sábado, 13 de octubre de 2012

El entierro

En un principio consideré que contarlo sería un error. Albergaba dentro de mi una sensación extraña, como de irrespetuosidad, sacrilégica acaso. En fin, una sensación difícil de adjetivizar, tal vez por falta de vocabulario propio, tal vez por falta de vocabulario de la lengua que me ha tocado en suerte. Lo cierto es que luego de meditarlo por algunos días, me decidí, reconozco, sin motivo concreto aparente, a escribirlo. Claro está que me entrego a ser calificado de apócrifo, pero verdaderamente, poco me importa. La sensación tiene una raíz, insisto, menos inteligible, al menos para mi. Durante lo que creo que fue la etapa primaria de mi sueño de la noche del 8 de abril, soñé que estaba solo en una casa de tipo colonial, ubicada en un lugar abierto, mediando la tarde. Bien podría ser alguna zona rural de la provincia de Buenos Aires, a un costado de la Ruta 2 o de la 3. Tenía irresistibles ganas de ir al baño, pero un miedo irracional e infundado de levantarme, de moverme siquiera, me detenía. Sin embargo, luego de un momento largo de indecisión, forcé mi propio temor, me levanté y fui a hacer pis. Volví acostarme y de inmediato sentí la vejiga hinchada otra vez, motivo por el cual pasé nuevamente por la misma situación. Volví a derrotar el miedo, a levantarme y a orinar, saciarme y volver a acostarme. La situación se repitió, si mal no recuerdo, cuatro veces. Luego de la última repetición, desperté, en mi casa del barrio de Floresta, en mi habitación real, con las mismas intensas ganas de orinar. Como en el sueño, sentí miedo de salirme de la cama, pero lo hice de todas formas. Encendí la luz. Todo estaba normal: algunas de mis ropas desperdigadas por el suelo, junto a mis libros, cuadernos y calzados. Los contornos eran más difíciles de apreciar, pero le atribuí esa condición al sueño recientemente interrumpido. Me dirigí al baño, viaje incómodo que demanda pasar por el patio de la casa, y me miré en el espejo con precaución: nuevamente, todo estaba normal. Suspiré aliviado. Pensé, por pensar nomás, en si sería ese un gesto aprendido o sería de origen espontáneo. Al evacuar sentí mis ganas definitivamente satisfechas y volví sosegado a mi dormitorio. Ahora me resulta ilógico, pero al encontrarme el espectáculo que me encontré, lejos estuve de sentirme atemorizado. Casi contrariamente, la indiferencia y una fría naturalidad se apoderaron de mi. Sobre mi colchón estaba acostado yo mismo, y a mi alrededor y encima de mi cuerpo, yacían los cadáveres de doce gatos. Me acerqué para tomar mi propio pulso, es decir, el del individuo tendido que era yo, y no me resultó extraño que no sintiera ninguna señal de respiración, más aún al encontrar una pequeña navaja clavada hasta el fondo, a un costado de la nuez de Adán. La removí un poco para ver si era posible retirarla. Fue en vano, pensé que tal vez se trataría de una hoja dentada, bastante gruesa, y que la misma estaría incrustada en la carne como un anzuelo. Un hilo muy fino de sangre oscura y fresca chorreó de la hendidura. Dando por sentado que hubiera una, extraño, pues nunca la hubo en mi casa, fui hasta el patio y agarré la pala. Los ruidos de los autos llegaban esporádicamente desde la Avenida Rivadavia. Volví a mi cuarto nuevamente, coloqué la pala contra una pared y cerré la puerta. Retiré con mis manos las tablas de pinotea del suelo. Éstas se desprendían con llamativa facilidad, como la piel de una mandioca tierna, y cavé absorta pero serénamente, un pozo lo suficientemente pronfundo. La tarea fue sencilla y discreta, pues no había, como ahora pienso que debería haber habido, aunque admito que no despunto en absoluto por mis conocimientos en albañilería y construcción; ni cemento, ni ripio, ni piedras, ni malla sima, ni tierra dura; sino una especie de arena blanda, fina y blanca, cálida a la vista y al tacto, cuya manipulación me resultó muy simple y hasta podría decir, placentera. Cuando hube terminado de cavar el pozo, cargué mi propio cuerpo, que era sorprendentemente más liviano de lo que hubiera imaginado y lo acomodé en el fondo. Lentamente fui colocando los gatos dentro, uno por uno, con extrema delicadeza. Todos estaban muertos. Me aseguré de ello. Algunos estaban rígidos como una piedra, otros, los menos, tenían heridas fatales en el cuello o en el abdomen. Tapé el pozo con la misma tranquilidad y lentitud con las que lo había cavado, procurando recordar lo más detalladamente posible los gestos y razgos rígidos de mi propia cara. La contemplé unos segundos. Una tristeza profunda me invadió de pronto, cuando ya casi todo el rostro estaba por quedar definitivamente enterrado. Era la primera vez que veía un muerto de cerca. Sentí pena por ese individuo que bajo los poderes de una voluntad extravagante, fuera ésta propia o de un tercero, se encontraba de pronto a punto de quedar sepultado. Y me sentí enojado por la muerte de los gatos. Ellos, no cabía la menor duda, no se habían suicidado. Al notar que los párpados del cadáver se abrieron y cerraron dos o tres veces, y que la boca rozó la pronunciación de una palabra, eché velozmente, sin pensar, sin querer pensar, una palada más de arena sobre la cabeza, y luego otras tantas. Apisoné la tierra con fuerza y situé los tablones de madera nuevamente en su lugar. Me pareció esuchar un gemido sordo, pero preferí atribuírselo a mi imaginación y la suceptibilidad que la situación me generaba inevitablemente. La velocidad y la prolijidad con que logré acomodar las maderas del piso, a pesar de los nervios que de golpe me habían acometido, me llamó poderosamente la atención. Logré tranquilizarme y me dediqué a observar mi trabajo. Parecía que ningún pozo hubiese sido hecho allí nunca. Desprestigié el factor de que las sábanas tuvieran restos de sangre, y me acosté rendido. Estaba extenuado y sentía los músculos algo entumecidos. Dormí todo lo que quedaba de la noche, largamente. A las siete y media de la mañana sonó el despertador. Estaba amaneciendo y me sentía enérgico. Fui hasta el baño, hice pis y me cepillé los dientes, mientras pensaba en el sueño que había tenido. Recordé la casa del campo, mi habitación, los gatos, mi cuerpo, la pala, el pozo. La sensación de realidad era ahora fuerte, los contornos se me aparecían claros y las ideas limpias. Vi que en las habitaciones contiguas, mis compañeros de casa dormían. Como durante la noche, se oían, ahora más fuertes y constantes, los ruidos de los autos y los colectivos, que llegaban desde la calle. Volví a mi habitación y me vestí. Hasta ese momento no se me había pasado por la cabeza mirar hacia mi cama. Las manchas de sangre me resultaron, otra vez, indiferentes. Agarré las sábanas y las metí en una bolsa de residuos negra que saqué de inmediato a la vereda. Agradecí que la sangre no hubiera traspasado hasta el colchón. Comprobé con meticulosidad que el piso estuviera estable y no tuviera manchas. No presentaba falla alguna. Lamenté no encontrar ni en la pieza ni en el patio, la pala. Pensé que tal vez habría quedado bajo las tablas de pinotea. Me puse las zapatillas, y salí rumbo a la estación Floresta del Ferrocarril Sarmiento, en dirección a Once.