jueves, 12 de septiembre de 2013

La lluvia circular

La lluvia circular





Me había olvidado de la belleza de la lluvia. Sumergirte en lo mundano puede hacerte perder, desorientarte. El campo de visión se recorta y se disuelve la conexión con la belleza. Ésta yace dentro del propio ojo, pero a veces, casi todas las veces, la coyuntura produce ceguera. Los períodos son evidentemente cíclicos, en mi, y en cada una de las personas, pero temo, más por respeto que por miedo pueril, que haya un punto final, desde el cual ya no sea posible mirar nada más, en ninguna dirección.

Había olvidado lo que era empaparme en el medio de la noche y había olvidado también el resplandor lunar del asfalto brillante. La propia carne está hecha de cemento, pero uno elige, o cree elegir, que esto que está alrededor es ajeno. Los pájaros se ven bien en los árboles y las vacas muy monas en el prado. Parecen lo mismo. Nosotros estamos bien en el cemento, pero lo odiamos. También nos comemos la misma carne de la que estamos hechos, y todo se desenvuelve tan normalmente que nada de lo que suceda importa algo.

Es en la calle y bajo la lluvia, el lugar y la condición perfecta para ver disolverse todo lo que juntamos como hormigas para darle existencia a ese collage deprimente del cual terminamos muy orgullosos, tanto que le ponemos nuestro nombre. Ésto soy yo. Esta cacofonía insulsa de rejunte de diarios viejos, ideas ajenas, fotos de familiares borrachos, violadores, delirantes místicos, recalcitrantes onanistas, brujas octópodas dramáticas y manipuladoras, jefes fracasados. Ésto soy yo, y estoy orgulloso. Orgulloso de ser una repetición y un dicurso delineado. Orgulloso de llorar cuando todos lloran, de reir cuando todos ríen, de protestar cuando todos protestan, de morir cuando todos mueren. Estoy orgulloso de ésto hasta que se larga a llover y en la calle quedan unos pocos. Y corren y saltan los desde cordones de la vereda hasta la mitad de la calle eludiendo los charcos con gracia. Chapotean y cantan. La lluvia incita al baile. Es sólo el comienzo, un vislumbre de lo que será la revolución de la existencia, condensada en cinco segundos, en dos décimas de segundo. Un pantallazo, un vaso de agua fresca, una correntada de viento en medio de la cara. Es Dios haciéndote respiración boca a boca. Dios hay días que te ama, aunque los más, te olvide.

Y en la calle todo se vacía. Los lugares vacíos me fascinan. Las obras en construcción, las casas abandonadas, los locales prendidos fuego. Una especie de espíritu apocalíptico me comanda, me conduce hacia adelante como poseído, pero poseído por mi mismo yo-hecho-agua. Soy el apocalípsis y el génesis. Durante cinco segundos, durante dos décimas de segundo, que son la eternidad. Es el esplendor de la muerte el que me guía. La muerte brilla por sí sola y reúne ella sola toda la belleza. Es la misma que se disfraza de invierno y gesta en sus entrañas una primavera gorda y pinchuda que te sonríe desde su cuna de flores y pieles desnudas. Es tan obvio el ciclo, que como todo lo obvio, optamos por obviarlo. Yo voy siempre hacia adelante, decimos. Somos burros belicosos y parlanchines.

Por costumbre y amor al oficio, por ser descendiente directo de la repetición, tengo una hoja mojada y una lapicera en el bolsillo y me meto en un bar. Un lugar conocido, que es como un álbum de fotos o una biografía de facebook que reune la historia decrépita de la imagen humana y la mezcla con el perfume del amor. Pienso un rato en la mujer que me hizo conocer el lugar y consigo sentarme en la mesa en la que nos sentamos la primera vez que fuimos, junto a la ventana. El mozo de siempre se acerca serio, con esa cara de tipo de mierda que carga, pero siempre tan servicial. Por costumbre y amor al oficio le pido un whisky y por amor al queso, un sandwich. En el bar me siento libre. El asfalto sigue brillando a través de la ventana. A mi alrededor, la clientela ronda los sesenta años y ya posee un envidiable porcentaje de alcohol en sangre. De todas formas no quiero emborracharme, es sólo que desde afuera las fiestas se ven más divertidas que participando de ellas. Aunque en realidad, si hay algo que desearía sería bailar. Bailar toda la noche sobre el piso y sobre las mesas. Descalzo alrededor de un fuego tribal o con zapatos lustrados en medio de una milonga de barrio. Pienso un poco en la mujer con la que me gusta bailar y emborracharme. Pienso en el baile milimétrico, engranado, de su mente y la mía y en el baile físico, el del cuerpo, y en el caminar incansable que nos unió alguna vez. La veo sentada frente a mi explicándose, explicándome. La veo pasar por la ventana, bordeando los charcos de agua. Me embobo lentamente, me amilano, y lentamente siento empastarce mi sistema neuronal. Empiezo a dudar de si la ví alguna vez, de si alguna vez caminamos por la calle hablando del mundo. No sé tampoco si alguna vez nos besamos, si alguna vez me dijo algo hermoso. El whisky llega justo a tiempo y me devuelve al estado mágico de la disolución, me mete dentro de un diamante familiar, impenetrable, a través del cual me gusta ver.

Acá en el bar uno puede pensar y expresarse con claridad. En el departamento, incluso coronado por la más pura soledad, no es lo mismo. La carencia de espejos obstruye un pensamiento más límpido. Estar rodeado de gente hablando es como estar en soledad en medio de un jardín de ciruelos perfumados. Se puede pensar y comer con desenvolvimiento. Los lugares comunes son denigrados por el mismo tipo de cerebro que desdeña la suerte, que es atribuída por éste a los mediocres. Ese cerebro débil, que no es capaz de producir absolutamente nada más que ideas lógicas sobre artefactos concretos. Pero los lugares comunes son, como la suerte, arquetípicos. El legado de Júpiter, a través de los tiempos. Un bar de viejos emplazado en una esquina oscura de la ciudad, es un bar de cualquier ciudad, de cualquier planeta, de cualquier tiempo. En el beben a la par Dylan Thomas, Homero Simpson y Mostaza Merlo. Es una fuente de inspiración inagotable. La meca del pensamiento, el templo del espíritu hambriento. El departamento es bueno, sobre todo si es ajeno y uno lo está cuidando, pero la falta de espejos te conduce a la pereza, y la pereza te hace anhelar la costumbre. En la casa uno quiere una comida típica, sexo típico, o al menos internet. Es como dispararse en la cabeza cuatro tiros con una escopeta doble cañón. Todo se reconstruye. El espíritu vuelve a esconderse en los intestinos y la personalidad se conforma de nuevo tan rápidamente que si no estuviéramos tan acostumbrados explotaríamos a causa del cambio de presión. Ya tenés un candidato político a quien entregarle tu tiempo, tu confianza, tu fanatismo idiota, ya podés gritar los goles de Independiente, si es que logra meter alguno, ya podés volver a extrañar lo que decís que amás. Ya podés irte a dormir.

En el bar, en una noche de lluvia de finales de invierno, te das cuenta de que no te tenés más que a vos mismo, y que ni siquiera es tan fácil tenerse a uno mismo. De que todo lo que pensás que sos, no sos. La disolución. Éxito. El Rey se acerca su templo. Es propicio cruzar las grandes aguas. Es propicia la perseverancia. Vivir en disolución quiero. Sentirme en mi casa en cualquier lado. El bar es un riñón de la calle, el bar es el mundo, es un útero cobijante y amoroso. La calle es el mundo. Con sus muertos rondando por todos lados, sus fantasmas benévolos, sus caballos alados, su azaroso orden cósmico que me enriquece, me llena los bolsillos hasta que rebalsan. Algunos pocos se agachan a recoger lo caído. La mayoría tiene la mirada clavada en un horizonte nasal. El bar, la calle y el cementerio de La Chacarita son el mundo. El barrio cubista del cementerio, constituído por mil casitas de mil muertos. Las tumbas que alojan muertes tempranas, las cruces asimétricas de madera podrida, los precipicios de cemento, las pequeñas iglesias vascas, las judías. Los forros usados, las botellas de vino, el olor a ceniza. El cementerio está más vivo que la calle a las cinco de la tarde. Pasear en bicicleta por ahí, es la disolución. Sentir el júbilo de no ser nada, llueva o no.

Fojar el terreno yermo del no ser, encontrarlo y darle forma. Los lugares existentes, hasta los bares y los cementerios, te incitan a ser alguien, a conducirte, a vestirte y a hablar con determinada gracia, tanto hacia adentro como hacia afuera. Si en dichos lugares además hay personas, la exigencia puede ser intolerable. El doble filo del espejo. Si uno logra desindentificarse, no hay molestia. Siempre está la máscara, más o menos perfecta, más o menos al alcance de la mano, que te salva. El báculo mágico o el bastón cachiporreidótico, dependerá de la imaginación y la fuerza y la destreza de la forja del arma. La gracia de la máscara, la sutileza de la lengua, el calor de las caricias, el tintineo de las sienes, la velocidad del paso, la suavidad de la mirada.

Cada vez que camino se abre un abismo. Es excitante y tenebroso. La excitación de desconocer, lo tenebroso de encontrar lo dejado atrás, otra vez, y otra vez. Lo espeluznamente de caminar hacia adelante fundiéndote con cada vos mismo que se te cruza por el camino, y como la imagen de un espejo te posée, te penetra y te hace suyo. Lo excitante de estar despierto para eludir esa imagen. Gambetear como en el potrero, con habilidad deslumbrante y estética fina o a los ponchazos y a pura sangre, pero gambetear al fin. La imagen de yo mismo me interpela y pretende construirme, estancarme, detenerme y aniquilarme. No la quiero. Amo la vida pero no me gusta del todo como está dispuesta, al menos en su puesta escénica superficial. El aburrimiento la decora, le da forma y se la termina comiendo. Le tememos más a la muerte física que al aburrimiento, pero es éste el verdadero vestuario de la muerte. Su burdo maquillaje. La sangre debe hervir, aunque sé que mi voluntad no es mía, que yo soy el designio de algo mayor, un soldado descerebrado con un corazón potente sirviéndole a no se quién. Vivir tratando de descifrar qué se quiere de mi, y quién lo quiere, es vivir en el centro de las cosas, en el corazón de la tierra, en la ladera del abismo. Dios es una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. Pienso que soy el descerebrado tratando de destruirse a si mismo. Estoy tratando de destruir con un martillito de bondi a esa gárgola que contiene el jugo y la pulpa de un fruto dulce. La piel de la estatua es dura y parece impenetrable. Da la sensación de ser infinita. Destruirla es como intentar hacer un pozo eterno en la arena cálida. Un pozo que se llena y se rellena y se recontrallena a si mismo, constantemente. He soñado que mis extremidades eran cortadas y se regeneraban solas, sin parar. La mano cortada daba paso a un muñón del cual salían deditos que pronto eran mis dedos, igual de finos, igual de largos que antes. Una cómoda pesadilla.

Tras la ventana del bar el asfalto sigue brillando. La calle es el abismo. En la esquina se disuelven el tiempo y el espacio, si existieron acaso alguna vez. No hay signo que designe el presente. No existe año ni lugar. Son todas las ciudades, todos los tiempos, condensados en una intersección. Aca desfila la eternidad y se vive la inmortalidad. La sensación de la infinitud del tiempo es tan fuerte, que cualquier tipo de fin se vuelve irrisorio. Es el ciclo, el amo y señor de la disposición de los eventos. No moriré nunca, lo sé. Lo que no sé es si habré nacido aún. Al costado de mi mesa pasa Dios caminando con dos mujeres, cada una a un lado. Los tres están borrachos, y todo es tan normal. Hablan insensateces. Vienen del sexo o van hacia él. La insesatez de la charla lo demuestra. Sólo el sexo, o el amor que también es asunto de los dioses, puede justificarla. Del otro lado del cristal un tipo acuchilla a otro por venganza, éste muere lentamente desangrado, a mi me queda whisky en el vaso y medio sandwich en el plato. Lo veo desangrarse, y veo a la policía limpiar las manchas de la vereda y pronto pasan otros tipos caminando. Acá no ha pasado nada. Escucho a alguien llorar su muerte. El llanto me resulta conocido, pero no recuerdo haberlo escuchado nunca. Pronto cesa. Todo es normal, demasiado normal. Todo esto fue vivido, pasado y olvidado. Volverá a ocurrir. ¿Hay alguna forma más vívida de percibir la libertad? ¡Pero si ni siquiera mi voluntad, tesoro y orgullo de los hombres volutivos, es mía! Nada puede volverme más libre, más volátil, màs diáfano.

No elegí la carne ni el cemento. No elegí los bares ni la calle, ni tampoco elegí la naturaleza. No elegí nacer, ni sé siquiera si lo hice alguna vez, pero curiosamente tampoco elegiría morir. No me elegí a mi mismo. Por qué me muevo, es tan misterioso como el por qué vuelan las abejas, ladran los perros, rugen los truenos, explotan las estrellas.

Termino mi segundo whisky y mi segundo sandwich. No me quedan más cigarrillos. Pago la cuenta y me abrigo. Afuera todavía llueve, y seguirá lloviendo mañana. Guardo el manuscrito, aún mojado en el bolsillo de mi chaleco. Una vez, en Mar del Plata, hace tres o cuatro años, me cortaron el cuello y la oreja con un vidrio, sin ningún motivo, por puro arte del azar. Puedo afirmar que el dolor no existe y que la sangre es caliente y espesa. Recuerdo vívidamente ese acontecimiento azaroso mientras estoy parado en la esquina del bar, esta vez del lado de afuera. Mastico la bronca de no haber podido vengarme y me suenan las muelas. Cierro los ojos y levanto la cabeza para sentir la lluvia en la cara y en la cicatriz. La calle es un abismo, excitante y tenebroso. La fría hoja de acero de un cuchillo largo entrando por mi estómago hace que me desplome. No abro los ojos. No hay sopresa. No hay ánimo de defensa. Son cinco segundos, dos décimas de segundo, la eternidad toda. El dolor no existe, la muerte tampoco. Todo sucede a través de una ventana. La historia la escribiré después, si es que aún no ha sido escrita. Dejo de masticar la bronca. La venganza está cumplida, y creo, aunque no hay mayor incertidumbre, mayor motivo de desvelo, que está cumplida en el cuerpo correcto.

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