domingo, 12 de junio de 2011

Bennun

Bennun

Puse algo más de dos mil pesos en mi bolsillo y salí a la calle. Creo que debe haber sido la mañana más fría que me ha tocado atravesar desde que vivo en Buenos Aires, y la primera idea que tenía en mente, caminar hasta la boca del subte más cercana, a unas quince o veinte cuadras de distancia, fue descartada inmediatamente al ver acercarse lentamente al colectivo número 5 por la Avenida Rivadavia. Subí y me senté, todo apachurrado, hecho una bola en mi mismo, como un gato, escondido bajo mi escaso abrigo.
Bennun...Bennun...Fuí pensando en Samuel Bennun todo el viaje. Al fin lo conocería. Sólo sabía que era viejo, y que tenía fama de estafador, avaro y tacaño. Que era dueño de muchísimas propiedades, entre las que se encontraba la casa que yo le alquilaba y un edificio de once pisos en Recoleta. Que le había iniciado juicios millonarios a tías, primas, hermanos; que no le pagaba ni en tiempo ni en forma a sus empleados y que su capital era, por lo tanto, inmenso y potencialmente aún más inmenso. Yo lo odiaba, no tanto por el repudio moral que una persona común puede llegar a tomarle a tan asqueroso individuo, sino porque a mi me había perjudicado directamente, al embaucarme con la casa que le había alquilado.
Hacía días que venía imaginando su apariencia. Un hombre alto, recto y fuerte, de semblante duro y rostro huesudo. Imaginaba su mirada fría y penetrante, su ceño fruncido y sus espesas cejas negras. Lo imaginaba sentado tras el escritorio lujoso de una oficina enorme opulenta y suntuosa, aunque sobria. Semi rescostado sobre su sillón de cuero, moviendo sus enormes dedos lentamente, metido dentro de su elegante e inmaculado traje negro y oyendo Dvorak mientras elucubraba alguna nueva estrategia que le resultara economicamente conveniente.
En ese Bennun pensaba mientras iba sentado en el 5, maldiciéndome por haber firmado un contrato con individuo tan detestable e invensible. Los billetes hacían un bulto inmenso en mi bolsillo, lo que no me permitía olvidar que los llevaba conmigo. Dos mil pesos. Así era como Bennun se llenaba de dinero, a costas de idiotas como yo, y a costas de la desesperación. Dos mil pesos tirados a la basura. Pagar el alquiler siempre me generó una especie de bronca e impotencia que pocas cosas me han generado. Exactamente eso: la sensación de estar tirando mucho dinero de una sola vez, para saber que al mes siguiente deberé volver a hacerlo, y así, al parecer, durante toda mi vida, o al menos una gran parte de ésta. Pensaba en todo lo que podría hacer con ese dinero si no estuviera rumbo a la oficina de Bennun, si fuera realmente mío, y no de él.
Al llegar al edificio, subí en el ascensor hasta el tercer piso, y busqué, entre la inmensa cantidad de puertas distribuídas por las paredes oscuras, la oficina número 315. Sobre el vidrio de una puerta igual a todas las demás, se podía leer la palabra "BENNUN", en letras azules. Golpeé suavemente y esperé unos pocos segundos. Al abrirse la puerta, un diminuto viejito decrépito similar a un escarabajo, me ofreció su mano y con una vocecita casi imperceptible se presentó:
- Bennun, mucho gusto.
- ¿Qué tal? Banegas.
- Tome asiento.
- Gracias.
Me senté en una de las dos sillas que había en el lugar. La oficina era austera, vieja y algo desordenada. Desde una radio cuya antigüedad rondaría los cincuenta años, un tango vetusto y melancólico musicalizaba la escena. Miré al viejo. Estaba ridiculamente vestido. Una camisa amarilla con rayas azules y una corbata violeta con círculos rojos convertían su imagen en una caricatura aún más absurda. Pensé por un momento que si me hubiera atendido desnudo, habría sido más serio. La ropa arrugada y gastada y pésimamente combinada, conjugaba perfectamente con el ralo bigote canoso que adornaba la cara flácida del senil hombre. Conté el dinero nuevamente delante del viejo, y al corroborar que la cantidad era la convenida, se la entregué feliz. ¿Así que para esto sirve este dinero?¿Para terminar así, viejo, insano y encerrado en una oficinita? Tomá Bennun, no lo quiero. No me sirve para nada. Los billetes me parecieron del Monopoly o del Estanciero. Tenían el mismo peso, y la misma validez: nula. Perdieron rápidamente el sentido que habían adquirido en algún momento, y de algún modo deshacerme de ellos me brindó una tranquilidad enorme. Él los recibió como si nada, intuyo que tampoco les encontraba demasiado sentido, y ensalibando la yema de sus dedos con la escasa saliba que ese cuerpo seguramente producía, contó nuevamente los billetes. Tiempo después, terminó el tango y la locutora presentó el siguiente, y Bennun me entregó un recibo que miré durante bastante rato, tratando de descifrar lo que decía, pero no pude. Tampoco importaba. Era un simple accesorio de la comedia.
Me despedí casi sin palabras de por medio y salí rumbo a la calle con dos mil pesos menos y la clara impresión de que mi vida sería larga y hermosa.

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