estaba sobre la mesa y atravesó con éste, la estela aclohólica que se había formado delante de su rostro tras un pensativo suspiro. El cuchillo dentro del frasco, bailaba inquieto, y epilépticamente removía el oleoso líquido intentando ensartar la carne del morrón, que escapaba con habilidad, resbalando por las paredes de vidrio cubiertas de gruesas capas de aceite.

Mozo sirva otra copa
de caña doble y en vaso grande

Un leve batido significaba problemas para oídos sensibles. La voz del desconocido que salía del equipo de musica en compañia de una guitarra de sucio sonido, superpuesta con la de Roly. Una textura barrosa. Insoportable. Roly, el boxeador. Roly, que introdujo un pedazo de morrón en su desdentada boca, se puso a masticar como una vaca vieja y ofreció otro pedazo a su visitante, mientras llenaba el vaso, calado púrpura, ya eternamente, con vino tinto, apretando la caja para extraer toda gota que pudiera llegar a quedar. Un espacio libre en el vaso fue destinado a la soda.
- Abrite otro vino, amigo - le dijo a su visitante.
Que sea una orden. Que todo sea una orden y ningún problema habrá. Tomó una de las cajas de arriba de la mesada, y la abrió con el cuchillo, aún aceitoso. Llenó su vaso. Roly, el boxeador. Roly, el vecino. Roly; puede tomar su propia nariz y aplastársela contra la cara, a tal punto que ésta deje de exisitir, que ambas dejen de exisitir, y al soltarla, como un elástico o un resorte, vuelva a su posición original, luego de unos cinco segundos de tambaleo veloz. Nariz bermellón, violeta, escarlata. Poseada nariz. Morcilla bombón cruda en medio de la cara. Enorme y moribunda nariz. Los morrones en el frasco, una mitad en el plato blanco, sobre la mesa. Jerónimo mira el morrón en el plato. Una aureola de líquido amarillo verdoso rodea la roja y tierna carne de la verdura. El aroma a vinagre penetra cada capa de su epidermis. Encoge los dedos de los pies con los ojos llorándole casi, y las uñas se le enganchan en la sueprficie de la goma de sus sandalias, molestia breve en la yerma carne virgen. Vinagre, verano, tan lejano verano. Fresco de lechuga y de repollo de bruselas, y brócolis, en vinagre embebidos. Un torrente de saliva, impulsado a la vez por el ayuno de dos días, se le forma en la parte de atrás de la lengua y con suma desición, ataca el plato. Carnoso y suave morrón en conserva, un trago de vino. Ah, claro, un poco de soda también. Y otra vez Roly hace desaparecer su nariz, y otra vez ésta regresa payasalmente reboteante. ¿Cuántos golpes ha recibido ese rejunte de cartílago, hueso y grasa, para alcanzar tal flexibilidad? En los cuadriláteros de constitución, en el club social y deportivo del barrio El Mondongo, de La Plata, en distintos gimnasios del atestado conurbano bonaerense, Villa España, Berazategui, Temperley, Adrogué. Pero también ha destrozado narices: ¡con estas manos! ¿Ves, amigo? Y Jerónimo vió los huesudos puños nudillosos, y el tatuaje en el antebrazo izquierdo, hecho con aguja y tinta de birome; "Roly", rodeado de estrellas.
La habitación de Roly es algo distinta a la suya, piensa Jerónimo. Se concentra en la alacena simil madera. Recortes de diarios con fotos de Omar Narváez en posición triunfal, con el protector bucal medio salido y ensangrentado, recubren una de las puertas del mueble. Hay un televisor, dos televisores. El resto es todo igual. Todo está encima de todo; cocina, cama, mesa, placard, cucarachas. Todo está en el mismo lugar, tal como están en su propia habitación. Más cosas, sí, pero más años. Son diez años contra dos días. Y a mi ya me conocen todos. Preguntále a cualquiera del barrio por Roly, y no sólo de este barrio. Andá a Berisso, allá, por la Avenida 66 al fondo, donde venden vino patero. Del mismo barril te lo servís, amigo. Al segundo vaso estás viendo doble, amigo. Y yo tomo, eh. De estas cajas, cinco por noche, o seis. Todas las mañanas una cerveza bien fría, de desayuno. Agarrá cigarros si querés. A la colorada, de la esquina, ¿ya la conociste? No, aún no la conocí, pero la conoceré. Colorada desprovista de piezas dentales. Su cuerpo, un rejunte de colgajos. Fuma en la esquina a las tres de la tarde, llevando su mejor vestuario, tarde tras tarde. Recuerda el comienzo, años atrás, íntegra aún, podía elegir su cliente, un pequeño lujo de vez en cuando, un pequeño orgullo, ante el espejo celeste enmoheciéndose, tarde tras tarde, a paso tan lento que... Colorada, sobria y respetable. Colorada sumisa. Ahora debía llenarse la boca con lo primero que se le cruzara. A la tarde noche, a veces se la podía ver aún seca, limpia, exhalando humo cada vez más gris, más espeso.
- Por treinta pesos, le hacés todo lo que querés, amigo. Pete y todo. Me gusta, porque lo hace todo calladita. Pero ojo que la tenés que traer callado, porque si te agarra Coca, te raja a la mierda...Mirá que Coca es vieja pero no boluda, eh. Te la traes a las tres o cuatro de la mañana, y a las seis la sacás cagando. Cuando la traigo a Marcelita, es distinto. Con Marcelita estoy hace once años, amigo. Ella trabajaba para Coca acá cuando la conocí. Marcelita...
Coca es vieja pero no es boluda. Coca tiene su pensión atrás, y su casa adelante. Compartimos el patio. Tiene a Roly de su lado. Conoce a Marcelita. Coca dice que cualquier cosa que necesites le avises. Coca tiene un perro, chiquito, que está a punto estirar la pata. Panchito. Pobre Panchito. ¿Por qué no te comés las cucarachas, Panchito?
Al día siguiente, Jerónimo vería a La Colorada, fumando en la esquina, con su cigarro yendo de la mano a la boca. Y vería el miembro de Roly, entrando y saliendo de la húmeda boca, y un hilo de baba, puente entre el glande y los labios rojos; y ella, sumisa, jóven vieja, recibiendo la descarga de semen en su garganta, con una potencia desconumal. Se limpiaría y volvería a la esquina, con treinta pesos más en su cartera y otros doscientos centímetros cúbicos de viscoso líquido masculino en su vientre. Y el Roly volvería al vino, con el alma aún más desgarrada. Pero qué más daba, ambos se necesitaban. Cuando Roly no aparecía por la esquina, porque Marcelita estaba dispuesta a acostarse con él una vez más, La Colorada sólo fumaba. Por eso odiaba a Marcelita. Bien o mal, Roly era su hombre, y su dinero asegurado. Extraña razón para continuar viviendo.
- Abrite otro vino, amigo.
Mismo procedimiento, ya sin morrón, pero con una curda incipiente en el cerebro jóven de Jerónimo Asperuez, que como un idiota, se anima a asegurar que es capaz de tomar más vino que Roly, y el boxeador se enerva, nadie es capaz de tomar más vino que yo, amigo, y menos un pibe, que nada sabe de la vida. Pero la cosa sigue y la estupidez no tiene retorno, y la borrachera se incrementa, y Jerónimo, aprendiz de cojonudo, sugiere una pequeña clase de boxeo, mientras una cucaracha negra grande como un gato, se desliza a toda velocidad por la pared, hasta que la zapatilla deportiva de Roly la transforma en jugo de cucaracha, en mancha de la pared.
Le brillan los ojos al boxeador. Le brilla la saliva en los labios morados.
- ¿Estás dispuesto a hacerme caso en todo? - pregunta con furia Roly, boxeador, vecino, quiere ser maestro. Quiere ordenar. Quiere sumisos. Recuerda a La Colorada y su tallo se mueve un poco.
- ¡Si! - dice el jóven borracho, con los ojos cruzados. Mira a la cucaracha aplastada. Otra corre sobre la mesa y esquiva el zapatillazo.
- ¡Me tenés que hacer caso en todo y ni se te ocurra pegarme porque te mato!
- ¡Cómo te voy a pegar! ¿Te pensás que soy un suicida?
- Bueno, más te vale pendejo.
Ya entrada la madrugada, descalzos en el patio en común, cincuenta, cien cucarachas observan una pelea desequilibrada, bajo el tubo fluorescente. Jerónimo en guardia por primera vez en su vida. Nunca pegó una piña, nunca recibió ninguna. ¡Los hombros levantados! ¡Cubrite! ¡Cubrite! ¡No me pegués! ¡Una pierna fija, adelante! ¡Pivoteá con la otra! ¡No me pegués, pendejo! ¡Cubrite!
Las manos abiertas de Roly caían como latigazos sobre la cabeza de su oponente, ahora al hígado, al abdomen. Las orejas calientes, enrojecidas por los palmetazos. Los gemidos provenientes de las habitaciones del hotel alojamiento de al lado, musicalizaban la contienda. Aturdían. En un momento, Jerónimo, logró ver el "Roly", rodeado de estrellas, y recordó quien era el tipo que lo estaba sometiendo a una golpiza. ¡Cubrite, pendejo! Piñas, cachetazos, alcohol, esa voz trémula, aguda y áspera de viejo sin dientes, de fumador y borracho, golpeándolo en la cabeza. Mano, voz, mano. El segundo día de Jerónimo Asperuez en su nueva pensión. Una pensión distinta, con cocina propia en su habitación, y solo dos vecinos. Vió entre los golpes el rejunte de cucarachas reunidas, alrededor del cuadrilatero. Roly furioso, arremetiendo, izquierda, derecha, izquierda. Roly luciéndose como en su juventud. El temible boxeador, al que todos conocen. Como si nunca se hubiera convertido en un borracho de cincuenta años, como si aún estuviera bajando a derechazos, a los pendejos de los clubes de constitución. Las cucarachas exaltadas, gritando, aplaudiendo, coreando: "¡Rooooly! ¡Roooooly! ¡Roooooly!" ¿Qué carajo hago en este lugar? ¿¿Qué?? Jerónimo logró detener uno de los ataques y tirarse hacia atrás, giró la cabeza hacia un costado, todo el patio moviéndose con lentitud, ocho cuadros por segundo, siete, cuatro, y vió entre las cucarachas, mezclado entre la multitud de los insectos sedientos de sagre, al Gordo Castellanos, gritando con la boca llena de comida y los ojos fuera de órbita.

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