martes, 19 de julio de 2011

Desde la I.A., hasta la columna vertebral

Desde la I.A., hasta la columna vertebral

Establezco una línea. La formulo y la reformulo. La ecuaciono, le otorgo fórmulas matemáticas. Todas se disuelven. “te escurrís entre los dedos”.

Agarro la línea, la dibujo, la modelo con parsec, con tela, con acrílicos o sonidos. La cruzo vertical atravesándome la cara, horizontal cortándome a la mitad por el plexo solar. Me resguardo, por resguardar a su vez. La llevo para acá, para allá. Trato que me conduzca hacia algún sitio razonable. Se hace invisible y de alguna forma, me relajo. Reaparece y me come el cerebro con palos chinos, lento, pausado, entre muecas irrepetibles. Un palito se le disuelve entre en el índice y el pulgar y una carcajada relativiza la situación. Acá no pasa nada. Miráme. “¡Que lujo!” – pienso para mi. Me recuerda mi occidentalidad. Hace poco leí o escuché, no se realmente, algo sobre la sensualidad de occidente, la mentalidad de oriente, algo así. Puras mierdas. El occidente se cierra, el oriente se abre; es una cuestión geográfica. Igualmente, no viene al caso.

Me miro en el espejo y mi ojo derecho esta maquillado. Le paso agua y lo froto, pero la pintura no se va. No hay problema, de todos modos no quería borrarlo.
Mientras esto ocurre, casi en forma de loop interminable, viene ella y me acaricia las neuronas como nadie jamás pudo hacerlo. En ese instante, me pone una de sus tantas manos en el pecho, como para ver si aún hay algo moviéndose. Todos dudamos. Ella, yo, todas nuestras imágenes. Parece haber algo. En poco tiempo se acelera tanto que los vecinos se tapan las orejas. Yo no escucho nada. Todos mis sentidos están amarrados entre ellos. Necesito el respaldo de una silla, paciencia, y el cerebro en blanco para convertir la maraña en la línea antes descripta. El trabajo es tedioso y pronto pierdo el interés. Prefiero la maraña.

Las cosquillas comienzan a calmarse con la distancia, después de haber llegado al punto clímax, o punto caramelo, en juerga más barrial. Vuelvo caminado lento y no haciendo ruido con los borcegos, inevitable es preguntarme si está ahí, lo hago, y como siempre, está. Otra vez me acaricia los axones de un lado a otro. Los agarra con los dedos de los pies, se los mete en la boca mientras ríe. Yo lo disfruto como un nenito al que se lo puede seducir con una historia sencilla.

Me pregunto si ella es alguna clase de robotito diseñado por mí, si en realidad estoy soñando y no tengo la conciencia de esto. Me da igual.

A la mierda la línea, la ecuación, la robótica. Tengo las venas atadas con los axones, con los cabellos, las arterias y con cada falange en particular. Casi no me quedan movimientos voluntarios, ni ideas voluntarias, mucho menos voluminosas. La maraña me comió, y me siento tan volátil que me extraña no haber desaparecido por el cielo aún. Debo estar atado a algún palo, bien enterrado. Bien cómodo.

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