sábado, 9 de julio de 2011

Mar - 2009

Hacía ya bastante tiempo que el mundo se me había vuelto horrible, como para que el mar me produjera sentimientos románticos. Sólo me gustaba. No se por qué. Así que iba varias veces a la semana. Salía después de comer, cuando comenzaba la tarde y me pasaba unas cuantas horas sentado ahí sin hacer absolutamente nada.
Me tiraba en la arena, cerca de la orilla, en alguna escollera, o en las piedras que se asomaban cuando la marea aún no llegaba a su punto máximo de altura. Lo miraba, fijo, callado, a menos que apareciera un perro digno de atención con el que irremediablemente terminaba jugando, mordido y con arena hasta el culo mismo. Pero generalmente no aparecía ningún perro, así que observaba el océano y trataba de divertirme con él. Administraba sus repeticiones, su simetría. Una ola chiquita, otra ola chiquita, la tercera rompía con fuerza y recomenzaba el interminable ciclo. Era lo más parecido a no usar el cerebro. Era mejor que dormir.
Cuando me aburría de eso, miraba hacía atrás; edificios enormes, negocios apestados de personas tan inservibles como yo, buscando su tranquilidad y su calma en zapatos o cortes de cabello; yo buscando la mía al imaginarme sus movimientos y sus ambiciones, al beberme su sangre, al creerme Dios aunque sea por diez minutos. Sirviéndonos los unos a los otros. Ellos a mí. Ese, esa, a nosotros. Yo a ellos. Todos tan repetidos. Miles de autos, circulando sin parar. Ruidos realmente infernales.

La cabeza de nuevo para el otro lado. El mar.

No había caso. Ahora me entretenía otra cosa. Volvía a mirar para atrás. Volvía a los edificios, los restaurantes y los hoteles. Mar del Plata era un espectáculo maravilloso, y el invierno le sentaba muy bien.
Carteles publicitarios descomunales. Recuerdo uno que me llamó particularmente la atención: una mujer casi casi desnuda, mostraba un culo divino. A simple vista la cosa podía parecer muy evidente, lencería, o forros, o alguna de esas obras de teatro de revista que están repletas de culos magníficos... La publicidad era de agua mineral… No puedo ocultarlo, esto me resultó muy extraño. Pareciera que la desnudes femenina sirviese para vender cualquier cosa. Como si es esos tipos tan inteligentes que idean los anuncios quisieran decirte: “Viejo, lo que te hace falta y más deseas tener es una morocha como esta, hermosa, tetona, de no más de veinticinco años. ¿La querrás virgen también? ¿Inocente? ¿Puta de alma? ¿Tuya? No podés hermano. Esta mujer bellísima con su culo al aire no se parece en nada a lo que te encontrás cuando llegás a tu casa, si es que al menos tenés la suerte de encontrarte algo más que un gato blanco y unas botellas de vino vacías, o llenas, si es que tenés un milésimo más de suerte. Pero no te hagas problema, tomate esta botella de “X” agua mineral, comprate este auto, estos forros para usarlos con una prostituta, si es que por esas casualidades llegás a tener el dinero suficiente como para gastarlo en ella, o para hacerte una de lujo y al menos ahorrar en papel higiénico. Vení al teatro, fumá, tomá cerveza sin parar, drogate, cuidate de las drogas. Escuchá esta radio, mirá este programa…Fumá un poco más. Andá a Disco, o a Carrefour. A tal hotel, a tal restaurante. En fin, llená ese espacio tan vacío y amargo que deja la ausencia de semejante perra, adquiriendo cualquier producto de estos.”

Lo cierto entonces, es que no era el mar lo que más me gustaba, tampoco era la ciudad, sino el colage que armaban entre ambos.
Luego de unas tres o cuatro horas, ya no encontraba absurdos y divertidos juegos en la playa. Empezaba a hacerse de noche y el frío me mataba. Comenzaba a volver a mi casa, o a donde fuera muy lentamente. Caminaba por las avenidas, casi siempre por Independencia. Mientas más gente cruzara en mi camino mejor. Todavía no quería volver a usar el cerebro.
Una tarde en particular, recuerdo haber colocado mi atención en unos seres bastante extravagantes. Los primeros: una mujer, con tetas descomunales, más por su tamaño, que por su por su belleza. Era casi literalmente arrastrada de la mano por un… ¿Hombre?...no me animaría a constatar esta calificación. Un espécimen bípedo, que custodiaba que las voluptuosidades de su compañera-esclava no fueran divisadas por los penes de alrededor. Dueño de una mirada asesina. Una mirada que le prohibía a uno atreverse siquiera a mirar de soslayo a la pobre chica. Los bocinazos incesantes no me permitieron escuchar, lo que al menos parecía, un monólogo del macho. Sentí una lástima terrible. No se si por ella, o por él, o por mí.
Inmediatamente después, otra mujer, de unos ciento cuarenta centímetros de altura, ancho y profundidad, aparece ante mis ojos con un perrito diminuto. Parecían un chiste. Sus intentos por esconder su avanzada longevidad no tenían demasiado éxito, y una nube de perfume asqueroso y prácticamente visible, con mezcla de olor a acrílico, o plástico, nafta, o yo que se, casi me asfixia. Por un momento llegué a percibir un dejo de olorcito a caca. No podría asegurar si este se desprendía del culo del perro o de su ama.

Caminar por la calle es una actividad espléndida.

Tenía unas treinta cuadras para entretenerme mirando gente. Muchas veces me concentraba sólo en las piernas hermosas de las mujeres, en sus distintos caminares. En sus miradas. Me imaginaba a mi mismo penetrándolas a todas, de a una en una. En distintos lugares y posiciones. Pensaba en cómo cogerían. Me las imaginaba gritando de placer, o mudas, esperando que la situación se terminara de una vez por todas. Frías y aburridas conmigo y por mi culpa, o por la suya. O por el contrario extasiadas, pidiéndome que les acabe en la boca, pidiéndome que no me detenga. Sentía sus golpes, sus mordidas, sus caricias. Sus sarcasmos y su amor real. Su fragilidad y su poder. A veces hasta me imaginaba casándome con alguna. Unía su rostro y el mío para decantar un supuesto hijo en común. Las veía llorando, por mil causas, o riendo sin parar. Las veía de viejas. Gordas. Calvas. Añorando su belleza de antaño. Las imaginaba sufriendo por mí, o por un tipo cualquiera, o por otra mujer. Pero sobre todo las imaginaba sufriendo por ellas mismas. Solas. Desgarrándose de dolor por la ineludible vejez y por la belleza que caduca irremediablemente. A algunas, las menos, las imaginaba felices por estar vivas, por respirar, por haber hecho tantas cosas, por haber evitado el envejecimiento del alma, el único evitable y de veras doloroso. Felices por haber bailado y por seguir bailando. Por mantenerse hermosas. Por mantenerse ingenuas.
Pero en la mayoría de ellas veía la pura mierda. La mierda de haber confiado mucho en que eran demasiado bonitas como para acordarse de vivir hoy mismo. Las miraba, concentradas en Lanadalandiamisma, rogando sin darse cuenta, que el tiempo no transcurra, que su seguridad no merme, que el dolor no se las coma vivas. Que los hombres no dejemos de cogerlas con la mirada. No dejemos de desearlas. No dejemos de amar los más hermoso e intrínseco que poseen, su femineidad, pero cometiendo el gran error de depositar en su belleza pasajera esta femineidad.

Las mujeres son hermosas. Las mujeres hermosas que no saben que lo son, son ninfas difíciles de encontrar, por las que vale la pena dar la muerte misma de uno.

En esa época de sequía sexual que hasta había llegado a asombrarme, lo más cercano al sexo que podía obtener era eso. Imaginar.
Seguía mi camino, la calle iba vaciándose a medida que me acercaba a mi casa. Paraba en la rosticería de la esquina. Comía un sándwich. Tomaba un agua mineral. Fumaba uno o diez cigarrillos. Deseaba un auto. Deseaba una mujer.
Sentirme un humano más me ponía muy contento. Estaba listo para mirarme en el espejo nuevamente. Listo para darme cuenta de que en una tarde había envejecido cincuenta años.

1 comentario:

Anónimo dijo...

guau, muy bueno