sábado, 18 de enero de 2014

15 de mayo de 2012

15 de mayo

Quiero descubrir cómo es que funcionamos, o al menos, como es que funciono. Hay un bache. Entre la cima de la montaña más alta de todas, y el pozo que linda con el centro de la tierra, hay un bache. En la cima se ve todo tan de lejos, que pienso que hasta puedo ver mi propia coronilla, allá abajo, como un pequeño punto, como si fuera la cabeza de un alfiler vulgar e inservible. En el fondo del pozo hay sólo oscuridad. Todo es negro y es difícil, casi imposible, imposible imposible imposible, ver algo más que no sea el resabio de alguna onda cerebral lúcida entre la maraña de ondas cerebrales engañadas, expulsadas como cañitas voladoras, por la inaptitud de los sentidos. Ambos sitios son inaccesibles para la concienca. Son pura emoción, puro volcán interior, pero retrógrada, centrífuga, rehinchapelotas. ¿Cómo hacer funcionar la máquina en medio del bache? En el bache uno está suspendido, no hay tierra y el cielo se ve un poco, ahí, un cénit demasiado alejado. Pero la mente está tan clara, que uno ve el cielo que quiere ver. Y entonces, la imaginación brota, fluye. Todo se acomoda en medio del aire. El pozo, la cima. Todo queda a la misma altura. Todo a la altura de mis ojos. Manejo la extensión de la montaña, la vuelvo enana, un bonsai de montaña, un cúmulo de arena y rocas. Con los sedimentos tapo el pozo, tanto que formo un bonsai de montaña indéntico al anterior. Me centro en el pequeño valle. Las montañitas me llegan a la cintura. Puedo ver las dos cimas. Son exactamente iguales. Me pongo a dar vueltas hasta marearme, hasta perder el sentido de orientación. Ya no se cual es la montaña original, cual el pozo tapado de más. Son tan iguales. es el momento perfecto, el lugar perfecto, la lucidez perfecta, puedo hablar. Veo, siento el aire escabullirse entre los cortos pelitos de mi cabeza rapada. Me hace cosquillas. Centelleo y recentelleo. Y así, con un esfuerzo tan mínimo, un sin esfuerzo, la naturalidad de mi carne congeniada con los pensamientos más eruditos de que puedo disponer a esta corta edad, permite que la carne misma se agriete, se abra, explote, y no es sangre lo que sale. No. La sangre está en las montañas. Cada una de ella está llena de sangre como un conito de dulce de leche cubierto con chocolate está lleno de dulce de leche. Mi carne en cambio expele la fuerza, explota y llueve amor para todos. Las montañas son regadas con el júbilo de mi despertar conciente. Me veo las manos, me veo los ojos. Mi amor nutre las dos montañas, y las esclaviza. Ahora son mías. Son mías. Yo hago lo que quiero con ellas. Las fertilizaré. Plantaré dos hermosos arboles, o tal vez cuatro y un jardín de gardenias y de crisantemos y de amapolas. Y lo regaré con el agua de la que estoy hecho. Agua de poder, agua de flor y de amor. Agua roja y azul y violeta. Mi lava, la lava del volcán que soy. La lava de la conciencia de la cual puedo sentirme orgulloso, al menos durante cinco minutos más, por favor. La mesuradora. Soy un agrimensor, un agricultor un ingeniero agrónomo del amor. Voy a llenar esas montañas de raíces fuertes, raíces supremas, para que siempre se queden así, como están, por bajo mi cintura. No quiero un precipicio adelante de mi. No quiero la sombra de una montaña monumental. Quiero este valle, es el valle en donde mis ideas se vuelven indispensables. Soy el creador. Este es mi universo. De aquí en adelante, puedo escribir o inventar una canción, amar a una mujer o a un perro, ver el valle desde la ventana de mi habitación.

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