martes, 6 de diciembre de 2011

Una morocha de esas que en este barrio no ha visto nadie

Una morocha de esas, que en este barrio no ha visto nadie

-¿Sabés qué pasa, Raúl? Las minas son desagradecidas. - Roly hizo una breve pausa y le dió un pencazo sólido a su bebida. Una pequeña gárgara. - ¡Desgradecidas! ¿Te acordás vos de cuando empezamos con Marcelita? ¿Te acordás que veníamos al club bien seguido? Ahí si que era compañera la turra. Ahora se anda haciendo la no se qué.
- Ya han pasado varios años, che. Dicen que es común que haya recaídas...
- ¡Trece años! - interrumpió Roly.
- Faaaa...trece años... - Raúl limpió pensativamente un vaso con un trapo casi desecho y dedujo - Yo no se cómo aguantás vos, Roly. Yo por eso nunca me engatuzé. Yo no se qué es eso...o se me olvidó. ¿Tan caliente te tiene a vos?
- Y, amigo, son años. ¿Sabés cuántos años tengo yo?
Roly se acercó a su amigo y lo miró fíjamente, los brazos rectos, sostenían su cuerpo hacia adelante por sobre la barra del bar. Una nube verde caca unió sutilmente su boca con la nariz de Raúl, que acogió el familiar aliento fétido como si fuera propio. Éste, fijó su mirada en Roly. El rostro inmóvil, como de hielo. Sólo la boca desdentada se movía tiritante entre la laberíntica cartografía que delineaban los profundos surcos y los poros de la narizota abiertos como los agujeros de un pedazo de gruyere. La mirada fría, ligeramente cubierta de una película acuosa le generó una tristeza onda, que olvidó medio segundo después. Roly continuó.
- Yo se que no parezco, pero tengo cuarenta y nueve pirulos, amigo.
- ¡Faaa! ¡Cuarenta y nueve! ¡Vos si que estás bien! - Nadie podría asegurar si Raúl estaba tratando de ser amigable e inteligentemente exclamaba lo que los oídos ajenos querían oir, o si realmente creía en lo que decía. De todas formas, eso a nadie le importaba. Ni siquiera a Roly.
- ¡Ja! ¿Qué tal amigo, eh? Vos estás hecho mierda. ¿Cuántos tenés vos?
- Bueno, Roly, tampoco seas tan hijo de puta...
- ¡Pero decime eh! ¿Cuántos tenés vos? - gritó eufórico.
- Cincuenta y cuatro.
- Y si, amigo. Vos estás hecho mierda. Parece que tuvieras diez más. ¿Sabés por qué, eso? Porque nunca hiciste nada de deporte. Por eso yo estoy así que parezco un pibe.
Un trago final y una levantada brusca de la banqueta pusieron a Roly en guardia, que se floreó por el salón como un pavo real dando saltitos con su pie izquierdo siempre adelante. Una piñas razantes golpeaban cada una de las moléculas de polvo que una cortina orginalmente blanca, y ya y eternamente gris, dejaba entrar a cuentagotas. La joroba de dromedario macho cabrío se erguía por sobre su huesuda cabeza, dejando los hombros ridículamente expuestos. El plateado brillo del gel, hacía relucir su escaso cabello y destellos metálicos rebotaban de pared en pared en compañía de los chirridos de las zapatillas friccionando el piso de cancha de basquet, y el eco continuo que trasladaba violentamente las palabras: yo, soy, el, campeón, roly, carajo.
- Carajo, este si que está en forma - refunfuñó entre dientes Raúl.
-¡Vení a pelear contra mi! - gritó Roly desde la otra punta.
- No, dejate de joder. Si no me puedo ni la espalda...
- ¡Dale no seas maricón! ¡Vení a pelear contra el campeón!
- No, no quiero. Vení, sentate. Sentate acá, Roly. - Raúl abrió otra caja de vino tinto y llenó el vaso hasta la mitad. Encaró el sifón metálico y tiró un largo chorro. Roly se abalanzó como un tigre ágil y le arrancó el sifón de las manos revoleándolo contra una pared cercana. Una cucaracha se acercó velózmente y sorbió una gota de soda.
- ¿Qué hacés, pelotudo? ¿Cuánta soda le vas a echar?
- Bueno, che. Vos te calentás de la nada...
- ¡No, amigo! Las cosas son de una sóla forma. La soda usala para limpiarte el culo. Mirá, flor de zapán tenés de tanta soda.
Raúl bajó la mirada tímidamente. Su camisa desabrochada dejaba entrever un gran vientre cubierto de vellos canosos. Se abrochó los dos botones que le quedaban. Uno saltó con violencia hacia el lugar del suelo en dónde estaba el sifón. La cucaracha atinó a darle una probada y se desinteresó inmediatamente. Las cucarachas y los humanos se parecen bastante, se dijo a si mismo el hombre.
Un largo silencio cobijó el lugar.
- Las minas son así, Raúl. - sentenció Roly pensativo.
- Bueno Roly, pero vos no tenés que ponerte mal. Vos te tenés a vos mismo. Me tenés a mi...
- Claro que me tengo a mi, amigo, pero...¿A vos? ¡Si vos nunca te cruzás a visitarme a la pensión!
- ¡Pero si! ¡Si yo voy día por medio! Vos viste que acá yo no puedo irme mucho del club. ¿Quién atiende si no?
- ¿Acá? ¿Quién más viene además de yo? Acá no viene nadie.
- ¡Si! ¡Qué no va a venir nadie! Roberto viene casi todos los días.
- ¿Qué Roberto?
- El que vende autos - dijo Raúl como arrepintiéndose en el camino.
- ¡Casartelli! ¡Ese hijo de re mil ni me lo nombrés! ¡Muerto tendría que estar! ¡Chanta, gitano hijo de puta!
La cara de Roberto Casartelli cobró forma en la memoria de ambos.
Roly recordó su Fiat Super Europa marrón claro, fundido a mitad de camino de vuelta de San Clemente del Tuyú. El auto le había durado demasiado poco. Una semana después de firmarle los papeles a Casartelli, pasó a buscar a Marcela por la casa y enfilaron para la costa. Pasaron dos noches de otoño en un hotel tres estrellas del lugar, frente a la playa. El campeón dió vueltas sobre la arena enredado con su mujer y vió el nublado atardecer fundirse con el gris marítimo, y le prometió amor de telenovela. Comieron cada noche en el restaurant vacío. En el baño, él agitó su lengua presurosa bajo la larga pollera arremangada de Marcelita, y con su sopapuda boca de planta carnívora medio moribunda, extrajo el viscoso líquido que se desaparramó por las rollizas piernas de su amada. Ella le prometió amor de telenovela, mientras hundía los dedos en el graso cuero cabelludo de su hombre; y la calurosa tarde en la que se encontraban volviendo a La Plata, le devolvió el favor con fervor religioso. Mientras ella se limpiaba las comisuras entre carcajadas y él se acomodaba el joggin, el auto dejó de andar repentinamente. La aguja del tablero que marcaba el índice de aceite, nunca fue de interés para nadie, y pronto la soleada tarde se ennegreció con el humo que salía entre las aberturas del capot. Roly pasó del miedo a la furia en un pestañeo, y el sentido original del matafuegos cambió a igual velocidad. No había fuego que apagar, y tampoco había con qué apagarlo dentro de rojo tubo, por lo que Roly prefirió usar el duro y pesado envase como apagador de su furia, y en dos minutos se encargó de destruir las ópitcas delanteras, la chapa del capot y los guardabarros, el parabrisas y el amor de su mujer; amor lastimado profundamente con las astillas de los vidrios que saltaron y le cortajearon la piel de la cara. Marcela tardó demasiado tiempo en comprender qué ocurría, aún estaba envuelta en las risas del sexo. Roly concibió esta actitud como una burla y una falta de respeto e inteligencia, y decidió ajusticiar a su mujer de la misma forma en que había ajusticiado sobre el ring a varios pibes, allá, en su juventud. Con ambos ojos morados y entrecerrados, Marcela terminó de dilapidar cualquier atisbo de cariño, y se prometió a si misma, odio de telenovela, para Roly y para todo el mundo.
La policía los condujo hasta un pueblo cercano, en donde podían tomar un micro para continuar con la vuelta. Roly, policía retirado, Roly, a mi acá me conocen todos, no tuvo inconveniente alguno. Cuando sentado en el asiento del micro, del lado del pasillo, su bronca mermó un poco, besó y acarició tiernamente los ojos lastimados de su nueva ex-mujer. Ella recibió inherte cada baboso besito aceitoso y se metió lo más adentro que pudo. De esa forma calmó un poco el dolor de los golpes y examinó de cerca el dolor de su espíritu, que al igual que todo, pasó de dolor a bronca en un suspiro y cobró definida e inamovible forma de venganza, lenta e infecta.
- Perdoname, Marcelita.
- Si, Rolando.
Al regreso, Roly esperó a Casartelli en la verdulería de la esquina. El verdulero era amigo en común de ambos. Verduleros, amigos de todo el barrio. Casartelli no apareció hasta dos semanas después. En lo que duró el viaje de Roly y Marcelita, el vendedor de autos había logrado colocar un Renault 18 y un Peugeot 504, éste último pintado de un bordó reluciente y podrido mecanicamente, y una moto cero kilómetro cuya fuente de adquisición es difícil aseverar. El negocio fue bueno, el mejor que hice en mi vida, comentaba, y rajó a Mar del Plata como un rayo. Su esposa se quedó en la casa encargada de los negocios. Roly la visitó, pero la vieja sólo atendía por la ventana enrejada y evitaba hablar con alcohólicos.
- Roly, fue una cosa imprevisible. La aguja andaba, después dejó de andar. No es culpa de Roberto. Es un poco culpa tuya, que no revisaste el aceite.
Roly, como todos, confiaba ciegamente en Hilario Fuentes, el verdulero, y pronto olvidó y corrió a un lado su bronca dejando paso al dolor, y pronto corrió el dolor, dejando paso al alcohol, y pronto corrió el alcohol, dejando paso a la cama y a la Colorada. La Colorada abrió sus piernas vacías y dejó entrar a los restos del campeón, y en su matriz trató de darle vida y forma nuevamente.
Raúl, por su parte, recordó su soledad, la muerte de su perro, las cucarachas dominantes y siempre presentes, el desamor. Bajó la vista y miró el botón restante enredado en un pelito apendejado, y esperó que esa tarde apareciera Roberto Casartelli, la única ruta de salida mental.
Por algún motivo, Casartelli optaba por ir a comer y beber al club y esbosar esporádicas palabras insignificantes y carentes de contendio. El silencio era su expresión allí adentro, y Raúl encontraba entonces, al receptor ideal de toda una pena que no era capaz de explicar ni comiéndose un diccionario de la Real Academia, lo que transformaba cualquier discurso en una paparrochada inentedible y aburrida. De alguna forma, Casartelli se alimentaba de eso. Su cuerpo y mente necesitaban de ese nutriente inclasificable. Los hombres y las cucarachas nos parecemos demasiado, pensó Raúl, al ver a una que pasaba caminando errante por sobre la mano distraída de Roly.
- Voy a tratar de pasar a visitarte un poco más seguido.
- Más te vale, amigo. Tengo unos morrones en conserva que están para chuparse los dedos - dijo Roly llevándose la boca a la mano, movimiento que asustó a la cucaracha, cuya vida comenzó a esfumarce enseguida, al recibir un pisotón violentísimo que se oyó en todo el barrio.
- Bicho de mierda - sentenció el campeón, y agregó: - Así son las minas, Raulito. No se entienden ni ellas. Ni ellas se entieden.
El silencio otra vez. El vino otra vez. Nada de soda.
- Tomá, ponete el compact este. Es una muerte esto sin música. Poné, poné.
Rolý sacó de su bolsillo un Cd y se lo dió a Raúl, que a paso cancino, se dirigió hasta el equipo de música, introdujo el disco y pulsó "PLAY".

Mozo sirva otra copa, de caña doble y en vaso grande
para ver si a esa china, que se me ha ido, puedo olvidarla.
Era una buena moza, de ojasos negros, y buenas carnes,
una morocha de esas, que en este barrio no ha visto nadie.

Los dos cantaron a coro sobre la grabación, como de costumbre. Raúl centró su atención en la cucaracha que moría patas arriba a un costado de la zapatilla de Roly. La cuarta caja de vino estaba en marcha. La cucaracha pronto dejaría de mover las patitas y se secaría para siempre. Las hormigas vendrían a devorarla, o tal vez otras cucarachas.
- Los humanos y las cucarachas nos parecemos demasiado - volvió a decirse a si mismo, mientras los ojos humedecidos se le perdían entre la cortina gris.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Buenisimo, me encanto. gracias

pato dijo...

Gracias a vos.