sábado, 18 de enero de 2014

24 de mayo de 2012

24 de mayo

Anoche, me acosté muy cansado, muy temprano, a eso de las ocho. Desperté esta mañana cerca de las seis. Un sueño me despabiló. Otra vez los gatos y la nada interior. Estábamos Laura, alguien más, era una mujer, y yo, en un casa. Tal vez fuera ésta, la de Floresta, albergue actual de todos mis pensamientos, actuales, y seguramente albergue eterno del resto de los pensamientos de mi vida. Había un gatito entre nosotros. Ahora lo recuerdo como si fuera Megabyte, el gato que teníamos acá hasta hace poco, y que desapareció la noche del 5 de abril, cuando en una fiesta alguien dejó que saliera a la calle. No volvió, claro. Yo tampoco lo habría hecho. La cuestión del sueño, es que el gato me miraba como traspasándome los ojos, me decía, no hablándome, sinó con la mirada, o con la mente, una especie de telepatía animal, que él estaba solo. Yo le decía que estaba conmigo, que yo estaba con él, pero el insistía: estoy solo, vos estás vacío. A Laura la miraba de la misma manera. Ustedes no tienen nada dentro, parecía decirnos, y recalcaba, estoy solo. La tercera persona, la mujer que no recuerdo, entraba en la habitación, y el gato corría hacia a ella a dar y recibir caricias. Con ella estaba muy a gusto. Luego quedábamos Laura y yo con el gato de nuevo, a solas, y el animal se retraía. Nos miraba con indiferencia, pero no total, con una especie de cuidado. Yo me esforzaba por demostrarle al gato que podía confiar en mi, que tenía algo para darle, pero él se rehusaba a acercarse. Estoy sólo, y ustedes también, parecía decirnos. Solos y vacíos.

21 de mayo de 2012

21 de mayo

Sin espíritu guerrero no se llega a ningún lado. No hablo de llegar a un punto inventado, como puede ser la felicidad o la tranquilidad o todos esos desastres utópicos que nos inculcan desde chiquitos, en especial nuestros padres, diciéndonos: sólo quiero que seas feliz. Mierda, como si la felicidad fuera algo que existe en vez de una simple quimera que hasta de definición parece medio cínica. Un mundo rosa en donde todo lo que ocurre es una caricia suave. Chúpenla y rechúpenla. Esta es la guerra. En la armada te mandan a matar y ser matado, en esta, cotidiana y tal vez por eso más abominable aún, te mandan a morir día a día. ¿Quiénes? Todos a todos, y eso es lo peor. Todos nos mandamos matar entre todos. Nos relacionamos en base a la falta, siempre detestándonos, a menos que nos sirvamos para algo los unos a los otros. Pero no nos servimos los unos a los otros, sinó que le servimos a la configuración que defendemos estúpidamente. Le servimos al trabajo innecesario. Yo vendo música en el subte. Dos temas por vagón. Pasada de gorra. Y así durante tres horas, diciendo el mismo discurso, tocando un repertorio acotado. Es divertido, claro, muchas cosas lo son, pero hay momentos, casi siempre un momento al menos en cada vagón, en que el sinsentido de estar haciendo algo tan pero tan repetido y absurdo, me deshace. Los nervios, la pasión, las ganas, la coherencia. Todo eso me deshace. Y en esos momentos, tal vez es cuando toco mejor que nunca. Cuando no es odio o ventajismo lo que me hace pelear, sinó simplemente las ganas de sobrevivir, cueste lo que cueste, y sobrevivir tanto así ahora, para apenas me libere de Buenos Aires, consiga la liberación también del subte. ¿Para qué? Para entrar en otra cárcel, una nueva, en la que encuentre diversión por la mayor cantidad de tiempo posible.
Esta es mi guerra. Trabajar para no morir, por ahora, para morir al fin. Ya no quiero esperar nunca más una salvación berreta simientada en nimiedades. Al fin y al cabo, todo lo que ha aparecido a lo largo de la historia, y fue usado para sanar, cuerpos o almas o mentes o lo que en cada uno desee creer, ha fallado, eternamente. Desde artefactos hasta filosofías. El puro vacío. De la muerte no se escapa. Las caricias hacen bien. Los besos. Como mamíferos cerebro de barro que somos, eso nos hace bien. Ese confort es inigualable. Para nosotros mismos, tenemos el dote del verbo. De los otros buscamos lo intangible. Lo llamamos en general, amor. Pero en la guerra esta, es fácil tropesarse con su inexistencia. En algo nos equivocamos, siempre. Somos débiles, no podemos aceptar que morimos todo el tiempo, a cada segundo, y que para nacer de nuevo hay que ser un volcán. Estamos cagados por nuestro propio miedo. El miedo a perder lo que tenemos, que es en general tan insignificante, que nos vuelve insignifacantes a nosotros mismos. Y para colmo, somos una máquina de mentir. A los demás y a nosotros. No es una simple deformación de la realidad, es una mentira profunda. Nos creemos libres, pero no somos capaces de dar nada. No tenemos don para la libertad. Tacaños como ninguna especie en el mundo. Hasta las piedras se entregan. Nosotros nos encerramos bien adentro. Nos masturbamos todo el tiempo pero no le damos placer a nadie ni lo recibimos. Así, nos hacemos adictos a la pornografía, sexual y de cualquier tipo. Estamos cagados. Pero bueno, tenemos internet para pasar el rato.

15 de mayo de 2012

15 de mayo

Quiero descubrir cómo es que funcionamos, o al menos, como es que funciono. Hay un bache. Entre la cima de la montaña más alta de todas, y el pozo que linda con el centro de la tierra, hay un bache. En la cima se ve todo tan de lejos, que pienso que hasta puedo ver mi propia coronilla, allá abajo, como un pequeño punto, como si fuera la cabeza de un alfiler vulgar e inservible. En el fondo del pozo hay sólo oscuridad. Todo es negro y es difícil, casi imposible, imposible imposible imposible, ver algo más que no sea el resabio de alguna onda cerebral lúcida entre la maraña de ondas cerebrales engañadas, expulsadas como cañitas voladoras, por la inaptitud de los sentidos. Ambos sitios son inaccesibles para la concienca. Son pura emoción, puro volcán interior, pero retrógrada, centrífuga, rehinchapelotas. ¿Cómo hacer funcionar la máquina en medio del bache? En el bache uno está suspendido, no hay tierra y el cielo se ve un poco, ahí, un cénit demasiado alejado. Pero la mente está tan clara, que uno ve el cielo que quiere ver. Y entonces, la imaginación brota, fluye. Todo se acomoda en medio del aire. El pozo, la cima. Todo queda a la misma altura. Todo a la altura de mis ojos. Manejo la extensión de la montaña, la vuelvo enana, un bonsai de montaña, un cúmulo de arena y rocas. Con los sedimentos tapo el pozo, tanto que formo un bonsai de montaña indéntico al anterior. Me centro en el pequeño valle. Las montañitas me llegan a la cintura. Puedo ver las dos cimas. Son exactamente iguales. Me pongo a dar vueltas hasta marearme, hasta perder el sentido de orientación. Ya no se cual es la montaña original, cual el pozo tapado de más. Son tan iguales. es el momento perfecto, el lugar perfecto, la lucidez perfecta, puedo hablar. Veo, siento el aire escabullirse entre los cortos pelitos de mi cabeza rapada. Me hace cosquillas. Centelleo y recentelleo. Y así, con un esfuerzo tan mínimo, un sin esfuerzo, la naturalidad de mi carne congeniada con los pensamientos más eruditos de que puedo disponer a esta corta edad, permite que la carne misma se agriete, se abra, explote, y no es sangre lo que sale. No. La sangre está en las montañas. Cada una de ella está llena de sangre como un conito de dulce de leche cubierto con chocolate está lleno de dulce de leche. Mi carne en cambio expele la fuerza, explota y llueve amor para todos. Las montañas son regadas con el júbilo de mi despertar conciente. Me veo las manos, me veo los ojos. Mi amor nutre las dos montañas, y las esclaviza. Ahora son mías. Son mías. Yo hago lo que quiero con ellas. Las fertilizaré. Plantaré dos hermosos arboles, o tal vez cuatro y un jardín de gardenias y de crisantemos y de amapolas. Y lo regaré con el agua de la que estoy hecho. Agua de poder, agua de flor y de amor. Agua roja y azul y violeta. Mi lava, la lava del volcán que soy. La lava de la conciencia de la cual puedo sentirme orgulloso, al menos durante cinco minutos más, por favor. La mesuradora. Soy un agrimensor, un agricultor un ingeniero agrónomo del amor. Voy a llenar esas montañas de raíces fuertes, raíces supremas, para que siempre se queden así, como están, por bajo mi cintura. No quiero un precipicio adelante de mi. No quiero la sombra de una montaña monumental. Quiero este valle, es el valle en donde mis ideas se vuelven indispensables. Soy el creador. Este es mi universo. De aquí en adelante, puedo escribir o inventar una canción, amar a una mujer o a un perro, ver el valle desde la ventana de mi habitación.

6 de abril de 2012

6 de abril 2012

No voy a atentar contra el hecho de estar vivo. Quejarse de eso sería como quejarse de que el río posee una corriente continua, de que los perros tienen cuatro patas, o de que el cielo es, generalmente, celeste. Estar vivo está bien. A veces es genial, y a veces es simplemente algo más. A veces la Luna es grandilocuente y en otras ocasiones no la vemos, aunque ésta esté. Y a veces todas las cosas. Siempre hay alguien queriéndote hacer entender que ese "a veces" debe desaparecer. No es ilógico que las personas busquemos evitarle el sufrimiento a aquellas otras personas que amamos.
Todo pasa ante mi como de rodillas. A veces me siento el amo del mundo. Eso está muy bien. Pero la verdad es que te extraño tanto, que ser el amo del mundo no me sirve para un carajo.
Ayer terminé un libro de D.H. Lawrence. "El hombre y el muñeco". En un momento dice algo así como que las personas no podemos vivir separadas unas de las otras como postes de telégrafo. Estamos hechas para estar las unas con las otras. Sino, lean la biografía de los héroes, y los datos sobraran.
Te extraño terriblemente.

31 de marzo de 2012

31 de marzo de 2012

Agarré un libro de Artud que le saqué a Laura de la biblioteca el otro día, mientras intentaba ayudarla a hacer la mudanza. Lo empecé a leer recièn y, como me pasó cada vez que me esforcé por leer a Artaud, me sentí más lejos de enteder lo que intenta decir, y mucho más cerca de sentirme desesperado. En dos páginas me hizo pensar que soy, y estoy siendo generoso al no decir somos, un idiota. Me refiero a los que nos ponemos escribir sobre las cosas que pensamos. Y tambièn aquí, siendo generoso, salvando a los que se ponen a pensar en las cosas que piensan. Con ese eterno ánimo refinado de andar explicando el propio dolor, como si lo que la especie necesitara fuera más explicación de propios e individuales dolores. Los que han osado explicar los dolores del mundo, no han hecho más que explicarlo desde su propio dolor, con el vocabulario más pomposo del que son capaces de hacerse, pomposidad que sirve para conquistar mentes ávidas, y subordinar de inmediato mentes perezosas. Vocabulario y citas en post del dominio total de la explicación del dolor de todas las personas. Tremendo poder. Un poder extraño. Hay tipos, que en general representan una generación a punto de desaparecer en manos de la senilidad, que ostentan la siguiente verdad: "todo lo que el hombre hace, lo hace por dinero y/o mujeres". Son pocas las cosas, creo, tal vez sean incontables, que me parecen rotundamente mentira. Una de esas cosas, es ésta tan vacua explicación de la voluntad de mi especie. Me parece que los que desean (¿será correcto decir deseamos? si así es: me lamento con toda la sinceridad que tengo adentro de la mente y de todo lo que me rodea y me forma) transformarse en profesores del dolor, no buscan nada más que poder. Y ese poder para qué; pues para usar la materia prima de la vida como divertimento fundamental. Para enamorar a quién; a si mismos. Para ganar plata con qué; con la lástima ajena.
Me agarró cansancio de explicaciones del dolor. Tal vez sea porque hoy estoy tan dolorido, que la anestesia que mi cerebro decidió suministrarse a si mismo es tan fuerte que hasta eliminó la sensación simple y llana de ser. Y ese cansancio estalló en esta especie de bronca sutil. No hay nadie más que uno para expilcar el propio dolor. De la misma forma que nadie puede explicar lo que se siente al morir, nadie puede explicar lo que siente cuando su propio cuerpo alberga infecciones más propias de la mente que de la carne o las células. Infecciones llamadas tan vaga, vulgar e irrespetuosamente, emociones, y llamadas tan vaga, vulgar e irrespetuosamente, infecciones por mi. Bien, ni tanto problema, de todas formas sigue tratándose del dolor, de la desesperacón, de la ansiedad, o lo que es igual de molesto para uno, la ausencia de alguno de esos sustantivos abstractos.
Hablo de mi dolor. No sería correcto igualarlo con la muerte. Pero sí me parece sensato denominarlo agonía. ¿Y el dolor de hoy? El típico de siempre. Sí es igualable con la muerte su causa. El fin de las cosas. El final del pragmatismo que le da forma a eso que los ingenuos y apurados por denominar llamamos alma. Una muerte que hemos aprendido como recurrente. La, por dar un ejemplo, justificación fantasiosa de la fantástica existencia de la reencarnación.
No estoy listo para superar las muertes de las cosas que me dan forma.

jueves, 12 de septiembre de 2013

La lluvia circular

La lluvia circular





Me había olvidado de la belleza de la lluvia. Sumergirte en lo mundano puede hacerte perder, desorientarte. El campo de visión se recorta y se disuelve la conexión con la belleza. Ésta yace dentro del propio ojo, pero a veces, casi todas las veces, la coyuntura produce ceguera. Los períodos son evidentemente cíclicos, en mi, y en cada una de las personas, pero temo, más por respeto que por miedo pueril, que haya un punto final, desde el cual ya no sea posible mirar nada más, en ninguna dirección.

Había olvidado lo que era empaparme en el medio de la noche y había olvidado también el resplandor lunar del asfalto brillante. La propia carne está hecha de cemento, pero uno elige, o cree elegir, que esto que está alrededor es ajeno. Los pájaros se ven bien en los árboles y las vacas muy monas en el prado. Parecen lo mismo. Nosotros estamos bien en el cemento, pero lo odiamos. También nos comemos la misma carne de la que estamos hechos, y todo se desenvuelve tan normalmente que nada de lo que suceda importa algo.

Es en la calle y bajo la lluvia, el lugar y la condición perfecta para ver disolverse todo lo que juntamos como hormigas para darle existencia a ese collage deprimente del cual terminamos muy orgullosos, tanto que le ponemos nuestro nombre. Ésto soy yo. Esta cacofonía insulsa de rejunte de diarios viejos, ideas ajenas, fotos de familiares borrachos, violadores, delirantes místicos, recalcitrantes onanistas, brujas octópodas dramáticas y manipuladoras, jefes fracasados. Ésto soy yo, y estoy orgulloso. Orgulloso de ser una repetición y un dicurso delineado. Orgulloso de llorar cuando todos lloran, de reir cuando todos ríen, de protestar cuando todos protestan, de morir cuando todos mueren. Estoy orgulloso de ésto hasta que se larga a llover y en la calle quedan unos pocos. Y corren y saltan los desde cordones de la vereda hasta la mitad de la calle eludiendo los charcos con gracia. Chapotean y cantan. La lluvia incita al baile. Es sólo el comienzo, un vislumbre de lo que será la revolución de la existencia, condensada en cinco segundos, en dos décimas de segundo. Un pantallazo, un vaso de agua fresca, una correntada de viento en medio de la cara. Es Dios haciéndote respiración boca a boca. Dios hay días que te ama, aunque los más, te olvide.

Y en la calle todo se vacía. Los lugares vacíos me fascinan. Las obras en construcción, las casas abandonadas, los locales prendidos fuego. Una especie de espíritu apocalíptico me comanda, me conduce hacia adelante como poseído, pero poseído por mi mismo yo-hecho-agua. Soy el apocalípsis y el génesis. Durante cinco segundos, durante dos décimas de segundo, que son la eternidad. Es el esplendor de la muerte el que me guía. La muerte brilla por sí sola y reúne ella sola toda la belleza. Es la misma que se disfraza de invierno y gesta en sus entrañas una primavera gorda y pinchuda que te sonríe desde su cuna de flores y pieles desnudas. Es tan obvio el ciclo, que como todo lo obvio, optamos por obviarlo. Yo voy siempre hacia adelante, decimos. Somos burros belicosos y parlanchines.

Por costumbre y amor al oficio, por ser descendiente directo de la repetición, tengo una hoja mojada y una lapicera en el bolsillo y me meto en un bar. Un lugar conocido, que es como un álbum de fotos o una biografía de facebook que reune la historia decrépita de la imagen humana y la mezcla con el perfume del amor. Pienso un rato en la mujer que me hizo conocer el lugar y consigo sentarme en la mesa en la que nos sentamos la primera vez que fuimos, junto a la ventana. El mozo de siempre se acerca serio, con esa cara de tipo de mierda que carga, pero siempre tan servicial. Por costumbre y amor al oficio le pido un whisky y por amor al queso, un sandwich. En el bar me siento libre. El asfalto sigue brillando a través de la ventana. A mi alrededor, la clientela ronda los sesenta años y ya posee un envidiable porcentaje de alcohol en sangre. De todas formas no quiero emborracharme, es sólo que desde afuera las fiestas se ven más divertidas que participando de ellas. Aunque en realidad, si hay algo que desearía sería bailar. Bailar toda la noche sobre el piso y sobre las mesas. Descalzo alrededor de un fuego tribal o con zapatos lustrados en medio de una milonga de barrio. Pienso un poco en la mujer con la que me gusta bailar y emborracharme. Pienso en el baile milimétrico, engranado, de su mente y la mía y en el baile físico, el del cuerpo, y en el caminar incansable que nos unió alguna vez. La veo sentada frente a mi explicándose, explicándome. La veo pasar por la ventana, bordeando los charcos de agua. Me embobo lentamente, me amilano, y lentamente siento empastarce mi sistema neuronal. Empiezo a dudar de si la ví alguna vez, de si alguna vez caminamos por la calle hablando del mundo. No sé tampoco si alguna vez nos besamos, si alguna vez me dijo algo hermoso. El whisky llega justo a tiempo y me devuelve al estado mágico de la disolución, me mete dentro de un diamante familiar, impenetrable, a través del cual me gusta ver.

Acá en el bar uno puede pensar y expresarse con claridad. En el departamento, incluso coronado por la más pura soledad, no es lo mismo. La carencia de espejos obstruye un pensamiento más límpido. Estar rodeado de gente hablando es como estar en soledad en medio de un jardín de ciruelos perfumados. Se puede pensar y comer con desenvolvimiento. Los lugares comunes son denigrados por el mismo tipo de cerebro que desdeña la suerte, que es atribuída por éste a los mediocres. Ese cerebro débil, que no es capaz de producir absolutamente nada más que ideas lógicas sobre artefactos concretos. Pero los lugares comunes son, como la suerte, arquetípicos. El legado de Júpiter, a través de los tiempos. Un bar de viejos emplazado en una esquina oscura de la ciudad, es un bar de cualquier ciudad, de cualquier planeta, de cualquier tiempo. En el beben a la par Dylan Thomas, Homero Simpson y Mostaza Merlo. Es una fuente de inspiración inagotable. La meca del pensamiento, el templo del espíritu hambriento. El departamento es bueno, sobre todo si es ajeno y uno lo está cuidando, pero la falta de espejos te conduce a la pereza, y la pereza te hace anhelar la costumbre. En la casa uno quiere una comida típica, sexo típico, o al menos internet. Es como dispararse en la cabeza cuatro tiros con una escopeta doble cañón. Todo se reconstruye. El espíritu vuelve a esconderse en los intestinos y la personalidad se conforma de nuevo tan rápidamente que si no estuviéramos tan acostumbrados explotaríamos a causa del cambio de presión. Ya tenés un candidato político a quien entregarle tu tiempo, tu confianza, tu fanatismo idiota, ya podés gritar los goles de Independiente, si es que logra meter alguno, ya podés volver a extrañar lo que decís que amás. Ya podés irte a dormir.

En el bar, en una noche de lluvia de finales de invierno, te das cuenta de que no te tenés más que a vos mismo, y que ni siquiera es tan fácil tenerse a uno mismo. De que todo lo que pensás que sos, no sos. La disolución. Éxito. El Rey se acerca su templo. Es propicio cruzar las grandes aguas. Es propicia la perseverancia. Vivir en disolución quiero. Sentirme en mi casa en cualquier lado. El bar es un riñón de la calle, el bar es el mundo, es un útero cobijante y amoroso. La calle es el mundo. Con sus muertos rondando por todos lados, sus fantasmas benévolos, sus caballos alados, su azaroso orden cósmico que me enriquece, me llena los bolsillos hasta que rebalsan. Algunos pocos se agachan a recoger lo caído. La mayoría tiene la mirada clavada en un horizonte nasal. El bar, la calle y el cementerio de La Chacarita son el mundo. El barrio cubista del cementerio, constituído por mil casitas de mil muertos. Las tumbas que alojan muertes tempranas, las cruces asimétricas de madera podrida, los precipicios de cemento, las pequeñas iglesias vascas, las judías. Los forros usados, las botellas de vino, el olor a ceniza. El cementerio está más vivo que la calle a las cinco de la tarde. Pasear en bicicleta por ahí, es la disolución. Sentir el júbilo de no ser nada, llueva o no.

Fojar el terreno yermo del no ser, encontrarlo y darle forma. Los lugares existentes, hasta los bares y los cementerios, te incitan a ser alguien, a conducirte, a vestirte y a hablar con determinada gracia, tanto hacia adentro como hacia afuera. Si en dichos lugares además hay personas, la exigencia puede ser intolerable. El doble filo del espejo. Si uno logra desindentificarse, no hay molestia. Siempre está la máscara, más o menos perfecta, más o menos al alcance de la mano, que te salva. El báculo mágico o el bastón cachiporreidótico, dependerá de la imaginación y la fuerza y la destreza de la forja del arma. La gracia de la máscara, la sutileza de la lengua, el calor de las caricias, el tintineo de las sienes, la velocidad del paso, la suavidad de la mirada.

Cada vez que camino se abre un abismo. Es excitante y tenebroso. La excitación de desconocer, lo tenebroso de encontrar lo dejado atrás, otra vez, y otra vez. Lo espeluznamente de caminar hacia adelante fundiéndote con cada vos mismo que se te cruza por el camino, y como la imagen de un espejo te posée, te penetra y te hace suyo. Lo excitante de estar despierto para eludir esa imagen. Gambetear como en el potrero, con habilidad deslumbrante y estética fina o a los ponchazos y a pura sangre, pero gambetear al fin. La imagen de yo mismo me interpela y pretende construirme, estancarme, detenerme y aniquilarme. No la quiero. Amo la vida pero no me gusta del todo como está dispuesta, al menos en su puesta escénica superficial. El aburrimiento la decora, le da forma y se la termina comiendo. Le tememos más a la muerte física que al aburrimiento, pero es éste el verdadero vestuario de la muerte. Su burdo maquillaje. La sangre debe hervir, aunque sé que mi voluntad no es mía, que yo soy el designio de algo mayor, un soldado descerebrado con un corazón potente sirviéndole a no se quién. Vivir tratando de descifrar qué se quiere de mi, y quién lo quiere, es vivir en el centro de las cosas, en el corazón de la tierra, en la ladera del abismo. Dios es una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. Pienso que soy el descerebrado tratando de destruirse a si mismo. Estoy tratando de destruir con un martillito de bondi a esa gárgola que contiene el jugo y la pulpa de un fruto dulce. La piel de la estatua es dura y parece impenetrable. Da la sensación de ser infinita. Destruirla es como intentar hacer un pozo eterno en la arena cálida. Un pozo que se llena y se rellena y se recontrallena a si mismo, constantemente. He soñado que mis extremidades eran cortadas y se regeneraban solas, sin parar. La mano cortada daba paso a un muñón del cual salían deditos que pronto eran mis dedos, igual de finos, igual de largos que antes. Una cómoda pesadilla.

Tras la ventana del bar el asfalto sigue brillando. La calle es el abismo. En la esquina se disuelven el tiempo y el espacio, si existieron acaso alguna vez. No hay signo que designe el presente. No existe año ni lugar. Son todas las ciudades, todos los tiempos, condensados en una intersección. Aca desfila la eternidad y se vive la inmortalidad. La sensación de la infinitud del tiempo es tan fuerte, que cualquier tipo de fin se vuelve irrisorio. Es el ciclo, el amo y señor de la disposición de los eventos. No moriré nunca, lo sé. Lo que no sé es si habré nacido aún. Al costado de mi mesa pasa Dios caminando con dos mujeres, cada una a un lado. Los tres están borrachos, y todo es tan normal. Hablan insensateces. Vienen del sexo o van hacia él. La insesatez de la charla lo demuestra. Sólo el sexo, o el amor que también es asunto de los dioses, puede justificarla. Del otro lado del cristal un tipo acuchilla a otro por venganza, éste muere lentamente desangrado, a mi me queda whisky en el vaso y medio sandwich en el plato. Lo veo desangrarse, y veo a la policía limpiar las manchas de la vereda y pronto pasan otros tipos caminando. Acá no ha pasado nada. Escucho a alguien llorar su muerte. El llanto me resulta conocido, pero no recuerdo haberlo escuchado nunca. Pronto cesa. Todo es normal, demasiado normal. Todo esto fue vivido, pasado y olvidado. Volverá a ocurrir. ¿Hay alguna forma más vívida de percibir la libertad? ¡Pero si ni siquiera mi voluntad, tesoro y orgullo de los hombres volutivos, es mía! Nada puede volverme más libre, más volátil, màs diáfano.

No elegí la carne ni el cemento. No elegí los bares ni la calle, ni tampoco elegí la naturaleza. No elegí nacer, ni sé siquiera si lo hice alguna vez, pero curiosamente tampoco elegiría morir. No me elegí a mi mismo. Por qué me muevo, es tan misterioso como el por qué vuelan las abejas, ladran los perros, rugen los truenos, explotan las estrellas.

Termino mi segundo whisky y mi segundo sandwich. No me quedan más cigarrillos. Pago la cuenta y me abrigo. Afuera todavía llueve, y seguirá lloviendo mañana. Guardo el manuscrito, aún mojado en el bolsillo de mi chaleco. Una vez, en Mar del Plata, hace tres o cuatro años, me cortaron el cuello y la oreja con un vidrio, sin ningún motivo, por puro arte del azar. Puedo afirmar que el dolor no existe y que la sangre es caliente y espesa. Recuerdo vívidamente ese acontecimiento azaroso mientras estoy parado en la esquina del bar, esta vez del lado de afuera. Mastico la bronca de no haber podido vengarme y me suenan las muelas. Cierro los ojos y levanto la cabeza para sentir la lluvia en la cara y en la cicatriz. La calle es un abismo, excitante y tenebroso. La fría hoja de acero de un cuchillo largo entrando por mi estómago hace que me desplome. No abro los ojos. No hay sopresa. No hay ánimo de defensa. Son cinco segundos, dos décimas de segundo, la eternidad toda. El dolor no existe, la muerte tampoco. Todo sucede a través de una ventana. La historia la escribiré después, si es que aún no ha sido escrita. Dejo de masticar la bronca. La venganza está cumplida, y creo, aunque no hay mayor incertidumbre, mayor motivo de desvelo, que está cumplida en el cuerpo correcto.

viernes, 26 de julio de 2013

Refugio

Algunas personas tardan sesenta segundos, otras tardan algunos días, pero tarde o temprano, ignorando algunas tristes excepciones, todos terminamos naciendo. El llanto sordo que peló mi abuelo al ser dado a luz, fue exactamente igual de largo, de profundo, de estridente y penetrante, que los gritos y los insultos que lanzó al cielo cuando al llegar a su casa, luego del trabajo, vió que ésta estaba completamente prendida fuego. El viejo, aprovechando que se le habían quemado los documentos, aprovechó y hasta el apellido se cambió. Dicen que decía a todo el mundo: "cuando un hombre pierde su casa, pierde también su nombre".
Todo sabemos, a esta altura del desarrollo de las terapias piscoanalíticas, que de nuestro árbol genealógico cuelgan las respuestas a nuestros actos como cuelgan las moras en febrero, ahí, bien cerca de la mano. Por lo tanto, a nadie debería soprender que cuando mi bisabuela paterna escuchó dentro de su corazón el grito desesperado de su hijo y vio en el cielo las llamas reflejadas en los ojos de su primogénito, recordó de inmediato el berrinche que había hecho su marido al ver como se alejaba del barco, la costa sevillana, que nunca más volvería a ver.
La cadena hacia atrás es interminable. Pero hacia adelante no falta tanto. Mi propio padre, asustado ante la idea de salir del útero, confundió a mi abuela haciéndole creer que sus ganas no eran de parir sinó de cagar, y la vieja, que vale aclarar pecaba de cierta ignorancia y no sabía que estaba embarazada de mellizos, lo parió en el mismísimo inodoro. Cuenta la leyenda que mi viejo se pasaba horas en el baño a lo largo de toda su vida. Nadie sabía lo que hacía, pero el tipo ahí estaba. De hecho, es curioso que mientras yo nacía, en escasos dos minutitos, el hacía su caca en el baño del hospital, en largo trabajo de media hora. Para mi, fue la forma más sincera de acompañar a su compañera. ¡Paramos juntos, amor mío!.
Yo nací rápido y dicen que no lloré. De chiquitito me cambiaron de ciudad, y entre los tres y los doce años debo haberme mudado alrededor de diez veces. Tampoco lloré esos desarraigos. Cuando en la adolescencia me establecí en una casa, decidí irme de a vivir a lo de un amigo, y entre los diesciocho y la actualidad, (tengo veinticinco) me debo haber mudado otras diez veces. Todo esto sin lágrima derramada. Sin embargo, he llorado al terminar un libro porque se terminaba la historia. Lo juro. Me pasó con Los hermanos Karamazov.
Mi experiencia genealógica me dice que el refugio coloquial y relativo es generacional, que trasciende una idea fija. Puede ser una casa, la piel, un amor, un hábito. Mi clan soportó la expulsión del útero, la pérdida de una casa, que lo saquen del inodoro, el final inexorable de un libro. Todos fueron lugares de paz y plenitud. Por oposición: la destrucción de estos lugares generó la máxima pena en cada uno de nosotros. Lo extraño es lo imposible que resulta librarse de la necesidad de refugiarse, aún sabiendo que todo lugar que uno habita está destinado a la destrucción y a la desaparición. Pero es que tal vez éstos sitios no sean nada más y nada menos que la extensión de nosotros mismos. La materialización de lo que intuímos que somos. El refugio más rústico del espíritu, hecho del espíritu mismo.

domingo, 21 de julio de 2013

Un recuerdo

No se por qué me acordé de una de las veces en particular que fuimos a la terraza para tirarnos a tomar sol como lagartos que somos. Se me vino en sueños esa tarde. Una imagen concreta: dormirme suavemente sobre tu hombro desnudo. Un perfume, cálido, mezcla de tu piel con el olor de los rayos del sol. El sonido de los autos, el sonido del movimiento de la tierra. Ambos me mecieron como a un bebé. Y más: me sentí a cada momento, menos nacido, menos corpóreo. Fuimos el sonido y la luz del sol y el perfume de la piel que había sido tuya. Lentamente comencé a darme cuenta, alguien, algo comenzó
a darse cuenta, de que esa piel era la piel del Universo entero. Nunca me sentí más enamorado, más agradecido, más real. Llevabas la piel del mundo como tu piel. Cada caricia que te di, se la di a todo lo vivo, y también a mi mismo. Entiendo, que nada hay más hermoso que algo que muestra en sí mismo, con total transparencia, todo el Universo, aunque sea de a chispazos, de a destellos iridiscentes. Cuando los girasoles cubren los campos, también cubren tu piel. Cuando acaricio las flores, disfruto acariciándote. Después me despierto en la terraza, o en mi cama o en una cama cualquiera. No hay nada más. Camino, me lavo los dientes, hablo, pienso. Me doy cuenta: acabo de quedarme dormido. Los sonámbulos sufrimos.

viernes, 19 de julio de 2013

Una paloma te caga la pelada y vas corriendo a la hechicera para que te reponda el porqué. (2011)

Hace años vengo desarrollando una vida entregada a la espiritualidad, término con el cual tuve siempre desaveniencias; que ya no me importan porque debo decir que he llegado a varios sitios interesantes metiéndome en lo más profundo de lo que me creo capaz en este tipo de temas, y así se han relajado mis problemas con el lenguaje, y el significado de las palabras, y lo que realmente quiero decir. Yo no quiero decir nada más que lo que digo. La espiritualidad entonces, no quiere decir mucho más que su significado trivial, o profundo, o nimio, o falto de imaginación, o excelso. Que la valoración la decida el lector. Entonces entiendo por qué entiendo cada vez menos: noto una detención, un letargo permanente en el estado cerebral, y lo que es peor, un orgullo ante esto por quienes, de acuerdo a mi sistema de valoraciones, lo padecen. Sea por la casualidad o la simple fortuita comunión con mi ser innatamente receptivo, adjetivo que recibió hoy mi irrelevante existencia y con el cual no acuerdo en lo más mínimo, (pero démosle lugar), el trabajo espiritual me trae continuamente frutos materiales y concretos. Aquí también, dando por sentado que por términos más bien generales, lo espiritual y lo concreto no conviven. Tampoco concuerdo con esto. Cualquier relación, toda relación, se delimita a la expresión más verdadera de los siglos de los siglos y por lo tanto tan merecidamente trillada: "¿El huevo o la gallina?". La respuesta que yo tengo para eso es: me importa un carajo. Están los huevos, está la gallina, ¿qué importa qué apareció primero? ¿Es la sed de curiosidad y búsqueda de la verdad lo que nos incentiva a tanto desperdicio vital? Nos respondo: chúpenmenoslemosla; yo quiero vivir con la mujer que amo, tocar el bajo, componer música, hacer dinero, pintar cuadros y escribir cosas relajadamente. Sólo por ese último sueño, escribo esto y no estoy haciendo ninguna de las cosas anteriores. Y que quede bien claro; a cada una de estas cosas les entrego día a día lo siguiente: una euforia desenfrenada, la frialdad necesaria y tan característica en mi, el mayor esfuerzo que puede desprender antes de rozar el dolor, toda mi fuente de amor, mis sensaciones de seguridad, de inseguridad, mis miedos, mis condenas astrológicas, mis fallos, mis ilusiones, bla bla bla. Tantas cosas, que no hay ni un centíemtetro disponible para la pereza. Por eso no me acompleja ni me trae cargo de conciencia dormir la siesta, o irme de viaje, o lo que sea. Sentir culpa por dormir la siesta es como creer que Dios lo va a castigar a uno por suicidarse, cuando lo único que quiere ese pobre dios, es tirarse a hacer cucharita con nosotros...pero qué le vamos a hacer, ni él zafa de la graciosa obligación de mantener el orden.

miércoles, 29 de mayo de 2013

5 de mayo 2013

Según uno de los tantos libros que vengo leyendo ultimamente, es necesaria la fricción para que se genere el fuego. ¿Qué es lo que esto quiere decir? No tengo la menor idea, al menos desde una perspectiva puramente mental. De más está decir que no se refiere al fuego literal, o tal vez si, tal vez se trate de algo aparentemente tan simple y tangible como eso y la falta de entedimiento radique en una búsqueda de sentido mayor. ¿Es el fuego algo más que el fuego?
Debo reconocer que ante la falta de información concreta con que tengo que lidiar día a día, por no decir tenemos, y es que prefiero manterme al margen más por respeto que por ánimo de relevancia o particularidad, me ha llevado a buscar algo en el lenguaje simbólico. Es así que en estos últimos tiempos me empapé de sistemas muy sabrosos tales como la astrología helenística, sus semejantes maya y china, el precioso, preciosísimo I Ching, la psicomagia y el tarot jorodwskianos, la meditación trascendental del creador de Twin Peaks y Lost Highway, entre otras tantas maravillas creativas, la psicología analítica de C. G. Jung, dotada de sus bellos arquetipos y su majestuoso incosciente colectivo que me llevó a entender, o imaginar, aunque sea un poquito, nada más y nada menos la antigüedad de nuestro cerebro profundo, con sus cuevas tan oscuras y practicamente infranqueables, pero mucho menos peligrosas que las de Freud, la terapia bioenergética, cuyo tratamiento altamente efectivo en mi caso, no me alcanzó y me fue obligando poco a poco a tener que leer a su creador, Alexander Lowen. Vengo teniendo que soportar sobre mi el peso de lo New Age, obligándome a destruir mis propios prejuicios y mi escepticismo innato. Si. Pero hay más. No habiendo conseguido nada tremebundo con tanta cosa enroscada, me orienté por un humilde estudio del cerebro a partir de textos simples de divulgación científica especializados en neurociencia. Muy hermosos y gratificantes. Los correlatos claros entre la visión puramente científica del cerebro y las lecturas del I ching o de la meditación trascendental me resultaron bastante claras y sorprendentes. De algún modo, todo va hacia un mismo río, lo que más que tranquilidad y sosiego me ha generado una desesperación casi resignada. Ni siquiera se puede pelear ya entre la mística y la mecánica. Eso es por un lado, placentero, pero por otro uno se siente un poco más aún, dejado al azar.
Mientras todo esto iba desarrollándose aprendí a nadar, y mientras que las primeras veces que fui a la pileta no nadaba más de 200 mts., hoy me encuentro nadando 1000. Creí, cuando empecé, que ese número sería alcanzado a fin de año, y que por lo tanto el incentivo claro de llegar a esos 1000 mts. generaría en mi el hábito de la pelea constante por algo concreto, para acostumbrar a la mente, al espíritu y ahora más que nunca, al cuerpo, a luchar por encontrar algo que no logro saber bien de qué se trata, pero se que está ahí, amagando, escondiéndose y burlándose como una nenita de juego de terror. Alcanzar la meta me llevó sólo un mes. La analogía es simple: si me acostumbro a pelear por alcanzar un objetivo tangible situado en un contexto acuático, siendo ésta la mayor debilidad que me ha tocado en suerte, estaré listo para comerme los palos necesarios durante la búsqueda de eso que no se qué es y que me perturba, lo juro, desde que soy muy chico.
El estudio, reitero, extremadamente humilde de la neurociencia, me llevó a inmiscuirme en la resolución de ejercicios matemáticos y lógicos, como para mantener no sólo el cuerpo entrenado, sinó también el cerebro.¡Ah! ¡Qué regocijo genera resolver un acertijo! Por unos momentos creí que mi vida entera podría estar dedicada a la resolución de ejercicios matemáticos. Pero caducó la emoción, al menos por ahora, y preferí leer algunos libros de Asimov sobre biología y física. Otra vez, no hay nadie que desprestigie el método científico más que los propios científicos, al menos los que leí yo. Después uno investiga y se entera de que Newton era un astrólogo férreo. Es que todos los sistemas, una vez entendidos mínimamente, se vuelven maravillosos pero también, para la mente curiosa, aburridos e insuficientes. Uno puede lidiar con el mundo que lo rodea parado desde alguno de ellos y sentirse seguro. ¿Hay alguna diferencia entre observar un árbol de acuerdo a su composición química, su gama de colores, los sonidos que produce al ser acariciado por el viento, la poesía inmediata que su simple contemplación puede disparar o la siginifación que dicho árbol tiene en nuetra mente? Diría que no. Simples sistemas. Entonces no entiendo del todo de que se trata. Si uno busca pararse en un lugar determinado, y si no lo busca, lo hace de todas formas, para darle un sentido completo al árbol, a la piedra, o a las relaciones de poder, y todos estos lugares resultan válidos, se deduce que o todos son falsos, o bien todos son verdaderos. Tampoco me cierra esa frase hermosa que Pessoa escribe con uno de sus heterónimos, creo que Reis, y dice algo así como que las cosas son el único sentido oculto de las cosas. Cuando la leí por primera vez, hace ya como cinco años, casi tuve un orgasmo, y reconozco que fue pilar de mi pensamiento durante mucho tiempo, pero algo se comió a esa frase. Es que también ese se convirtió en un delicado y aceitado sistema de pensamiento.
Pienso en que tal vez el error sea justamente eso que nos enseñan a hacer desde muy chicos y con lo que personalmente, recuerdo haber batallado como un chancho: Muchachos, deben indentificarse con algo, no importa con qué, cualquier cosa está bien mientras la entiendan al máximo y puedan no sólo explicar el mundo a través de ella, sinó ganar algunos pesos, y en el mejor de los casos, mejorar dicha cosa y ser pioneros y candidatos al Nobel. Muchachos, ya todos aprendimos que las personas no somos unidades (pero no lo andemos comentando, finjamos que no es así), que ni siquiera podemos mantener la promesa de levantarnos temprano al día siguiente, así que más vale que se pongan a laburar fuertemente para por lo menos generar unidad en la superficie. Ya que no pueden generar su esencia y su conocimiento equilibridamente, construyan su arquetipo PERSONA, lo más sólidamente posible. Ya que no logran ser nada sastifactorio de la piel hacia adentro, sean algo satisfactorio hacia afuera, que todos vean que es posible ser un hombre entero, que todos vean que todos son capaces de eso menos uno mismo. Escondan todas sus multiplicidades bien adentro y aprendan a inventar las excusas más honorables para derrotar a cualquiera de los personajes superfluos que intentan (en general con mucho éxito) salir a la superficie de uno. Es importante que nadie note que somos un quilombo y una máquina de mentirnos. ¡Qué nadie lo note, pues nadie quiere verse reflejado es un espejo tan claro! Vamos, para adelante, agarrando una bandera grande que sirva de vela mientras el viento sople. ¡A esconder los cambios! No hay nada más denigrante en esta sociedad que cambiar de parecer. Asqueroso razgo de debilidad, de falta de perseverancia, de pereza. No es difícil de lograr, se trata sólo de mantener la pantomima, darle continuidad al yo social, excusándose con elegancia y volviéndose loco por adentro.
Es eso, o aceptar el abismo de la ausencia de unidad, y decidir a partir de ahí, de acuerdo al coraje que se decida recolectar, si quedarse con la cabeza en ridículo alto manteniendo la mentira, o destrozar tan arraigado hábito a patadas, piñas y poder megadestructivo volcánico, a ver si ahí, después de tamaña hazaña, es posible encontrar algún sistema que informe algo más que el resto. Si para todo esto hace falta un incendio, bueno será generar fricción. Usar el yo de anoche con el yo de esta mañana, hacerlos garchar durante quince horas seguidas. Si se derritiesen y formaran un individuo único, quedarían cada vez menos.
Fricción para incinerar la ficción.


lunes, 18 de marzo de 2013

18 de marzo 2013

18 de marzo 2013

Vengo pensando que la soledad se vive como nunca cuando uno es guachín. Me animo a creer que le pasa a todo el mundo, y que lo olvidamos fácilmente. Pero por un momento sentí hoy un algo tan familiar, que me depositó en un toque, en un segundo, como un rayo y durante algún tiempo corto, indefinido, pero cómo decirlo; como dejando una estela detrás, en algún momento de mi infancia. Alguna tarde de soledad, estando mi vieja trabajando o haciendo trámites o haciendo quién sabe qué para llevar el mundo adelante, como la mayoría de las tardes, y yo, encontrándome por primeras veces, con la conciencia de la conciencia. La sensación de flotar por sobre mi mismo, de verme de afuera. No como metáfora, sinó como sensación real. Todo eso mientras jugaba con unos muñecos a que eran jugadores de fútbol, y unas casas tipos bares de cowboys de playmobil eran los arcos, y una bolita, de la caja de 200 que me regaló una vez mi abuela, desconociendo que yo aprendí lo es que un opi a los venticuatro años, más o menos, era la bocha. Volví a sentir la adrenalina de elevarme cada vez más, de perderme por el aire y tratar de volver con todo al propio cuerpo, de ver a través de mis ojos de carne. Sentí, otra vez, el nacimiento de esa supercosa. Un acercamiento a la noción de Dios. Del Dios de los ateos, o sea, en general, uno mismo.
Ahora pienso, pienso recordando, que esa sensación fue mermando, y fue apareciendo cada vez con menos frecuencia, tanto, que hoy la relacioné inmediatamente con un pasado lejanísimo. En el medio aprendí a esquivar la soledad. A darle forma a la supercosa, a agrandarla, y a tratar de lograr que se comiera al guachito asustado, que no toleraba la adrenalina de volar, insisto, no metafóricamente, sin estructura, sinó realmente. En el medio aprendí a darle forma a la supercosa, para gastar todo el tiempo disponible de estos últimos meses, o un poco más tal vez, en destruirla. Aprender a vaciarse, cada uno de los días. Lidiar con la euforia que otorga el estúpido y adictivo, por más nimio que sea, éxito social, y con la desazón que comúnmente produce la sensación de vacío y de no ser recordado ni por los hermanos. Entender que ésto es aleatorio. Aprender a vaciarse, cada uno de los días.
El doble trabajo de destruir preceptos y prejuicios, y a la vez, construir desde la altura, desde el aire. Darle forma a la cosa. Darse forma.
Parece un objetivo sólo realizable desde la soledad plena y verdadera, la que permite recordar cómo carajo era ascender, y que proporciona el campo propicio para hacerlo, el clima y paisaje ideales. El miedo sigue siendo el mismo, pero ahora entiendo que es inevitable, y que haciendo algún esfuerzo, puede terminar gustándole a uno. Después de todo, es agradable encontrar la columna que te hace reconocerte, después de tanto blablerío y pelotuderío que anda uno desparramando por ahí. La otra vez me preguntaba por qué estaba teniéndole cada vez más miedo a las alturas, que ultimamente no puedo ni subirme a un techo. Será el vértigo de la lucidez, capaz.

martes, 12 de marzo de 2013

13 de marzo 2013

13 de marzo 2013

Nos enseñan que el amor es sublime, que salvará al mundo, y liberará las almas. Sublime, incondicional, eterno. Nos enseñan que debe ser cultivado por sobre todas las cosas, cada día, con esmero y sin pedir nada a cambio. Todo eso está muy bien. Pero también nos quieren meter en el cráneo, o mejor dicho, por el cráneo, que el odio es negativo, destructivo, oscuro y encarcelador. Que se adueña del espíritu de quien lo siente y lo lleva derechito, a cruzar los cuatro ríos. Que el perdón es sagrado, y la aceptación: un aprendizaje superior. O sea, nos enseñan a que el hecho de que nos revuelvan el estómago por dentro con una vara ancha que entra por el culo, debe ser aceptado, tomado con calma y perdonado. Que quien maniobra el palo, no es más que un simple ser humano, como vos o yo, y que debe ser eximido de su culpa. Detestarlo y aborrecerlo, es destestarse a uno mismo, envenenarse. Nos llevan por el largo camino de la aceptación. Son cínicos. Somos cínicos. Odiar nos da miedo, porque creemos en el infierno y en diablo y en el limbo, porque creemos que la verdad y la luz van de la mano de sustantivos abstractos tan bonitos y estúpidos como los dos anteriores. A veces me parece tan obvio: no hay verdad, ni luz, ni amor, ni odio. Dejémosnos sentir lo que sentimos, no hay nada más liberador que eso. Odiar también es hermoso, luminoso, liberador, vital. Deberíamos concentrarnos en conocer el odio, aprender a odiar, disfrutarlo, y no en arrancarlo de raíz, para abrir así el hondo hueco en la tierra que nos deposita en el mundo de descerebramiento, del descorazonamiento, del sinsentido. Un corazón sano y exigente, merece odiar tranquilo, para revivir en cada mañana, lleno de paz.

lunes, 11 de marzo de 2013

Los pájaros

Los pájaros


La conocí en la escuela. Teníamos entonces once o doce años. Desde siempre sentí gusto por juntarme con mujeres más que con hombres, aún hoy, no puedo decir por qué motivo, aunque siempre me debatí entre distintas posibles hipótesis. La sensibilidad, fue la que mayor peso tuvo, pero hoy ya me parece un error. Es decir, una salida fácil. Ya no se bien qué es lo que diferencia a las mujeres de los hombres, pero no creo que sea la sensibilidad. De más grande le atribuí a ellas una conexión mayor con la naturaleza. Con la luna, con los ciclos, con el agua. Pero a medida que fui conociendo esos símbolos, me di cuenta de que también estaban relacionados conmigo, tanto, que eran yo mismo, y por lo tanto, lo eran todo. No puedo, a la vez, dejar de tener una mirada polar de las cosas, una visión dual. Alguna vez leí, que era esta mirada la que nos posibilitaba movernos. Izquierda, derecha, izquierda, derecha. Centro. Movimiento. Equilibrar para desiquilibrar para volver a equilibrar. Tesis, antítesis, síntesis. Es la forma de avanzar. Hombre, mujer, es una dualidad tan superficialmente simple, que resulta a veces el ejemplo más mundano para ejecutar el movimiento. Sin embargo, no me parece exagerado considerar éste, un combustible demasiado tosco. Ella, más allá, o tal vez no, de su condición de mujer, fue en aquel momento, la síntesis de todo lo que para mi valía la pena.
Entró en el curso en sexto grado, y como suele pasar, no se integró inmediatamente. Su condición tímida y retraída, la hacía pasar desapercibida, a pesar de ser la nueva compañera. La traté, cuando tuve oportunidad, cordialmente, pero sin inmiscuirme demasiado, pues yo era también bastante tímido. Más nos unió el colectivo. Ambos tomábamos el 12, que daba una vuelta entera a la ciudad yendo desde el centro, en donde quedaba mi escuela, hasta el extremo este, y luego, por fin, hacia el oeste, pero muy lentamente. El viaje duraba más de una hora, lo que era absurdo, ya que mi casa estaba a cuarenta cuadras de la escuela. Claro que en ese momento, para mi, era una distancia mentalmente inabarcable.
Pasó mucho tiempo, imposible saber cuánto, para que comenzáramos a sentarnos uno al lado del otro. Y más tiempo aún, para que comenzáramos a hablar. Casi ni nos mirábamos, pero me sentía bien con su compañía silenciosa, y creo que a ella también le gustaba la mía. Jugábamos un partido de ajedrez. Las piezas eran las manos, los párpados, la respiración. Ella bajaba en Moritán y República de Italia, yo una parada después, en Castelli. Y comenzaba a extrañarla apenas nos separábamos. Pensaba en ella todo el tiempo, toda la tarde y salía a caminar por el barrio para tratar de cruzármela casualmente, pero nunca ocurrió. A la mañana nos encontrábamos en la escuela, y ninguno se le acercaba al otro. Mis amigos no tardaron en transformarla en blanco de burla, claro que nunca frente a ella, pues en el fondo creo que le temían. Fue mucho más tarde cuando comprendí que uno lo teme a lo que no logra comprender. Será por eso que el humano es básicamente, miedo.
Un mediodía de lluvia, sentados en el fondo del colectivo, hablamos por primera vez. Hacía un frío tremendo, de junio neuquino, y ella me dio sus guantes de lana.
- Yo no tengo frío. Tomá.
Me sentí tan conmovido que los acepté, con cierto grado de culpa. Aunque no sabía lo que era la culpa, ni sabía lo que era el altruísmo, la primera me parecía tal vez una obligación, el segundo en cambio, me parecía la expresión más hermosa de la especie. Así que me enamoré de Victoria. Pero me enamoré tiernamente, como si fuera una hermana, o un amigo. Yo sé que los niños también se enamoran de mil formas distintas. Todavía me pregunto cómo es que los adultos se adueñan del amor y lo vulgarizan para terminar destruyéndolo.
Fuimos todo el viaje deduciendo palabras con las patentes de los autos. Los dos nos sorpendimos al enterarnos de que jugábamos a eso por separado, y nos preguntamos si todo el mundo lo haría. Recuerdo que ella formaba palabras para mi increíbles, cuyo significado desconocía. Por ejemplo, de la patente ECM, extrajo ecuménico, mientras que yo formé escama. De ella aprendí palabras como hipocondría, algarabía, deforestación, u orgasmo. Era como un diccionario, ya que no sólo conocía las palabras, sinó también lo que querían decir. Yo corroboraba al llegar a mi casa que las palabras existieran. Ella era incapaz de hacer trampa.
Luego comenzamos a juntarnos en una plaza del barrio en la que no había nunca nadie. Las plazas del oeste neuquino, en los años noventa, eran bellísimos terrenos baldíos. Ahora, por la información que me llega, ya no son nada. Si no son hipermercados, son terrenos alambrados bajo propiedad privada. Ahí leíamos cosas. Yo llevaba en general alguna enciclopedia ilustrada o algún libro de astronomía, ella llevaba cuentos fantásticos. Me mostró a Bradbury y a Poe, y a Cortázar y a Hesse. Yo le enseñé a jugar un ajedrez inocente. Ella me enseñó a jugar al tutti-fruti con categorías que yo desconocía. Aves, minerales, escritores. Victoria era mi amiga y mi maestra, mi compañera y mi guía.
Más tarde, conocí su casa, en la que nunca había nadie, porque los padres trabajaban todo el día, y ella era, según decían, lo suficientemente adulta para pasar el día sola. A mi la verdad que me pareciía lo mismo. La casa era hermosa. El jardín tenía flores y plantas, en el patio trasero había un árbol, al parecer un ciruelo que no daba ciruelas. Los ciruelos no tienen porqué dar ciruelas, me explicó. El techo era de tejas rojas y las paredes tenían el ladrillo a la vista. No tenían animales, lo que me sorprendió, ya que que en mi patio que era bastante más chico, vivían dos perras y dos gatos. Me dijo que lo padres no la dejaban tener mascotas, y que era una pena porque a ella le gustaría, aunque sabía que era peligroso.
- ¿Peligroso porque pueden morderte o qué? -le pregunté.
- No, por otra cosa.
- ¿Por qué?
Otro día me contaría, ahora quería que jugáramos a algo o viéramos tele. Yo aprendí a callarme de chico, así que no pregunté más.
Así empezamos a juntarnos también en la escuela. A sentarnos juntos en las clases y a pasear por el patio y los pasillos en los recreos. Mis amigos se sorprendieron al verme con la chica rara. Al principio se burlaron, pero defendí mi amistad con tanto ahínco que hasta ellos lo entendieron y se limitaron a burlarse puertas adentro. Yo era su único amigo, pero nunca me pesó. Ella era por sobre todas las cosas, muy independiente. Me acuerdo que a lo largo de toda mi vida, fui el único amigo de personas que eran realmente insoportables y demandantes, y con ellas sólo construía una amistad cimentada en la lástima y la compasión. Esta amistad, que nunca llegaba a serlo verdaderamente, moría antes de que saliera el sol. Con Victoria no se trataba de nada similar. Ella no tenía amigos por una razón muy sencilla: no quería tenerlos. Si algo me hace sentirme el tipo más afortunado del mundo, aún hoy, es que ella me haya elegido a mi para ser recibidor de sus dotes más hermosos. Me pregunto todavía si no pude haber sido un simple objeto experimental para ella. Si sería nada y más y nada menos que una deidad, un ángel, una alquimista innata.
Una tarde nublada y ventosa de octubre nos encontramos de urgencia en el baldío. Victoria tenía los ojos brillosos y pestañaba llamativamente poco. Un rictus amargo y profundo, y así y todo, un aura serena, brillante, hermosa y penetrante, más que nunca. Yo no hablé y por un largo rato, tampoco lo hizo ella. El viento nos acariciaba la cara y el pelo con violencia patagónica. Estuvimos sentados, uno frente al otro, un buen rato.
- ¿Te da miedo la muerte? - me preguntó sin preámbulo.
- No. ¿A vos?
- No, a mi me parece hermosa. Amo las cosas muertas. No es fácil encontrarlas. Me dan paz.
Y cuando fuimos a su casa, sacó un baúl gigante de abajo de la cama y me mostró su colección de pájaros muertos. Me explicó con pocas palabras cuánto amaba a esos pájaros. Me contó cómo había matado a cada uno de ellos, qué había sentido al hacerlo. Casi llorando me preguntó si para mi estaba mal. Me dijo que por eso me amaba, porque sabía que a mi nunca me parecería mal eso, porque sabía que la entedía y la veía completamente. Y me contó que el día anterior no había tomado la precaución necesaria, que el baúl había quedado asomando un poquito de abajo de la cama, que el padre lo había descubierto esa mañana mientras estábamos en la escuela. Que cuando llegó y fue al baño, uno de los pájaros estaba pegado en el espejo. Me conté que sus padres habían sido terminantes: si volvía a matar a un animal, tendría que pagar de una forma que no me quiso explicar. Me dijo que me fuera antes de que llegaran sus padres y nos abrazamos largamente.
No la vi ni al otro día, ni al siguiente, ni nunca más. Tampoco me animé a tocar su timbre. Ella me enseñó, entre tantas cosas, que a veces es bueno no preguntar ni averiguar, que la información llega sola, que uno sólo debe estar atento, que la muerte es hermosa, que el dolor verdadero es eterno y vital y que un ciruelo, no está obligado a dar ciruelas.

lunes, 18 de febrero de 2013

Nada más que polvo y cenizas

Nada más que polvo y cenizas

He convividido con el dolor desde que tengo memoria, aunque casi no tuve oportunidad de expirementar el físico. Nunca me he enfermado, ni me he roto hueso alguno. Pero el vacío me ha tomado desde siempre, y mi vida entera no ha sido más que el escenario para ese dolor, para que éste se pavoneara sobre ella comiéndosela de a poco, como una bacteria, como un cáncer. Lo intenté todo. He sido un alumno ejemplar en cada área que he abordado. La botánica, las letras, la pintura, la psicología, la teología, las leyes, la economía. En todas y cada una de ellas, he intentado sosegarme. Hice dinero, mucho lo guardé durante años. Un día decidí gastarlo por completo en lujos, mujeres y baratijas, hasta que no me quedó más nada que una casa llena de objetos ilusorios. Al día siguiente, aún lo recuerdo perfectamente, como casi todo, decidí regalar todas las cosas, incluso la casa. Algunas las prendí fuego porque no eran dignas de ser regaladas siquiera. Y he vuelto a hacer miles, una vez más, y en vez de comprar, opté por regalarlo sin más, hasta quedar nuevamente en la nada material. De aquella vez, conservo únicamente una casa ni lo suficientemente humilde, ni lo suficientemente ostentosa. Ya, enrealidad, no puedo verla, sólo la recuerdo. He derrotado a Neptuno, para luego comérmelo entero, y beberlo hasta que no quedó nada de él, e inmediatamente me subordiné a Saturno como su más fiel servidor. Le serví durante muchísimo tiempo, y a él también, he optado por matarlo. A él, mi gran maestro, cuando supe que nada más tenía para enseñarme. Poseí mujeres, en los tiempos en los que se creía en la posesión del ser deseado, y fuí poseído por algunas de ellas. A una la he amado más que a la Luna, más que al Sol. Formé familias numerosas. Tuve al menos veinte hijos. A algunos los quise casi tanto como a ella, por otros sentí asco y repulsión, y opté por abandonarlos sin remordimiento alguno. De lo amado, nada me queda ahora. De todo me he despegado. Hace algunos años, comencé a creer en mis propios sueños, tanto, que muchas veces no sabía si realmente había soñado o la vigilia había adoptado su forma artística. Recuerdo el primero, el más importante por aquel entonces. En aquella época transitaba un momento de baja energía masculina, creativa. Incapaz de generar abosulatamente nada, vagaba desairado Recurrí a la ayuda de psicólogos, astrólogos y chamanes por igual. Tal vez hubo un contacto profundo con alguno de ellos, no podría asegurarlo. Pero el asunto es, que aquella noche mágica, soñé que cortaba mi mano izquierda con un cuchillo, e inmediatamente, explotaba toda mi energía dormida. Cuando desperté, no tuve miedo ni duda alguna, y decidí amputarme la mano. No creo que haya manera de explicar el júbilo que sentí al encontrarme otra vez poseído por mi masculinidad más fiera. El sosiego, como siempre, duró poco, pero debo admitir que jamás me arrepentí de este acto. Sí, lo afirmo, esa fue mi primera gran decisión verdadera. Fue allí cuando logré hacer mi segunda fortuna y cuando concebí la mayor cantidad de hijos. Pero insisto, el dolor no ha mermado ni en un solo instante. Deseé pactar con el Diablo, pero lamentablemente, no he podido cruzarme con él. Hoy, que soy viejo, puedo asegurar que no existe tal cosa. Como tampoco Dios. No hay mayor deidad en el universo que el misterio del cosmos y la penumbra de la mente humana. Algunos afirman que son lo mismo, y que cuando la luz se haga en alguno de los dos, inmediatamente se hará en el otro. Deshacerme de mi segunda fortuna no fue fácil. Antes de regalarla por completo, me encontraba envuelto en el caos de la avaricia. No podía hacer otra cosa que dinero y el vacío se acrecentaba. Pasé meses deseando soñar una revelación, y como la primera vez que había tenido una, también esta vez se me presentó en sueños. Un buitre se comía pies gangrenados, y yo me convertía inmediatamente en un ave. La mañana siguiente, corté mis pies, y me sentí cerca del cielo y las nubes espumosas, y sentí placer, y regalé, pero sinceramente. De la misma forma, corté mi sexo cuando me sentí poseído por la lujuria, y se lo entregué a un perro callejero, tal como se me había mostrado en sueños. De la misma forma, me arranqué los ojos cuando no hacía más que desear la apariencia de tal o cual cosa. Anoche, se me ha mostrado que el pensamiento es vano, y que el cuerpo no es más que un depósito infinito del pasado eterno y vacuo. Un ser andrógino y bello, admirable, hermoso como un jazmín, me cortaba la cabeza con su espada de oro y me prendía fuego, mientras besaba mi frente y mi cuello ensangrentado con el amor más puro que pueda concebirse. Al terminar estas líneas, que no son más que una breve y torpe biografía, cubriré con fuego mi cuerpo mutilado y me cortaré la cabeza con mi mano diestra, que he conservado como un tesoro, que se convertirá como todo, en polvo y cenizas. Ansío fervientemente, que el dolor también se convierta en eso, para que se lo lleve el viento, para que nutra los jardines de los hombres y los haga florecer, enormes y de mil colores.

18 de febrero 2013

Es menester de los seres humanos hacerse cargo de las criaturas que egendran, y una de esas criaturas, una grande y peligrosa, es el concepto abstracto.
El descontrol que ha generado el concepto de amor es tremendo. Casamientos, divorcios, engaños, prostitución, asesinatos pasionales, suicidios, psicólogos, leyes, etc. Los conceptos abstractos, tales como el amor, deben ser revisionados constantemente. Su significado depende expresamente del pensar y del sentir humano, y no al revés. Debemos resignificar.

Se trata de eso o de ser víctima de deidades lingüísticas inventadas por nosotros mismos.
Tanta gente sufre por no poder corresponder el ideal de pareja eterna. Se autocastiga de al menos dos formas:
o se obliga a permanecer fiel y sumiso, presa de sí mismo, o se genera una gran culpa por engañar y traicionar a la otra persona, que incluso seguramente esté en la misma.
Supongo que hay dos formas de solucionar este problema puntual. Una sería acostumbrar al consciente a que el amor de pareja eterno y sin fisuras no existe(para el que lo sufre, claro que hay personas, una minoría evidente, para las que sí existe y no tienen problemas con esto). Enseñarle al consciente que el hecho de por ejemplo no poder desarrollar una pareja de esas, no es culpa de uno, sinó que tal vez la especie está pidiendo otra cosa, y este pedido se manifiesta a través del incosciente colectivo. Otra forma, más violenta y a mi entender, contra evolutiva, es acostumbrar al inconsciente a que el amor de

pareja sí existe, y entonces, una vez resuelto el problema de raiz, estar preparado para aceptar dicha forma. Claro que antes hay que averiguar dónde radica el origen del problema, ya que si está en el inconsciente individual, la buceada y la operación subsiguiente dentro de esta zona oscura, puede ser más benéfica y más que contra evolutiva, termina funcionando como una tremenda evolución personal. Si está en el colectivo, en cambio, ocurre lo anterior: es como ir contra la especie y la evolución.

Es que el inconsciente es como un dios. Aceptar los incoscientes, tanto personales como colectivos, puede llegar a tener un importante índice de nutrición para uno y por lo tanto, para la humanidad. Al fin y al cabo, el problema no es la falta de amor, sinó sufrir el hecho de que el que se da o se recibe, no alcanza, o no contenta por su forma.
Yo no tengo idea ni de cómo penetrar en el inconsciente ni de cómo cambiar al consciente. Pero intuyo que la cosa va por ahí.

miércoles, 13 de febrero de 2013

14 de febrero de 2013

La gente que te ama, sobre todo los padres, te dice en pleno acto de amor: no te pido ni te exijo nada, sólo que seas feliz.
Digo, ¿Eso no es mucho pedir?
¡Minga! ¡Yo a este mundo vine a pelear y sufrir hasta descubrirlo por completo, y de acá no me voy hasta que lo consiga!
Con la piel bajada hasta los tobillos y los ojos ardiendo si es necesario.

domingo, 20 de enero de 2013

Dios te está buscando

“Dios te está buscando, hombre, hacéme caso. Estáte atento. Jesús te está buscando”, me dijo cuando me despedía de él un hombre que prácticamente me había salvado la vida, o al menos una buena cantidad de días. Lo primero que experimenté al escuchar tales palabras fue una confusión inmensa. “¿Dios me está buscando, o Jesús? ¿O los dos? ¿O son el mismo?”. Lo segundo que experimenté fue una especie de orgullo: “¿Dios? ¿A mi?”. No puedo ocultarlo, me sentí halagado en un primer momento. Pero de inmediato me sobrevino un miedo asfixiante. ¿Para qué me busca? Y pronto descreí de todo. ¿Por qué Dios habría de buscarme? ¿No es uno fácil de encontrar para él?
Claro estaba, Dios no me estaba buscando, ni la policía ni nadie. Ni siquiera mi madre. Yo no hacía nada para que alguien desperdiciara su tiempo en tratar de encontrarme. No era lo suficientemente bueno para que el Señor tratara de contactarse conmigo como para pedirme un consejo, ni lo suficientemente malo para que la policía me detuviera por averiguación de antecedentes. No cabe duda, yo no era nadie. No despuntaba por ningún motivo. Seguramente, el Gran Creador encontró en el lavabo una mañana rondando las once, su vómito de la noche anterior y sólo por el hecho de distraerse con algún divertimento hasta que se le disipara la resaca sin tener que recurrir a una cerveza mañanera, separó del montón, las partes que aún pudieran servir para darle forma a esto que soy. Eso siempre y cuando fuera algo. Últimamente, o hacía un tiempo ya, que no encontraba ninguna evidencia más allá de las plantas de mis pies, que me diera la seguridad de estar vivo. Las mujeres no me miraban, los hombres no me miraban. Y a aquel que intente sugerir que nadie es observado, le digo que miente automáticamente. Yo los miraba, a todos. A los más que pudiera. Esperaba respuesta en sus pupilas como el perro que se te acerca con timidez en la estación de tren esperando recibir una caricia en el lomo o una palmadita en la cabeza, seguramente para cerciorarse también de que aún no murió, o lo que es más terrible; cerciorarse de que nació alguna vez.
En fin, se ve que Dios me buscaba, se ve que yo no lo creía, y que además me comandaba una inseguridad de aquellas por esos tiempos. Justo cuando más necesitaba de mi entereza mental, terminaba perdido sin remedio, enredado en los cuestionamientos más trillados y a esta altura más absurdos. Justo cuando necesitaba de dicha entereza para ejecutar el baile del ave del paraíso ante la mujer de la que estaba enamorado. Pero qué baile podía hacer, preguntándome como un idiota, si lo que ocurría estaba realmente ocurriendo.
Me posé en la rama de un árbol a escucharnos charlar. Tomábamos mates y reíamos con suma tranquilidad. ¿Cómo puede ser que no esté sentado ahí, conmigo, dentro de mi, mirándola a los ojos en vez de verle los omóplatos desde esta posición y de ver mi cara tan cansadora y cansada desplegando sus estúpidos gestos?
Pero ahí estaba. Comencé a buscar consuelos temporarios. Era eso o tirarme del árbol y suicidar esa ínfima partecita de mí que aleteaba torpemente. Yo seré los restos del vómito de Dios, o de Jesús, o de Erik Satie; una especie de Crush Dummy que mantiene sus miembros peligrosamente adheridos con algún cemento conformado por jugos gástricos e hidratos de carbono todavía en etapa de digestión. Un rejunte de frases apócrifas que descansan en los muros de las civilizaciones más lejanas; pero no ando citando a Julio Cortázar en su magnífico papel de Horacio Oliveira, digno de un Óscar a personaje protagónico dentro de la literatura, para dejar en claro no sólo mi falta de aptitud para retratar en palabras lo que se me cruza por la mente, sino mi descaro por hurtar sentimientos ajenos y volverlos propios. Perdonen muchachos. Perdone Julia, esa Julia que a la merca la denominaba “Julito” y decía: “Yo sin Julito no salgo”. Y cuando apareció Julito y Julito no hacía más efecto que el de hacerle sentir a uno que había desperdiciado una buena cantidad de dinero y de atención me decía: “¿No estás contento porque apareció Julito?”. A lo que yo respondía: “Este Julito no pega, más bien estoy triste.” Y ella: “No importa si no pega, lo importante es que haya aparecido. La satisfacción de haberla encontrado, conseguido.” Claro, la muchacha, un tiempo antes, dentro de su disfraz de ropa negra y sus lentes de marco grueso de igual color citaba con Rayuela entre las manos “Don´t make me a mask” y repetía: “Don´t make me a mask” y con voz lúgubre y profunda agregaba: “Dylan Thomas.” Y todos callábamos más bien por vergüenza ajena que por la profundidad de su voz. Y ella aprovechaba el silencio general para hablar sobre su boda con otra muchacha que iba a ser onda maya. Había que ir vestido del signo del calendario maya que a cada uno le había tocado de acuerdo a su fecha de nacimiento y sentarse en círculo, y algo de unas velas que nada tenían que ver con la escena de “El cuerpo del delito” en la que Madonna le tira cera caliente a su abogado en el torso y luego más abajo, y luego más abajo aún.
“Dylan Thomas”, agregó. Decir las cosas dos veces, la segunda siempre con una voz más de ultratumba, se ve que le daba sensación de profundidad. Para mi era igual a que dijera: “Me gustan las aceitunas…Me-gus-tan-las-a-cei.tu-nas” y después un levecito suspiro para simular los tres puntos suspensivos con los que se sugiere de forma escrita, ese modo de hablar, de terminar las frases que deben quedar en la memoria.
Para suerte de muchos, ella no era la única. El universo estaba repleto de Horacios Oliveira de segunda mano. Horacio Oliveira, el superhéroe de los intelectuales. Horacio Oliveira, el tipo que todos los imbéciles querían ser, y que los imbéciles más precavidos querían parecer. Desfilaban por las calles gritando frases en un francés poco explorado y llamando a sus mujeres, o mejor dicho a todas las mujeres “Maga”, para volver a sus casas y encerrarse en su cuarto a masturbarse pensando en esa que más les había gustado el día de hoy, y a la cual le habían mandado interminables párrafos calcados de su novela favorita. Aunque seguramente mandaban “sus” textos a más de una, como quien tira un anzuelo al mar y pide para sus adentros “que alguno pique, por favor que alguno pique”.
Yo me mantenía en mi rama, muy intranquilo a esta altura del partido, pero leve y volátil como un pajarito insignificante para la mayoría, desarmable como un Crush Dummy e inexistente como un Horacio Oliveira.

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-Frente al espejo, como vos sugeriste ¿Cómo podés permitir que te chupe la lengua? Perdón, pregunta esencial para lo que estoy escribiendo, no puedo evitar hacértela.
-Supongo que empieza por haber permitido que me chupes los sesos, o el cráneo – me contestó después de lo que había sido un largo pero cómodo silencio.
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Bajé del árbol y continué hablándole compulsivamente, todavía sin lograr concentrarme demasiado en lo que estaba diciendo, prestándole a atención nada más que a su pestañeo irregular. Primero se le cerraba un ojo, el derecho, luego, con un defasaje casi imperceptible, se le cerraba el otro y sus pestañas me rozaban los labios con cada movimiento. Yo me mantenía hablando maquinalmente y con algunos de mis dedos acariciaba su boca porque mis pestañas no son tan largas. Era como dibujársela. La noche se había puesto tan cerrada que verle la cara era imposible… ¡Alto! ¿Dibujarle la boca? ¿Lo dije o sólo lo pensé? ¡Puta! ¡Me cago en Oliveira

viernes, 11 de enero de 2013

Nada

En mi salientes una forma de sentirme
en mis entrantes una forma de encontrarme
tal vez estè buscando en los lugares equivocados
tal vez no haya nada que encontrar
acaso nada que sentir.

martes, 8 de enero de 2013

8 de enero 2013

Me gustaría verte una vez más. Un segundo, no más que eso. Acaso un sueño más. Lo suficiente para que se de el golpe mágico, ese estallido, ese iryvenir

de estrellas cósmicas y relápangos repampanantes y campaneantes que he tratado de encontrar en el amor, en la calle, en las drogas, los perros, los

libros, los viajes, la siesta, y que sólo he atisbado a ver, en la orgasmiquísima a la dos millones sensación, que da ese segundo de coherencia. Instante

de unidad, justa, puntillosa, suficiente, milimétrica y sorpresiva. Verte para saber que has muerto, no sólo en mi imaginación, sinó también en mi

corazón.

martes, 27 de noviembre de 2012

Así es dormir

Sentir que muevo el mundo, que mi poder es el poder, que mi mundo es el mundo, que soy la matriz, que la tejo con mis dedos. Y estoy en ella, me da forma, me conduce, me duermo. Que me como el amor ajeno y lo transformo en nutriente, y me ayuda a enterrarme hasta las rodillas. Antes enterrarse, no. Ahora, un durazno en las mañanas de verano, un parto en el Limay, un grito vibrante que me abre la garganta, me devuelve al río. Pasa el sol por cada agujero, pasa el agua que lava, pasa la bronca que limpia, pasan los autos por la calle, pasan los minutos que dejaron de existir hace rato. Trato de pasar yo también, de fundirme de una vez, de ser matriz, río, sol, calle. Trato.