lunes, 11 de marzo de 2013

Los pájaros

Los pájaros


La conocí en la escuela. Teníamos entonces once o doce años. Desde siempre sentí gusto por juntarme con mujeres más que con hombres, aún hoy, no puedo decir por qué motivo, aunque siempre me debatí entre distintas posibles hipótesis. La sensibilidad, fue la que mayor peso tuvo, pero hoy ya me parece un error. Es decir, una salida fácil. Ya no se bien qué es lo que diferencia a las mujeres de los hombres, pero no creo que sea la sensibilidad. De más grande le atribuí a ellas una conexión mayor con la naturaleza. Con la luna, con los ciclos, con el agua. Pero a medida que fui conociendo esos símbolos, me di cuenta de que también estaban relacionados conmigo, tanto, que eran yo mismo, y por lo tanto, lo eran todo. No puedo, a la vez, dejar de tener una mirada polar de las cosas, una visión dual. Alguna vez leí, que era esta mirada la que nos posibilitaba movernos. Izquierda, derecha, izquierda, derecha. Centro. Movimiento. Equilibrar para desiquilibrar para volver a equilibrar. Tesis, antítesis, síntesis. Es la forma de avanzar. Hombre, mujer, es una dualidad tan superficialmente simple, que resulta a veces el ejemplo más mundano para ejecutar el movimiento. Sin embargo, no me parece exagerado considerar éste, un combustible demasiado tosco. Ella, más allá, o tal vez no, de su condición de mujer, fue en aquel momento, la síntesis de todo lo que para mi valía la pena.
Entró en el curso en sexto grado, y como suele pasar, no se integró inmediatamente. Su condición tímida y retraída, la hacía pasar desapercibida, a pesar de ser la nueva compañera. La traté, cuando tuve oportunidad, cordialmente, pero sin inmiscuirme demasiado, pues yo era también bastante tímido. Más nos unió el colectivo. Ambos tomábamos el 12, que daba una vuelta entera a la ciudad yendo desde el centro, en donde quedaba mi escuela, hasta el extremo este, y luego, por fin, hacia el oeste, pero muy lentamente. El viaje duraba más de una hora, lo que era absurdo, ya que mi casa estaba a cuarenta cuadras de la escuela. Claro que en ese momento, para mi, era una distancia mentalmente inabarcable.
Pasó mucho tiempo, imposible saber cuánto, para que comenzáramos a sentarnos uno al lado del otro. Y más tiempo aún, para que comenzáramos a hablar. Casi ni nos mirábamos, pero me sentía bien con su compañía silenciosa, y creo que a ella también le gustaba la mía. Jugábamos un partido de ajedrez. Las piezas eran las manos, los párpados, la respiración. Ella bajaba en Moritán y República de Italia, yo una parada después, en Castelli. Y comenzaba a extrañarla apenas nos separábamos. Pensaba en ella todo el tiempo, toda la tarde y salía a caminar por el barrio para tratar de cruzármela casualmente, pero nunca ocurrió. A la mañana nos encontrábamos en la escuela, y ninguno se le acercaba al otro. Mis amigos no tardaron en transformarla en blanco de burla, claro que nunca frente a ella, pues en el fondo creo que le temían. Fue mucho más tarde cuando comprendí que uno lo teme a lo que no logra comprender. Será por eso que el humano es básicamente, miedo.
Un mediodía de lluvia, sentados en el fondo del colectivo, hablamos por primera vez. Hacía un frío tremendo, de junio neuquino, y ella me dio sus guantes de lana.
- Yo no tengo frío. Tomá.
Me sentí tan conmovido que los acepté, con cierto grado de culpa. Aunque no sabía lo que era la culpa, ni sabía lo que era el altruísmo, la primera me parecía tal vez una obligación, el segundo en cambio, me parecía la expresión más hermosa de la especie. Así que me enamoré de Victoria. Pero me enamoré tiernamente, como si fuera una hermana, o un amigo. Yo sé que los niños también se enamoran de mil formas distintas. Todavía me pregunto cómo es que los adultos se adueñan del amor y lo vulgarizan para terminar destruyéndolo.
Fuimos todo el viaje deduciendo palabras con las patentes de los autos. Los dos nos sorpendimos al enterarnos de que jugábamos a eso por separado, y nos preguntamos si todo el mundo lo haría. Recuerdo que ella formaba palabras para mi increíbles, cuyo significado desconocía. Por ejemplo, de la patente ECM, extrajo ecuménico, mientras que yo formé escama. De ella aprendí palabras como hipocondría, algarabía, deforestación, u orgasmo. Era como un diccionario, ya que no sólo conocía las palabras, sinó también lo que querían decir. Yo corroboraba al llegar a mi casa que las palabras existieran. Ella era incapaz de hacer trampa.
Luego comenzamos a juntarnos en una plaza del barrio en la que no había nunca nadie. Las plazas del oeste neuquino, en los años noventa, eran bellísimos terrenos baldíos. Ahora, por la información que me llega, ya no son nada. Si no son hipermercados, son terrenos alambrados bajo propiedad privada. Ahí leíamos cosas. Yo llevaba en general alguna enciclopedia ilustrada o algún libro de astronomía, ella llevaba cuentos fantásticos. Me mostró a Bradbury y a Poe, y a Cortázar y a Hesse. Yo le enseñé a jugar un ajedrez inocente. Ella me enseñó a jugar al tutti-fruti con categorías que yo desconocía. Aves, minerales, escritores. Victoria era mi amiga y mi maestra, mi compañera y mi guía.
Más tarde, conocí su casa, en la que nunca había nadie, porque los padres trabajaban todo el día, y ella era, según decían, lo suficientemente adulta para pasar el día sola. A mi la verdad que me pareciía lo mismo. La casa era hermosa. El jardín tenía flores y plantas, en el patio trasero había un árbol, al parecer un ciruelo que no daba ciruelas. Los ciruelos no tienen porqué dar ciruelas, me explicó. El techo era de tejas rojas y las paredes tenían el ladrillo a la vista. No tenían animales, lo que me sorprendió, ya que que en mi patio que era bastante más chico, vivían dos perras y dos gatos. Me dijo que lo padres no la dejaban tener mascotas, y que era una pena porque a ella le gustaría, aunque sabía que era peligroso.
- ¿Peligroso porque pueden morderte o qué? -le pregunté.
- No, por otra cosa.
- ¿Por qué?
Otro día me contaría, ahora quería que jugáramos a algo o viéramos tele. Yo aprendí a callarme de chico, así que no pregunté más.
Así empezamos a juntarnos también en la escuela. A sentarnos juntos en las clases y a pasear por el patio y los pasillos en los recreos. Mis amigos se sorprendieron al verme con la chica rara. Al principio se burlaron, pero defendí mi amistad con tanto ahínco que hasta ellos lo entendieron y se limitaron a burlarse puertas adentro. Yo era su único amigo, pero nunca me pesó. Ella era por sobre todas las cosas, muy independiente. Me acuerdo que a lo largo de toda mi vida, fui el único amigo de personas que eran realmente insoportables y demandantes, y con ellas sólo construía una amistad cimentada en la lástima y la compasión. Esta amistad, que nunca llegaba a serlo verdaderamente, moría antes de que saliera el sol. Con Victoria no se trataba de nada similar. Ella no tenía amigos por una razón muy sencilla: no quería tenerlos. Si algo me hace sentirme el tipo más afortunado del mundo, aún hoy, es que ella me haya elegido a mi para ser recibidor de sus dotes más hermosos. Me pregunto todavía si no pude haber sido un simple objeto experimental para ella. Si sería nada y más y nada menos que una deidad, un ángel, una alquimista innata.
Una tarde nublada y ventosa de octubre nos encontramos de urgencia en el baldío. Victoria tenía los ojos brillosos y pestañaba llamativamente poco. Un rictus amargo y profundo, y así y todo, un aura serena, brillante, hermosa y penetrante, más que nunca. Yo no hablé y por un largo rato, tampoco lo hizo ella. El viento nos acariciaba la cara y el pelo con violencia patagónica. Estuvimos sentados, uno frente al otro, un buen rato.
- ¿Te da miedo la muerte? - me preguntó sin preámbulo.
- No. ¿A vos?
- No, a mi me parece hermosa. Amo las cosas muertas. No es fácil encontrarlas. Me dan paz.
Y cuando fuimos a su casa, sacó un baúl gigante de abajo de la cama y me mostró su colección de pájaros muertos. Me explicó con pocas palabras cuánto amaba a esos pájaros. Me contó cómo había matado a cada uno de ellos, qué había sentido al hacerlo. Casi llorando me preguntó si para mi estaba mal. Me dijo que por eso me amaba, porque sabía que a mi nunca me parecería mal eso, porque sabía que la entedía y la veía completamente. Y me contó que el día anterior no había tomado la precaución necesaria, que el baúl había quedado asomando un poquito de abajo de la cama, que el padre lo había descubierto esa mañana mientras estábamos en la escuela. Que cuando llegó y fue al baño, uno de los pájaros estaba pegado en el espejo. Me conté que sus padres habían sido terminantes: si volvía a matar a un animal, tendría que pagar de una forma que no me quiso explicar. Me dijo que me fuera antes de que llegaran sus padres y nos abrazamos largamente.
No la vi ni al otro día, ni al siguiente, ni nunca más. Tampoco me animé a tocar su timbre. Ella me enseñó, entre tantas cosas, que a veces es bueno no preguntar ni averiguar, que la información llega sola, que uno sólo debe estar atento, que la muerte es hermosa, que el dolor verdadero es eterno y vital y que un ciruelo, no está obligado a dar ciruelas.

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