viernes, 26 de julio de 2013

Refugio

Algunas personas tardan sesenta segundos, otras tardan algunos días, pero tarde o temprano, ignorando algunas tristes excepciones, todos terminamos naciendo. El llanto sordo que peló mi abuelo al ser dado a luz, fue exactamente igual de largo, de profundo, de estridente y penetrante, que los gritos y los insultos que lanzó al cielo cuando al llegar a su casa, luego del trabajo, vió que ésta estaba completamente prendida fuego. El viejo, aprovechando que se le habían quemado los documentos, aprovechó y hasta el apellido se cambió. Dicen que decía a todo el mundo: "cuando un hombre pierde su casa, pierde también su nombre".
Todo sabemos, a esta altura del desarrollo de las terapias piscoanalíticas, que de nuestro árbol genealógico cuelgan las respuestas a nuestros actos como cuelgan las moras en febrero, ahí, bien cerca de la mano. Por lo tanto, a nadie debería soprender que cuando mi bisabuela paterna escuchó dentro de su corazón el grito desesperado de su hijo y vio en el cielo las llamas reflejadas en los ojos de su primogénito, recordó de inmediato el berrinche que había hecho su marido al ver como se alejaba del barco, la costa sevillana, que nunca más volvería a ver.
La cadena hacia atrás es interminable. Pero hacia adelante no falta tanto. Mi propio padre, asustado ante la idea de salir del útero, confundió a mi abuela haciéndole creer que sus ganas no eran de parir sinó de cagar, y la vieja, que vale aclarar pecaba de cierta ignorancia y no sabía que estaba embarazada de mellizos, lo parió en el mismísimo inodoro. Cuenta la leyenda que mi viejo se pasaba horas en el baño a lo largo de toda su vida. Nadie sabía lo que hacía, pero el tipo ahí estaba. De hecho, es curioso que mientras yo nacía, en escasos dos minutitos, el hacía su caca en el baño del hospital, en largo trabajo de media hora. Para mi, fue la forma más sincera de acompañar a su compañera. ¡Paramos juntos, amor mío!.
Yo nací rápido y dicen que no lloré. De chiquitito me cambiaron de ciudad, y entre los tres y los doce años debo haberme mudado alrededor de diez veces. Tampoco lloré esos desarraigos. Cuando en la adolescencia me establecí en una casa, decidí irme de a vivir a lo de un amigo, y entre los diesciocho y la actualidad, (tengo veinticinco) me debo haber mudado otras diez veces. Todo esto sin lágrima derramada. Sin embargo, he llorado al terminar un libro porque se terminaba la historia. Lo juro. Me pasó con Los hermanos Karamazov.
Mi experiencia genealógica me dice que el refugio coloquial y relativo es generacional, que trasciende una idea fija. Puede ser una casa, la piel, un amor, un hábito. Mi clan soportó la expulsión del útero, la pérdida de una casa, que lo saquen del inodoro, el final inexorable de un libro. Todos fueron lugares de paz y plenitud. Por oposición: la destrucción de estos lugares generó la máxima pena en cada uno de nosotros. Lo extraño es lo imposible que resulta librarse de la necesidad de refugiarse, aún sabiendo que todo lugar que uno habita está destinado a la destrucción y a la desaparición. Pero es que tal vez éstos sitios no sean nada más y nada menos que la extensión de nosotros mismos. La materialización de lo que intuímos que somos. El refugio más rústico del espíritu, hecho del espíritu mismo.

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